ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA Y TRASCENDENCIA DE LA LEGISLACIÓN FORAL DE LAS PROVINCIAS VASCONGADAS, Y DEMOSTRACIÓN DE LA NECESIDAD DE CONSULTAR DETENIDA Y ESCRUPULOSAMENTE LA TRADICION, HISTORIA, HABITOS, INDOLE, SITUACION, TERRITORIO Y DEMAS CONDICIONES DE EXISTENCIA, TANTO MORALES COMO MATERIALES DEL PAIS VASCO, PARA PROCEDER CON ACIERTO EN LA MODIFICACION PREVENIDA POR LA LEY DE 25 DE OCTUBRE DE 1839.
Por EL LICENCIADO DON JULIAN DE EGAÑA
DECANO DEL ILUSTRE COLEGIO DE ABOGADOS DE LA CIUDAD DE SAN SEBASTIAN.
MADRID, 1850.
Establecimiento Tipográfico de Mellado
Calle de Santa Teresa, nº 8.
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A LAS DIPUTACIONES GENERALES
DE LAS M.N.Y M.L. PROVINCIAS DE GUIPUZCOA Y ALAVA, Y M.N.Y M.L. SEÑORIO DE VIZCAYA
Un trabajo consagrado, si no con el mayor acierto, al menos con la más pura intención a la defensa legal y razonada de las instituciones forales, a nadie en mi juicio pudiera ser dedicado con más justicia que a las celosas corporaciones encargadas a la vez del depósito de los Fueros y de la observancia de los mismos.
Esta creencia, tan conforme por otra parte a los sentimientos de rendida adhesión que siempre he tributado a la autoridad que VV. SS. representan y que ninguna vicisitud de mi vida ha alcanzado a debilitar en lo mas mínimo, me anima a ofrecer a VV.SS el desaliñado fruto de un plan concebido y llevado a ejecución con sobrada premura, confiado en que, cuando su escaso mérito no le haga digno de la ilustración de VV. SS., tampoco le negarán su indulgencia, siquiera en gracia de mi buen propósito y del grandioso objeto a que se encamina.
Dios guarde a VV. SS. muchos años.
San Sebastián, 6 de noviembre de 1850.
Julián de Egaña
El País Vascongado, único tal vez en el mundo que a través del tiempo y de las ruinas de tantos pueblos, de tantos imperios y de tantas civilizaciones, ha sabido conservar íntegro y presentar ileso en el gran concurso del siglo XIX el sagrado depósito de su constitución primitiva y de sus creencias, está, según todos los indicios, abocado a una próxima modificación de las seculares instituciones en que aquella se apoyó, y espera con ansiedad el desenlace de una crisis que, decidiendo de su porvenir, pudiera también influir poderosamente en el porvenir de la Monarquía española.
En medio del espectáculo imponente que hoy presentan las más respetables naciones de Europa, violentamente lanzadas a una lucha de vida o muerte por el brusco sacudimiento de ideas y de principios esencialmente desorganizadores, apenas pudiera ofrecerse a la consideración del hombre pensador un asunto más interesante ni más digno de fijar sus meditaciones que lo que se ha dado en llamar Cuestión Vascongada.
Porque preciso es no perder de vista que en ella no se trata de la reorganización de un pueblo que la solicita o la desea por haber caducado, o desmoronádose con el trascurso del tiempo, el roce de los acontecimientos o el comercio de las nuevas doctrinas, las bases de su existencia civil y política. La modificación, según sean las opiniones dominantes de los encargados de llevarla a cabo, puede afectar más o menos gravemente las condiciones de vida de un País antiquísimo que, satisfecho y contento con los beneficios de una legislación, a la que cree deber el resultado de reconocerse grande en su pequeñez, está habituado a apreciarla como su primera necesidad, a amarla con la gratitud y la pasión que consagramos a todo lo que en medio de una indeclinable estrechez constituye y perpetúa nuestro bienestar y el bienestar de nuestras familias; a venerarla, en fín, con esa especie de idolatría que nos inspiran los grandes hechos, las grandes concepciones con que la paternal solicitud de nuestros mayores dejó asegurada la suerte de su posteridad.
Hasta qué punto pueda ser justo y legítimo este cambio, lo dice la ley.
Hasta qué punto esta ley sea racionalmente interpretable, lo han dicho los legisladores.
Pero hasta dónde el interés bien entendido, y la conveniencia general de la Monarquía, recomiendan la conservación de los elementos que el País Vascongado ha menester para vivir con la robustez y vigor que tan fecundos resultados han dado en todos tiempos en bien de esa misma Monarquía, sólo lo demuestran, por una parte la situación que ese pueblo ocupa en la Península, y por otra la historia de sus heróicos servicios.
Estas indicaciones bastarán para dar una ligera idea del trabajo que con suma desconfianza ofrezco hoy al público. Empresa muy superior, sin duda alguna, a mis fuerzas, no podía ocultárseme al acometerla, que su desempeño distaría mucho de corresponder a mi buen deseo. Pero alentado con la seguridad de excitar por este medio la emulación de mis paisanos, para que ilustren la materia con mayor caudal de talento y de luces, he creído que mis tareas no serían enteramente perdidas si alcanzaban este resultado. Acostumbrado, por otra parte, a considerar y cumplir como uno de mis primeros deberes el de contribuir en ocasiones análogas, si bien menos graves y decisivas, con el escaso contingente de mis recursos intelectuales, no he podido resistir en los últimos años de mi trabajada existencia al estímulo de añadir este postrer servicio a la serie de testimonios que acreditan mi constante adhesión y profundo respeto a las sabias tradiciones que por espacio de tantos siglos han sido un manantial fecundo e inagotable de paz y de ventura para el País Vascongado. En él nací, en él he vivido sin interrupción, y testigo y partícipe a un tiempo de los beneficios que su admirable organización derrama sobre todos sus hijos le he amado, como buen español y buen vascongado, con la doble solicitud de quien ansía verlo siempre próspero y feliz y dotado, además, de las condiciones necesarias para contribuir tan eficazmente como hasta ahora a la mayor prosperidad y esplendor de la noble y generosa Nación a que pertenece.
En el plan de mi trabajo entraba el propósito de dar una sucinta idea de la organización vascongada, y así lo he hecho limitándome a presentar un compendio de la legislación foral de Guipúzcoa, por parecerme innecesario tratar además de las de Álava y Vizcaya. Y en efecto, unos mismos son los principios y bases fundamentales sobre que descansan las tres; unos mismos su carácter, su índole, su tendencia y resultados; uno su origen, como unas las necesidades cuya satisfacción tenían por objeto y que, estableciendo sólidamente entre las tres Provincias esa comunión necesaria, esa armónica dependencia, esa afinidad indisoluble que completan, por decirlo así, los rasgos de su fisonomía moral, enlazaron la suerte de todas ellas y sellaron la mancomunidad de sus intereses con el significativo título de hermanas, bajo el mágico emblema de Irurac-bat. Hermanas, sí: porque así como fuera preciso cerrar voluntaria y obstinadamente los ojos a la luz para no ver y reconocer en las tres Provincias Vascongadas el mismo pueblo, la misma raza, la misma familia, así también sería menester rebelarse contra la evidencia para negar que sus instituciones son efecto de unas mismas causas, emanaciones de una misma razón, creaciones de un mismo espíritu, hijas de las mismas necesidades, partes integrantes, en fín, de un mismo plan, de un mismo pensamiento, de una misma combinación. ¿Qué importa para la unidad del sistema que difieran en alguno que otro accidente, en alguno que otro imperceptible detalle? ¿Podrá por ventura citarse un sólo código que no haya sufrido en su aplicación práctica alteraciones de mayor trascendencia? No ciertamente.
Al fallar de una manera definitiva e irrevocable sobre la cuestión foral, los dignos representantes de la Nación no desmentirán la proverbial nobleza e hidalguía del carácter español; y haciéndose superiores a las prevenciones apasionadas que, con más animosidad que sensatez y criterio, han alimentado en todos tiempos los émulos del País Vascongado recordarán que, si en ocasiones azarosas y difíciles para la Monarquía ha sido una de sus más robustas columnas, lo ha debido a sus peculiares instituciones, sin cuyos beneficios no tardaría en verse convertido en un vasto y árido despoblado, arrastrando en su ruina intereses que la España no puede mirar con indiferencia. Recordarán también que la solemne promesa empeñada a presencia de dos ejércitos igualmente fuertes y poderosos dió existencia a una ley cuyo texto y verdadero espíritu están ya juzgados inapelablemente. Y, por último, tendrán en cuenta, con una previsión que justificará el tiempo, que el acto que de un golpe destruyese las esperanzas que los vascongados fundan en la inviolabilidad de aquella ley sería tan poco digno de ocupar un lugar en la historia de esta Nación magnánima como lesivo de sus bien entendidas ventajas. La España, respondiendo lealmente a la voz de la conciencia pública y haciendo justicia a sus sentimientos, se la hará también muy cumplida al País Vascongado; y éste, dichoso bajo el amparo de su legislación tutelar, podrá continuar siendo el primer centinela de la independencia española y el baluarte más inespugnable contra las irrupciones de sus enemigos.
Tales han sido y serán siempre mis votos, y a este resultado se encamina también el ensayo que hoy someto al examen de mis compatricios. Si no me cabe la gloria de conseguirlo, me consolará la satisfacción de haberlo intentado.
SECCION PRIMERA
Idea general del espíritu que han creado los Fueros en las Provincias Vascongadas.- Análisis del régimen foral de la de Guipúzcoa y compendio de sus textuales disposiciones.
Las Provincias Vascongadas no deben, sin duda, al ingrato suelo que ocupan en la fértil España la fuerza y la robustez que se las conoce en el día.
Habiéndose preservado sus habitantes de toda dominación estrangera, abrigados en sus montañas que jamás holló el pie de ningún conquistador, establecieron un sistema particular de gobierno que sin transición de servidumbre, ni de barbarie, los elevó a un grado de libertad y de independencia que no han sabido combinar los mejor publicistas.
Diseminados en toda la estensión de su territorio en caserías cómodas, entretienen una labranza que provee a sus necesidades y forman entre sí tan íntima cohesión que les hace inespugnables a todo ataque.
Un gobierno verdaderamente patriarcal en toda la pureza de las costumbres del hombre de la naturaleza se observa en estas caserías, al paso que se admira en las ciudades y villas situadas en sus hermosos valles, unido todo el refinamiento de la civilización a la moralidad más ejemplar. ¿Cuál, pues, será la causa misteriosa de su bienestar en despique de tantas otras que conspiran a su pobreza y miseria? En vano se buscará aquella causa fuera de este espíritu de libertad que por siglos reina entre sus riscos, sostenido por un gobierno popular, creador de costumbres sencillas, puras y laboriosas, y perfeccionado por el ardiente amor que los naturales profesan a sus antiguas instituciones, cuya escelencia conocen prácticamente y sin necesidad de las teorías a que tienen que recurrir inútilmente los demás pueblos.
En contacto con otras provincias que la naturaleza hizo de mejor condición, sin que por esto hayan alcanzado su prosperidad, no ha podido ocultarse a los vascongados el secreto de la felicidad que disfrutan, y este conocimiento les inspira una firme convicción de que su suerte sería muy distinta desde el momento en que se mostrasen menos celosos de sus Fueros, buenos usos y costumbres.
Así es que su mejor estado, comparativamente con el de otros pueblos, es efecto de la constancia con que han procurado conservar las libertades primitivas que no les fueron reveladas desde que pertenecen a la Corona de Castilla, sino que son tan antiguas como su existencia, emanadas de las necesidades del estado social y tan inalterables como la misma naturaleza de las necesidades a que deben su origen.
No pudiendo por tanto dudarse de ser ésta la verdadera causa de la prosperidad y fuerza de las Provincias Vascongadas, y siendo también positivo que siempre las han empleado, desde su voluntaria incorporación a la Monarquía, en beneficio común del Estado en tiempo de paz, y en contener al enemigo en la frontera, armándose padres por hijos en masa, en todas la circustancias de agresión enemiga, para la defensa de la Nación, sería un empeño tan aventurado como incomprensible quererlas privar de aquello mismo que constituye su actual fuerza y robustez, pues que semejante acto equivaldría a la demolición del antemural levantado para contener una invasión extrangera.
Y todavía sería más indiscreto este empeño si se fundara en la desacertada idea de establecer cierta simetría con las leyes y costumbres del resto de la Monarquía. Cuando la naturaleza de las necesidades de la sociedad es la fundadora de las leyes políticas, no subordina aquellas necesidades a reglas ni combinaciones. Muy al contrario, se muestra varia y movible en sus creaciones adaptándolas a la calidad del clima, de terreno y demás circunstancias accidentales, y sería un pretesto pueril alegar como una razón justificativa del cambio del Fuero por las leyes generales de la Monarquía la ventaja de combatir el espíritu de provincianismo que, bien dirigido, reasume y concentra en sí mismo el amor de la Patria.
Si el provincialismo es un vicio (que no lo creo), es vicio común de todas las sociedades, por bien constituídas que estén. El hombre, por más que digan los utopistas, ante todas cosas se ama a sí mismo, ama luego a su familia, a su lugar, a su provincia y al reino a que pertenece; y los legisladores que conozcan bien los resortes ocultos del corazón humano sabrán siempre sacar partido de esta misma gradación de afecciones para cimentar el bien público y general sobre el particular de los individuos. Por más que el hombre se ame a sí mismo con predilección, no le basta para ser completamente feliz su propio bienestar, y ensanchando el círculo de sus aspiraciones es como contribuye a la prosperidad de todos los demás a quienes alcance su influjo; así como, obrando este mismo principio gradualmente su inmediata acción, es como se cumple el objeto de las asociaciones políticas. En este sentido, lejos de merecer el provincialismo la odiosa calificación de "vicio" es una de las más grandes y nobles virtudes, y a los ojos de la sana filosofía se identifica con el amor propio bien ordenado, que cuenta los quilates de su ventura por el número y relación de los que por su influencia son también felices.
La nivelación, destruyendo la base de las instituciones de las Provincias Vascongadas, daría indefectiblemente por resultado la destrucción del bienestar de las mismas; porque ninguno de los que tratasen de nivelarlas en cargas con las restantes de la Monarquía podría hacer el milagro de trasformar nuestros peñascos en feraces terrenos.
La exención del País Vascongado nunca ha servido para sustraerle de la justa repartición de cargas. Si no contribuye en períodos determinados, ha hecho, y continúa haciendo, inmensos sacrificios, y lo que dan es siempre un ingreso efectivo sin los descuentos de una costosa recaudación.
Su administración foral no cuesta un maravedí a la Nación. Ha contraído una deuda muy cuantiosa en las guerras que tan frecuentes han sido desde que forma parte integrante de la Monarquía. En ellas han sido los primeros en sufrir las devastaciones del enemigo, y los últimos en libertarse de su desolación y vejaciones. Han construído diferentes líneas de caminos reales sin el menor auxilio de la Nación, y mantienen varios establecimientos de beneficiencia a sus propias espensas, cubriendo con la mayor exactitud los intereses de su deuda, sin gravamen del erario.
Si no están sujetas a quintas, no por eso de dispensan de comprometer en la suerte de la guerra toda su población, todos sus bienes y todos los recursos que ha podido proporcionarlas su crédito. De modo que han explicado prácticamente lo que para ciertos espíritus es una paradoja, pero que a juicio de los hombres sensatos es la pura verdad, reducida a que los servicios pecuniarios y de hombres que en diversos sentidos prestan para auxilio y defensa del Estado no sólo son proporcionados, sino que esceden a lo que los productos de su estéril suelo y su población deberían contribuir en una distribución equitativa de cargas comunes.
Desengáñense los partidarios de la nivelación. Si fuese posible la de las Provincias Vascongadas con las demás de la Monarquía, y si por resultado de tan desacordado propósito cargase el Gobierno con su deuda pública y con el pago puntual de sus intereses, no bastaría cuanto se les exigiese en justa proporción de su estado territorial, de su comercio y de su industria, para cubrir aquella sagrada deuda, para la reparación de sus camino reales y vecinales, y sostener los establecimientos de beneficiencia pública y manutención de los niños espósitos en el pie actual, juntamente con la decorosa subsistencia del culto y clero. Siendo la última consecuencia de tan desastrosa medida la inútil vejación del País, su desconcierto gratuito y su aniquilamiento en daño del Estado. Sí, en daño del Estado, porque, debiendo ser superiores las obligaciones de las Provincias Vascongadas a sus productos naturales e industriales, se llegaría bien pronto a palpar la imposibilidad de esquilmarlas sin consumar su ruina y reducirlas a un vasto desierto.
En tan grave materia importa mucho establecer y fijar hasta la verdadera inteligencia de las voces. ¿De qué puede tratarse en el día? De la modificación de los Fueron con arreglo al Art. II de la Ley de 25 de Octubre de 1839, y como el verbo "modificar" no significa otra cosa en la acepción más genuina que "reducir las cosas a términos justos templando su exceso y exorbitancia", será superflua toda modificación.
No debiendo, empero, invertir el orden y método que me he propuesto seguir en esta obra, anticipando observaciones que fortalezcan esta última consecuencia, me ocuparé ante todas cosas de analizar con la posible exactitud el régimen foral, según se halla consignado en la compilación de nuestros Fueros.
El poder supremo provincial de Guipúzcoa reside, con arreglo a sus Fueros, en las Juntas Generales, que se celebran todos los años desde el día 2 de Julio y duran los once señalados en los poderes que llevan sus representantes, a menos que no se terminen las sesiones en un período más breve o no se amplíen los poderes para más tiempo, como ha sucedido en algunas circunstancias extraordinarias.
Antes de convocarse las Juntas se reune la Diputación Extraordinaria llamada de verano y, enterada de los negocios por el examen de las actas de la Diputación Ordinaria, levanta los puntos sobre que deben deliberar y resolver las Juntas, remitiendo también a la determinación de las mismas otros en que por su gravedad se abstienen las Diputaciones Ordinaria y Extraordinaria de dictar resolución definitiva. En seguida despacha la Diputación Ordinaria un oficio circular a las ciudades, villas, universidades, alcaldías, valles y uniones a fín de que se enteren sus respectivos Ayuntamientos y nombren los caballeros Procuradores que en su representación concurran a las Juntas que deben celebrarse, alternando en los diez y ocho pueblos designados en el Fuero, cuyo número se encuentra aumentado en la actualidad a diez y nueve desde la incorporación de la villa de Oñate al gremio y Hermandad de Guipúzcoa.
Los Ayuntamientos eligen dos caballeros Procuradores, o cuando menos uno, entre sus vecinos concejantes de conocida instrucción y experiencia, siendo facultativo en la mismas corporaciones elegir a los que lo sean y residan en otros pueblos y, revestidos de poderes, marchan el punto designado por el Fuero en el año corriente.
Reunidos a la hora competente en el salón consistorial, con asistencia del señor Corregidor, se da principio por la presentación de los poderes que se entregan a los reconocedores nombrados en el acto, quienes sin perder momento evacuan su encargo en una pieza inmediata, así como examina los poderes de estos otra comisión especial; y vueltos al salón, manifiestan si se hallan o no bien estendidos y arreglados al formulario, y en el caso afirmativo los aprueba y da por bastantes la Junta.
Acto continuo, juran los caballeros Procuradores con arreglo al Cap. II, Tít. VIII, de los Fueros defender el misterio de la Purísima Concepción de María Santísima y la fiel observancia de los Fueros, privilegios, ordenanzas, buenos usos y costumbres de la Provincia, y declara ésta que queda definitivamente instalada la Junta.
Se propicia la lectura de los Fueros y al tenor de su Cap. I, Tít. VI propone el Ayuntamiento del pueblo donde se celebran las Juntas su asesor Presidente de ellas y, admitido que sea el propuesto, saliendo a la fianza de sus actos la corporación proponente, presta el juramento prescrito por el Fuero y toma asiento entre el Consultor, si asiste a las Juntas, y el Secretario de la Provincia.
Sin interrupción continúa la lectura de los Fueros y, conforme a su Cap. I, Tít. VII, y Capítulo único, Tít. VII del Suplemento, relativos a los señores Diputados Generales de la Provincia, propone el pueblo de Juntas, según la costumbre establecida, un Diputado General en ejercicio y dos Adjuntos; un Diputado General y su Adjunto, para cada uno de los cuatro pueblos llamados "de tanda", que son San Sebastián, Tolosa, Azpeitia y Azcoitia, y a cada Diputado General y su Adjunto para los cuatro Partidos en que a este efecto se halla dividida la Provincia. En esta propuesta ocupan su lugar nueve comisarios de tránsito, seis comisarios de marinería, dos veedores de hidalguías, dos escritores de cartas y tres reconocedores de memoriales.
Sin otra ocupación, comunmente termina la primera sesión, mandándose comunicar la nómina de los nuevos señores Diputados Generales a las Diputaciones hermanas del Señorío de Vizcaya y Provincia de Álava, y el Congreso en cuerpo, precedido de los maceros y músicos juglares, se dirige a la Iglesia Parroquial, en la que se celebra una misa solemne con sermón en obsequio de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, gloriosa patrona de Guipúzcoa, cuya efigie se conduce en la procesión juntamente con la del glorioso San Ignacio de Loyola, hijo y patrono de la misma, a quien se dedica otra igual función en unos de los días siguientes.
En la segunda sesión nombra la Junta, a propuesta del pueblo en que se celebra, las comisiones a que deben pasar los expedientes relativos a los puntos levantados y remitidos, y, hecha esta división de trabajos, anuncia el Secretario a la Junta que el señor Diputados General que ha estado en ejercicio durante el último año foral pide entrar en el Congreso á sufrir residencia. A cuyo fín es introducido en el salón por dos caballeros Procuradores y toma asiento a la derecha de la representación del pueblo de Juntas.
A continuación se da lectura del registro de las actas de la Diputación Ordinaria y Extraordinaria, y los caballeros Procuradores señalan al Secretario aquellas actas que debe anotar, y en que las Diputaciones hubiesen incurrido, según la opinión de los mismos Procuradores, en alguna responsabilidad por abuso de su autoridad, por infracción del Fuero, por injusticia o en otra cualquiera manera, sobre cuyos puntos anotados se dirigen al señor Diputado General que sufre residencia los cargos a que haya lugar, y a los que procura éste satisfacer sosteniendo la justicia y legalidad de sus actos. Y oídas las explicaciones respectivas, se da por terminada la residencia prestando la Junta, en cuanto merezca, su aprobación a lo obrado por la Diputaciones, y acordando en su caso un voto de gracias por los servicios que sus individuos hayan prestado también durante el último año foral.
El mismo día segundo de Juntas se ocupaban éstas, hace aún pocos años, en la elección de un Alcalde de Sacas y cosas vedadas de exportar e introducir en el Reino; pero el establecimiento de las aduanas y resguardos en la frontera de Francia y en la zona que abraza los contra-registros y la costa marítima de la Provincia ha hecho suspender el ejercicio de esta atribución foral de nombrar aquel funcionario, y la Junta continúa ocupándose de los demás negocios y en discutir los descargos que las comisiones van presentando de los expedientes relativos a los puntos levantados y remitidos, y de todos los demás que ocurran de interés general del País, observando la mesura y el decoro propios de la dignidad del Congreso y de la uniformidad de sentimientos patrióticos que animan a todos los caballeros Procuradores. Cuanto tenga relación con el fomento de la agricultura, con la ganadería, con la industria y las artes, con la beneficiencia, instrucción pública, mejora de su hacienda peculiar, sus caminos reales y vecinales, salud pública y corrección de costumbres, es objeto de las discusiones más ilustradas y de las resoluciones más importantes de la Junta, la cual no da punto a sus tareas sino después de haber aprobado las cuentas de su tesorería, previo el examen más detenido y escrupuloso de ellas.
Además de estas atribuciones reconoce el Fuero en la Junta desde tiempo inmemorial la jurisdicción civil y criminal, y la ha ejercido en los negocios que han ido ocurriendo entre concejo y concejo, y entre particulares y concejos, siendo esta jurisdicción tan ilimitada que la Provincia conocía de los delitos que cometiesen los vecinos de ella en la mar, y fuera de su territorio en cualquiera parte.
El ejercicio de esta jurisdicción civil y criminal hubo de dar lugar, en mi humilde opinión, a la eliminación de los abogados de las Juntas Generales y Particulares, por los inconvenientes que de su asistencia, diligencia y persuasión podían resultar a la Provincia y a sus vecinos y moradores, según dispone el Cap. XIV, Tít. VI, de los Fueros.
También estaban escluídos de la asistencia a las Juntas los cuatro Escribanos de la Audiencia del señor Corregidor, como igualmente los Merinos y Procuradores de la misma. Pero si bien puede, a mi juicio, explicarse la exclusión de los últimos por la dependencia en que se hallaban respecto a la Provincia, que era la que los nombraba, no alcanzo del mismo modo las razones que pudieron tenerse presentes en el Cap. VII Tít. XIV de los Fueros para hacer estensiva aquella disposición a los Escribanos del Corregimiento.
Terminadas las sesiones de la Junta General pasa el nuevo Diputado en ejercicio a la villa de Tolosa, punto de residencia que se ha fijado recientemente para las autoridades provinciales, y continúa el despacho de los negocios con arreglo al Fuero y decretos de Juntas, de que es ejecutora la Diputación.
Antes que ésta tuviera residencia fija el Diputado General en ejercicio era el mismo que había sido nombrado para uno de los cuatro pueblos de tanda en que alternativamente y por turno residían la Diputación y el Corregidor por espacio de tres años. Pero en el día, mediante la variación hecha en el Fuero por la misma Provincia y que fué sancionada por la Corona, se procede al libre nombramiento de los señores Diputados en ejercicio en la forma expuesta al describir la sesión de la primera Junta, sean o no vecinos del pueblos en que debe residir la Diputación, pero manteniéndose a los cuatro que antes se llamaban de tanda sus respectivos Diputados Generales y Adjuntos que, con los elegidos para los cuatro Partidos, componen la representación provincial de la Diputación Extraordinaria, juntamente con dos capitulares del punto en que residen las autoridades.
La Diputación Ordinaria se compone del Alcalde del pueblo y otro constituyente de su Ayuntamiento , el señor Diputado General en ejercicio y el de tanda, con asistencia del Corregidor, debiendo también ser llamado cualquier otro Diputado de fuera que casualmente se encontrase en el lugar. Y esta corporación así constituída da expedición al despacho ordinario de los negocios que no sean de especial gravedad. Pero si ocurriese algún asunto que en su concepto mereciera una consulta a las repúblicas se llama y convoca la Diputación Extraordinaria para su conveniente resolución y la de los demás que por accidente ocurran.
Hay otras Juntas, que se llaman Particulares, aunque compuestas como las Generales de todos los representantes de las repúblicas de la Provincia, distinguiéndose de ellas tanto porque en las Particulares no se trata más que del negocio o negocios que las motivan como porque se celebran por causa especial urgente que ocurra durante el año foral y fuera del período de las Generales.
Siempre que se ofrezca necesidad de una Junta precede la reunión de la Diputación Extraordinaria, a excepción de los dos casos previstos por el Fuero, y son: primero, cuando una república o vecino de ella pidiese la celebración de la Junta Particular obligándose a suplir el coste que ocasione; y segundo, cuando se recibiere algún despacho u orden del Gobierno que exija pronto expediente y su resolución esceda la facultades de la Diputación, pudiendo, sin embargo, representar ésta lo que fuere conveniente en los casos permitidos por derecho.
Además de las Diputaciones Extraordinarias, motivadas por asuntos particulares de alguna gravedad, se celebran cada año dos que se llaman de invierno y de verano; aquella para examinar el estado de los negocios despachados por la Diputación Ordinaria y formal en el primer semestre foral que empieza en 13 de Julio, y ésta para igual examen de los que se han despachado en el segundo semestre y para designar, además, los puntos que han de levantarse y los que convendría remitir a la deliberación y resolución de las Juntas Generales inmediatas, y nombrar individuos de su seno que reconozcan las cuentas de la tesorería general de la Provincia, a efecto de emitir su dictamen y presentarlas con él al Congreso.
La Diputación obra casi siempre oyendo el dictamen de sus Consultores, que se procura sean abogados de primer crédito, debiendo residir el uno de ellos en el mismo pueblo en que resida la Diputación y pudiendo vivir el segundo en otro diferente. En los casos ordinarios se consulta al que esté más a mano de la autoridad provincial, pero en los de gravedad se oye el dictamen de ambos.
Con tal útil cooperación y con el celo y firme voluntad de los señores Diputados no tienen estos mas que tomar por norte y guía el Fuero para llenar cumplidamente sus deberes y atribuciones. Si se quisiera gravar a la Provincia haciendo alguna cesión de su territorio o imponiéndola la carga de satisfacer algún sueldo a quien fuese estraño en la misma, el Cap. VI, Tít. II de los Fueros le suministra razones y disposiciones legales para prevenir y evitar toda enagenación de su territorio o parte de él, prohibiéndole tomar sobre sí y a favor de todo extrangero situado alguno por merced real.
Si se tratase de pedir o exijir a la Provincia algún empréstito o alguna contribución directa o indirecta bastaría recordar el tenor del Cap. VII, Tít. II que ordena que la Magestad Real no pedirá empréstito alguno a la Provincia, ni impondrá en ella sisas, gabelas y tributos, ni enviará Corregidor, sin que la misma Provincia o la mayor parte de ella se lo suplique a S.M.
Si aún en ocasiones de guerra se quisiere enviar un caudillo militar que mandase a los tercios de la Provincia, opondríase a semejante medida la terminante disposición del Cap. XI, Tít. II por el que se reconoce a la Provincia la singular preeminencia de haber nombrado y deber nombrar siempre Coronel, caudillo y Cabo principal que gobierne toda la gente de su territorio en lo militar, para las ocasiones de guerra que se han ofrecido y ofrecieren en servicio del Estado, así en la defensa de la frontera como en las demás partes de estos Reinos donde han servido sus naturales, estando, además, declarado que la Provincia, su Coronel y tercios han de acudir y servir en las ocasiones de guerra por vía de aviso y advertimiento del Capitán General o de quien gobernare las armas de S.M., y no por orden ni mandato. El Cap. I del Tít. XXIV completa esta disposición mandando que de los límites de la Provincia no salga gente de guerra para ninguna parte, ni por necesidad ninguna que se ofrezca, por mar o por tierra, por mandato del Rey ni otro ninguno, sin que primero le sea pagado el sueldo que hubiese de haber y fuese necesario para la expedición.
El Tít. XVIII está consagrado a asegurar a los guipuzcoanos la exención de derechos de todo género por mar y por tierra, y la libertad que deben disfrutar sus naturales y vecinos para proveerse de bastimentos de reinos extraños.
El Cap. único, Tít. XXV establece la exención relativa al uso de armas a favor de los naturales y vecinos de esta Provincia.
Hay quienes atribuyen al Fuero de Guipúzcoa alguna sobriedad en todo lo respectivo a las garantías personales y reales de sus naturales y vecinos; pero es muy fácil demostrar que, en esta parte como en todo lo demás, no carece este código de las disposiciones más convenientes y acertadas.
El Cap. XXI del Tít. III ordena que si algún vecino o morador de la Provincia temiere o recelare que algún otro vecino o morador de ella le quiere herir, matar o hacer otro daño en su persona o bienes, la Provincia o los Alcaldes Ordinarios, a simple aviso de los interesados, requieran a las tales personas de quienes temiere que luego den fianzas de seguro de que a los recelosos ni a sus bienes no harán en dicho ni hecho daño ni molestia, por sí ni por interpósita persona, por ningún modo ni manera, poniéndolos bajo su amparo y protección real. Y en el caso de no cumplir con lo afianzado sean habidos por encartados y acotados y puestos en los libros de la Provincia, y que de sus bienes y fiadores se cobren los daños y costas que se hicieren.
Las disposiciones contenidas en los títulos 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35 36, 37, 38, y 39 son otras tantas garantías establecidas para la seguridad personal y real de los guipuzcoanos, pues que son dirigidas a reprimir con las más severas penas los bandos y confederaciones ilegítimas, las fuerzas, despojos y hurtos, a toda especie de receptores y encubridores de malhechores, a los vagos y mal entretenidos, a los acotados y sentenciados en rebeldía, a los testigos falsos, a los que usan de armas prohibidas, a los que quebranten treguas, pongan asechanzas y provoquen desafíos, a los que rehusaren perseguir a los malhechores, a los causantes de daños en ferrerías, a los que talan árboles y a los incendiarios. A beneficio de estas leyes y su oportuno cumplimiento se logró, aún en tiempos muy difíciles y borrascosos, infundir un saludable temor hasta en los ánimos mas díscolos y hoy es el día en que, a pesar de los desórdenes que comunmente siguen a las guerras de que ha sido teatro el País, se le cita como el modelo de las Provincias más morigeradas, no sólo de España sino de toda la Europa.
Ha cuidado, además, el Fuero de hacer en cierto modo inviolables las personas de los representantes de la Provincia disponiéndose por el Cap. VII, Tít. VIII que los caballeros Procuradores de Juntas no puedan ser presos por causa civil ni criminal a la ida, estancia y vuelta de las Juntas, a excepción de haber cometido algún delito después que salieren de sus casas y llegaren al pueblo donde se celebran aquellas. Igualmente prohíbe el Cap. XIV del mismo título hacer presos a los caballeros Procuradores que la Provincia enviase a la Corte por deuda alguna de la misma Provincia.
Los gastos ordinarios y extraordinarios de la Provincia se reparten con arreglo al Cap. VIII, Tít. IV de los Fueros entre sus pueblos por la computación de fuegos o vecindades con que se halle encabezado cada uno para las votaciones a que hay que recurrir en los casos de dudosa resolución en que se manifieste divergencia de opiniones en las Juntas Generales y Particulares.
Los repartimientos no pueden hacerse en Juntas Particulares sino exclusivamente en las Generales, y lo librado y repartido en una Junta General ha de pagarse en la subsiguiente.
En el día, a los gastos ordinarios de la Provincia, tomada en la acepción de autoridad superior gubernativa, económica y administrativa, según Fuero, se da frente con el producto de los arbitrios llamados "provinciales" sobre consumos, y los pueblos atienden a sus respectivos presupuestos con los productos de los escasos propios que han quedado después de las enagenaciones ocasionadas por las guerras o con otros arbitrios supletorios municipales.
De esta manera sólo tienen lugar los repartimientos foguerales y las imposiciones sobre la propiedad territorial, la industria, el comercio y el clero, en circunstancias extraordinarias en que la hacienda particular de Guipúzcoa no sufrague a todos los gastos que pueden ocurrir. Y en este caso forman las Juntas el presupuesto general de sus gastos y necesidades, decretan su exacción y encomiendan a la Diputación su repartimiento equitativo, según el respectivo estado territorial, y los Ayuntamientos recaudan y hacen efectiva la suma de la contribución sin descuento de un maravedí.
La organización foral de los Ayuntamientos en Guipúzcoa es de la más sencilla estructura. El derecho electoral corresponde a los vecinos concejantes inscritos en la matrícula del concejo o república que hubieren llenado el requisito del arraigo o millares que prescriben sus ordenanzas municipales y que deben estar en perfecta consonancia con el Fuero. Y los mismos vecinos concejantes que pueden ser electores podrán ser también elegidos miembros de los Ayuntamientos.
Reunidos en concejo general los vecinos de voz y voto la mañana del día 1º de Enero de cada año en la sala consistorial, después de oir la misa llamada del Espíritu Santo, en la que se invoca la inspiración y asistencia Divina para una acertada elección, se procede al nombramiento del número de electores marcado por las ordenanzas municipales y, jurando el buen uso de su cargo, elijen el Alcalde o Alcaldes, sus Tenientes y los Regidores que han de componer el nuevo Ayuntamiento, que en el momento reemplaza al saliente posesionándose, previo el correspondiente juramento. Ninguno llega a ser vecino concejante sin ser noble hijodalgo de conocido arraigo.
El Alcalde o Alcaldes presiden las sesiones de los Ayuntamientos y firman sus actas y correspondencia. Y a escepción del asiento preferente y de su voto calificado y atribución natural de hacer guardar el buen orden de las deliberaciones, no se diferencian del resto de los concejales en el ejercicio de las funciones propias de la Corporación, que se reúne a virtud de la convocación de los Alcaldes.
El día 6 de Enero, reunida la parroquia bajo la presidencia del Alcalde, nombra por medio de veinte y cuatro comisarios electores un Diputado del común y Personero para el buen manejo de los abastos públicos y evitar los perjuicios que pudieran seguirse por una mala administración en un ramo tan importante.
Su elección no puede recaer en ningún Regidor ni otro individuo del Ayuntamiento, ni en persona que esté en cuarto grado de parentesco con ellos, ni en quien sea deudor del común, no pagando de contado, ni en el que hubiese ejercido los dos años anteriores oficio de república; todo para precaver cualquiera parcialidad con el Ayuntamiento.
El Personero promueve en el concejo los intereses del pueblo, defiende sus derechos y reclama de los agravios que se le hacen.
En las poblaciones en que haya más de un Diputado del común ocupan el asiento a ambas bandas del Ayuntamiento después de los Regidores, inmediatamente y con preferencia al Procurador Síndico y Personero.
Deben ser llamados a los Ayuntamientos los Diputados y Personero siempre que en ellos se trate de abastos, y no estarán obligados a salir, aunque se trate de otras materias, por evitar la nota que esto podría producir; pero tampoco impedirán que delibere el Ayuntamiento sobre lo que sea de su peculiar inspección. Al Ayuntamiento toca en cada pueblo el gobierno civil y económico-político, y en esta esfera delibera y providencia sobre los intereses del común, correspondiéndose con la Diputación y con todas las demás autoridades en todos los casos en que se trata de remover los obstáculos que el interés de otros Ayuntamientos, corporaciones o personas particulares pueda suscitarle en el ejercicio de sus atribuciones en perjuicio de sus administrados.
Los Alcaldes Ordinarios de Guipúzcoa deben ejercer por Fuero jurisdicción preventiva y acumulativa con el Corregidor en lo civil y criminal en sus respectivos territorios, sin que los Corregidores puedan quitarles la primera instancia ni avocar las causas pendientes ante ellos, ni darles inhibición perpetua ni temporal, según se dispone por el Cap. V, Tít. III de los Fueros. Y por el solemne capitulado de la Provincia con el Gobierno de S.M., celebrado en 8 de Noviembre de 1727 y confirmado en 16 de Febrero de 1728 por el Rey, corresponde también a los Alcaldes el conocimiento de todas las causas de contrabando en primera instancia, con apelación a la Superintendencia General de rentas del Reino.
Sin necesidad de advertencia alguna de mi parte habrá observado el ilustrado lector en este examen analítico de los Fueros escritos de Guipúzcoa que ha sido preciso intercalar en él la disposición de las leyes del Reino, que en consonancia con los mismos Fueros, buenos usos y costumbres ha sido necesaria para que la organización de los Ayuntamientos recibiera su complemento con la creación de los Diputados del común y Personeros. Y si se omite por este momento ampliar aquel análisis a la planta actual de estas Corporaciones es porque así lo exige el buen orden y método que me he propuesto guardar en este opúsculo, donde oportunamente se hará especial mención de las novedades introducidas en la presente época, no sólo en el sistema municipal, sino también en el judicial y en el administrativo.
SECCION SEGUNDA
Independencia primitiva de la Provincia de Guipúzcoa.-Observó con lealtad los pactos de confederación con el Reino de Navarra desde el año de 1123 hasta el de 1200, en que se separó de ella por desafueros recibidos en sus nativas libertades.-Guipúzcoa sostuvo su independencia contra toda dominación extrangera.-Concurrieron sus naturales a la restauración de la antigua Monarquía.
Cuando se habla de los Fueros de la Provincia de Guipúzcoa no sin objeto se hace también mención de sus buenos usos y costumbres. Voy en consecuencia a manifestar el sentido que esta locución encierra.
Sin necesidad de detenerme en la poco provechosa averiguación de quiénes fueron los primeros pobladores de Guipúzcoa, ni de remontarme a aquella parte de su historia que, ocultándose en la oscuridad de los siglos más remotos, se ha sustraído a toda investigación, tengo por indudable que en su estado de independencia se gobernó por Fueros no escritos y puramente tradicionales. En su origen concurrían en ellos los tres requisitos que legitiman su introducción, a saber: la causa racional del Fuero o de la costumbre, que consistió en la necesidad de conservarse y de gobernar; el uso dilatado de su observancia puntual, y el consentimiento universal de la república.
Con muy pocos Fueros se mantuvo Guipúzcoa feliz e independiente por espacio de mucho tiempo. Sus costumbres sencillas la preservaron de la necesidad de amontonar sus Fueros porque la multiplicidad de las leyes es la señal menos equívoca de la malicia o de la corrupción de las sociedades. Su proximidad a Navarra dió ocasión a que se confederase con este Reino desde el año de 1123 hasta que, ofendida en sus más caras afecciones de independencia y menoscabada en sus nativas libertades, determinó entregarse espontáneamente a la Corona de Castilla y lo verificó el año de 1200, jurando fidelidad al Rey Don Alonso el VIII, quien a su vez prometió también bajo de juramento, conservar intactos los Fueros, buenos usos y costumbres de Guipúzcoa.
La aparición de algunos síntomas de desórdenes, bandos y parcialidades hizo pensar por primera vez en reducir estos Fueros, buenos usos y costumbres a escritura. Y el año 1335 la Provincia, reunida en la villa de Tolosa, ordenó el primer Cuaderno con leyes sacadas de aquellos principios y reglas con que se había gobernado de tiempo inmemorial, las que fueron confirmadas por el Rey Don Enrique II de Castilla en 20 de Diciembre del mismo año.
En 20 de Marzo de 1397 se formó otra colección de leyes en la villa de Guetaria, a virtud de una real disposición que Don Enrique III de Castilla comunicó al Doctor Gonzalo Moro, Corregidor de Guipúzcoa, quien, reunido en dicha villa de Guetaria con todos los representantes de la Provincia, estableció hasta sesenta que parecieron por entonces necesarias, después de reformar algunas anteriores, cuyo suplemento quedó también confirmado.
Habiendo, en 1457, pasado personalmente a Guipúzcoa Don Enrique IV de Castilla atajó con su presencia los bandos y discordias que se habían suscitado e iban tomando incremento y, después de confirmar las ordenanzas anteriores, hizo algunas de nuevo y redujo todas a un Cuaderno que firmó S.A. juntamente con los ministros de sus Consejos. Se repitió la visita al País por el mismo Monarca el año de 1463, con el objeto de allanar las diferencias pendientes con el Rey de Aragón Don Juan II, y con este motivo se formó otro Cuaderno en la villa de Mondragón en 13 de Julio del mismo año de 1463, quedando en la nueva compilación hasta 297 ordenanzas, inclusas casi todas las anteriores con declaración más extensa.
Posteriormente fueron añadiéndose otras leyes acomodadas a casos y necesidades que no se habían previsto, habiendo sido sucesivamente confirmadas por los respectivos Monarcas reinantes desde el espresado año de 1463 hasta el de 1581, en cuya época, por haber cesado los desórdenes y disturbios promovidos y restableciéndose en la Provincia el sosiego y la tranquilidad, pareció oportuno hacer una recopilación de las leyes y ordenanzas más convenientes a su buen gobierno, purgando la proligidad de algunas e insertando las particulares mercedes y privilegios ob causam que la dispensaron los señores Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel y sus gloriosos sucesores, por los costosos y distinguidos servicios que les prestó en las ocasiones más críticas de sus respectivos reinados. Esta idea se puso en ejecución en 1583 presentándose una copiosa recopilación, con el título de "Cuaderno de Hermandad", dispuesto por el Licenciado Zandategui, Luis Cruzados , el Licenciado Armendia, Doctor Zarauz y otros que se juntaron en representación de Provincia en la villa de Tolosa, acordándose pasase a la Junta General de Azcoitia para los efectos convenientes. De este Cuaderno se valió la Provincia, obervando exactamente sus leyes y ordenanzas, hasta que el año de 1696 salió a luz la Recopilación de los Fueros , buenos usos, costumbres, leyes y ordenanzas, obra del erudito caballero Don Miguel de Aramburu, impresa con licencia de S.M., y que es la que rige en el día, con el Suplemento de los Fueros, privilegios y ordenanzas, impreso con las correspondientes licencias y certificaciones de hallarse conforme con el tenor de las reales cédulas, el año de 1758.
Dedúcese de todos estos hechos que los Fueros de Guipúzcoa se elevaron a la esfera de leyes escritas, después de haber pasado por la esperiencia de muchos siglos durante los cuales se observaron como un derecho tradicional y consuetudinario, habiendo sido aceptados en 1200 por el Rey Don Alonso VIII de Castilla con promesa jurada de conservarlos intactos, a una con los buenos usos y costumbres de la Provincia, y que antes de ser confirmados sucesivamente por todos los Reyes fueron escrupulosamente reconocidos los títulos y servicios en que se fundan; pudiendo también añadirse que lo estéril y fragoso del terreno de Guipúzcoa y la necesidad en que están sus naturales de procurarse su subsistencia por medio de los productos foráneos y extrangeros, si han de conservarse en disposición de ser útiles al resto de la Monarquía, persuaden por otra parte de que los Reyes, sus Consejos, ministros y tribunales superiores procedían en todas las confirmaciones con aquel fondo de certeza que demuestran las cláusulas de cierta ciencia, motu-propio y poderío real absoluto que contienen todas las cédulas de su razón.
Las limitadas proporciones de esta obrita no consienten que me ocupe, con la amplitud a que sin duda se presta el asunto, de los hechos notables que ilustran los anales de Guipúzcoa, demostrando hasta qué punto la libertad bien entendida y una legislación acomodada a la índole y necesidades de los pueblos pueden, a pesar de las mayores contrariedades y desventajas naturales, elevar su ánimo, su valor y su importancia. Precisados, pues, a ceñirme a la mera indicación de algunos de aquellos hechos observaré que no pudiera sin injusticia negarse a Guipúzcoa en concepto de pertenecer a la Cantabria, como una de sus principales Provincias, la gran parte que le corresponde en las glorias adquiridas por los antiguos cántabros que bajo la dirección del grande Aníbal hicieron temblar tantas veces a los ejércitos romanos y aún a los muros de la misma Roma. Ellos fueron los que derrotaron al Cónsul Publio Cornelio Scipión en Francia y en Italia, formando siempre la vanguardia y arrojándose los primeros al peligro; ellos los que decidieron la victoria en la sangrienta batalla que el mismo Aníbal sostuvo contra Cayo Flaminio y en la que quedó éste atravesado de una lanza en su derrota; ellos los que deshicieron los ejércitos de los Cónsules Marco Terencio Varrón y Lucio Pablo Emilio, poniéndoles en vergonzosa fuga y matando al último; los mismos que derrotaron a Marco Minucio, resistieron a Tito Sempronio Graco y mataron a Claudio Marcelo, por cuyas proezas hizo Aníbal en todas ocasiones el mayor aprecio de sus nobles y belicosos instintos. Y si en la célebre batalla de Farsalia sucumbieron siguiendo la suerte del desgraciado Pompeyo fué después de haberse defendido valerosamente de todo el grueso del ejército de Julio César, hasta quedar todos muertos en el campo del honor, juntamente con sus amigos los celtíberos y asturianos, según su costumbre de vencer o morir.
Ni se distinguieron menos los vascongados (porque fuerza es reconocer que casi todas sus glorias son comunes a los naturales de las tres Provincias hermanas) por el heroico valor que desplegaron en defensa de la independencia de su Patria contra el poder del Emperador Augusto. Cercados por mar y tierra por las numerosas legiones que acaudillaban los Legados Caristio, Antístio, Firmio y otros, que orgullosos y ufanos con las cenizas de Numancia no cesaban de combatir la indomable energía de los cántabros, apenas quedaba a los vascongados otro amparo que la aspereza de sus montes cuando Marco Agripa, dando orden de que saltasen en tierra las tropas que arribaron a los puertos de Guetaria, San Sebastián y Pasages, las hizo juntar en los pueblos situados en la falda de Ernio precisando a aquellos a refugiarse en la cumbre de esta montaña. Desde aquella tristísima posición en la que, privados de todo humano auxilio, padecían lo indecible, lograron repeler los ataques vigorosos del formidable ejército que tan de cerca los hostigaba y allí indudablemente resonaron por primera vez los ecos de aquel himno guerrero en que los vascongados, celebrando los triunfos obtenidos sobre las legiones de la soberbia Roma, entonaban entre otras la siguiente estrofa:
Leor celayac
Beriac dituiz,
Mendi tantayac
Lausuá .
Cansado y aburrido el Emperador romano con tan heroica resistencia y desengañado completamente al ver que nuestros montañeses persistían con la más obstinada constancia en negarse a toda especie de acomodamiento, se retiró lleno de confusión a Tarragona ordenando a sus caudillos que prosiguiesen a sangre y fuego la guerra, cuya duración se prolongó todavía por cinco años más; siendo varia la opinión de los historiadores en punto a si los cántabros fueron o no sojuzgados, si bien [es] universal el concepto de que, aún dado el caso de haber sucumbido, no consiguieron los romanos establecerse en Cantabria, donde sufrieron muchos reveses y quedó abatida su altivez por el arrojo de unas pocas tropas que no poseían otro arte militar que el que les sugería su ardimiento y desesperación. Esta creencia, apoyada[da] en la tradición, está por otra parte robustecida y hasta cierto punto confirmada por los principios de la sana crítica puesto que, admitida la suposición de haberse sometido el País Vascongado a las armas romanas, sería consiguiente y lógico inferir que debió ser muy efímera su dominación, cuando no dejó en él el menor vestigio de su idioma, legislación, costumbres, idolatría ni monumentos.
Que Guipúzcoa, como Provincia de Cantabria, tuvo una parte no pequeña en la restauración de la dominación española en la Península es también un hecho irrefragable. Guarecido Don Pelayo en las montañas de Asturias y sucesivamente en las de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, donde se habían refugiado los pocos cristianos que se sustrajeron al furor de los mahometanos, hizo un llamamiento a estos pueblos leales y belicosos excitándoles a que empuñasen las armas contra enemigos tan encarnizados de la verdadera religión y de la Patria. Dóciles a la voz de aquel ilustre caudillo, los vascongados le prestaron en todas ocasiones la más eficaz cooperación, y muy especialmente en la famosa batalla de Covadonga donde se vieron rudamente acometidos por un ejército numeroso al mando de Abrahem Alzamar, General de Tarif, sin que tan considerables fuerzas ni las intrigas que puso en juego el Arzobispo Don Oppas, partidario de los moros, hiciesen flaquear el valor de aquellos intrépidos montañeses; siendo notorio que, habiéndose declarado la victoria en favor de los pocos los infieles, atónitos y llenos de espanto, huyeron vergonzosamente perdiendo casi todo su ejército, incluso el gefe que lo mandaba, y dejando en poder de los cristianos el mismo Don Oppas.
Fabulosa parecerá la fama de los guipuzcoanos a cuantos ignoren estos hechos, como también que, confederados con los Reyes de Navarra desde el año 1123 al de 1200, hicieron las mayores hazañas en la recuperación de toda la tierra hasta el Ebro antes de la muerte de Don Sancho Abarca. Acaudillados por el Conde Fernán González obtuvieron sobre los mahometanos tantos triunfos cuantos fueron los encuentros, y en los que con posterioridad tuvieron los Reyes de Navarra hasta la muerte de Don Sancho García, como igualmente en el cerco y conquista de la ciudad de Toledo en tiempo de Don Alonso el VI de Castilla. Y en las guerras que en su reinado y en el de Don Alonso el Batallador, su yerno, hubo con los moros en España, concurrieron todos los guipuzcoanos capaces de tomar las armas y se presentaron y siguieron a los Reyes a costa propia por servir a Dios sacudiendo el yugo de los enemigos de su nombre.
SECCION TERCERA
Entrega voluntaria de Guipúzcoa a la Corona de Castilla el año de 1200 bajo el reinado de Alonso VIII.-Sus servicios en las frecuentes guerras que sostuvieron los Reyes de España contra la Francia, la Inglaterra, la Navarra y en el interior del mismo Reino.-Fundación de la Real Compañía de Caracas.- Cooperación de los guipuzcoanos en la defensa de la Guaira y Puerto Cabello, y servicios para la población de la ciudad de Venezuela.
Hallábase el Rey de Navarra Sancho el Fuerte empeñado en una guerra contra el de Castilla Alfonso VIII el año de 1200 cuando la Provincia de Guipúzcoa se escusó a tomar parte por el primero en calidad de confederada, a causa de las muchas quejas que tenía de su mala correspondencia por haberle intentado más de una vez defraudarla en sus nativas libertades. Los acontecimientos de la guerra corrían con vario suceso. Alfonso VIII había formado el cerco de Vitoria, donde permanecían los navarros, y aprovechando los guipuzcoanos esta ocasión de redimir las frecuentes vejaciones que esperimentaban de parte del Rey de Navarra, determinaron constituirse bajo la protección del de Castilla, y a este fín le enviaron diputados, proponiéndole que pasase personalmente a Guipúzcoa a celebrar el tratado de su voluntaria agregación; a lo que accedió el Monarca castellano, dejando encomendado el cerco de Vitoria a la dirección de Don Diego López de Haro.
Ajustadas las bases del tratado se formalizó la posesión del territorio, quedando Alfonso VIII en extremo complacido de que sin derecho de conquista ni de sucesión, ni otro título que la franca y espontánea voluntad de la Provincia de Guipúzcoa, hubiese aumentado sus estados con tan importante adquisición, y más todavía al ver que a consecuencia de esta incorporación se retiraban los navarros abandonando a Vitoria.
Queriendo con tales motivos el Rey Don Alfonso mostrar su gratitud a los guipuzcoanos mandó reedificar las villas de Guetaria y Motrico, cercándolas con muy buenas murallas y torres para dominar el océano Cantábrico, y se extendió un solemne instrumento en 28 de Octubre de 1200 confirmándose en él los Fueros, buenos usos y costumbres de Guipúzcoa, con promesa jurada en guardarlos inviolablemente, y haciéndose al mismo tiempo una demarcación puntual de los términos y confines que separan dicha Provincia de Vizcaya, Álava, Navarra y Francia; documento que firmaron el Arzobispo de Toledo y otros veinte Obispos y varios personages de la primera gerarquía, siendo Pedro de Eguía, el Diputado Domingo de Luzuriaga y otros diez comisionados, de quienes se hace especial mención, los que en representación de Guipúzcoa prestaron juramento de fidelidad y dependencia al Rey de Castilla.
A consecuencia de estos sucesos Alfonso VIII penetró en Francia llegando hasta Burdeos, en cuya espedición participaron de sus peligros y triunfos muchos guipuzcoanos, como lo acreditan las gracias concedidas por S.A. a diferentes villas de Guipúzcoa permitiendo que las cercasen de muros y torres y que fueran guarnecidas y defendidas por solos sus naturales.
Si los guipuzcoanos en el estado de independencia y antes de su anexión a la Corona de Castilla habían sido unos poderosos auxiliares de los Reyes de España en las largas y sangrientas guerras que sostuvieron contra los moros, preciso es reconocer que sus servicios posteriores excedieron con mucho a las lisongeras esperanzas que Don Alfonso VIII fundaba en la bizarría y lealtad de sus nuevos súbditos. Enumerar con la prolija puntualidad y exactitud del historiador cada una de las pruebas que pudieran aducirse en demostración de esta verdad sería una tarea tan agena de mi propósito como inconciliable con las exigencias de un trabajo apremiante, cuya importancia, si alguna llegase a tener, desaparecería con la oportunidad que lo provoca. En circunstancias tales deberé contentarme con presentar a mis lectores una relación muy sucinta e imperfecta de los principales acontecimientos en que los hijos de Guipúzcoa tomaron parte, para trasmitir con creces de una en otra generación el renombre glorioso que sus antepasados supieron vincular en su raza.
Numerosos fueron los cuerpos de Guipúzcoa que combatieron denodadamente en la célebre batalla de las Navas de Tolosa, no escasos los que contribuyeron a la toma de Ubeda, Alcaráz y otros pueblos, y tampoco estuvo ociosa su valor en las guerras contínuas que el santo Rey Don Fernando sostuvo contra los infieles.
En todas las acciones de guerra que tuvieron lugar en Andalucía, hasta que después de un asedio prolongado se rindió la ciudad de Sevilla, fué constante la asistencia de los guipuzcoanos quienes formaron, además, una armada de bajeles de guerra tripulados con soldados y marineros de Guipúzcoa, que al mando de su gefe Don Ramón Bonifax prestaron los más señalados servicios, inutilizando completamente la escuadra de los moros y el puente de Triana y preparando y facilitando de este modo la rendición de la ciudad; resultado que dió gran fama de valientes y prácticos a los marinos guipuzcoanos por ser la primera vez que los Reyes de Castilla emplearon fuerzas navales contra sus enemigos.
La batalla de Beotíbar, memorable acontecimiento que tuvo lugar el año 1321 en un barranco situado a la inmediación de Tolosa de Guipúzcoa, ha dejado una memoria indeleble en todo el País Vascongado. Gil López de Oñez, señor de la casa de Larrea, en la villa de Amasa, tuvo la feliz idea de hacer subir a las montañas que dominan el barranco de Beotíbar un gran número de cubas que le franquearon las caserías del contorno, y aprovechando la oportunidad de la llegada del ejército que venía de Navarra a nombre del Rey de Francia Don Carlo el hermoso, con la mira de sujetar a Guipúzcoa y satisfacer los resentimientos que los navarros abrigaban contra esta Provincia desde su incorporación a Castilla, las arrojaron impetuosamente preñadas de gruesas piedras por la pendiente de las montañas, desbaratando toda la vanguardia del gobernador de Navarra. A vista del horrible estrago causado por tan inesperados proyectiles huyeron las tropas enemigas que, acosadas y atropelladas en las estrecheces del barranco por un puñado de guipuzcoanos, dejaron en su derrota un sinnúmero de prisioneros y cadáveres, muchos de ellos pertenecientes a la nobleza francesa y navarra, y perdieron hasta el estandarte real que quedó en poder de los guipuzcoanos con el alférez que lo llevaba.
Nueve años hacía que la Provincia de Guipúzcoa disfrutaba la más completa tranquilidad cuando Don Alfonso XII , con motivo de la guerra que había emprendido contra los mahometanos, solicitó en 1330 la cooperación de los guipuzcoanos, empleando un número considerable de ellos en la conquista de Thebaardales, tierras de las Cuevas y Ortexica, y recobro de las villas de Priego y Cañete.
Habiendo sobrevenido en 1335 una nueva guerra entre los Reinos de Castilla y Navarra los guipuzcoanos invadieron con la mayor diligencia la comarca de Pamplona, y a fuerza de arrojo se apoderaron del bien defendido castillo de Unza, dirigidos por su caudillo Lope García de Lazcano.
La confianza que en su lealtad depositaba el Monarca fué tan grande, y tal el aprecio que hacía de su intrepidez en todas las ocasiones de prueba, que al dar la batalla del Salado en 1340 ordenó a Don Pedro Nuñez de Guzmán, gefe de los guipuzcoanos, que siguiera siempre a la tropa de caballería encargada de la guardia de la Real Persona. A esta batalla sucedió, después de una corta interrupción, el prolijo y penoso cerco de Algeciras que duró diez y nueve meses contínuos, habiendo los guipuzcoanos prestado en él los más importantes servicios al mando de Don Beltrán Vélez de Guevara. Ellos fueron también los que conducían los bajeles surtidos de bastimentos para el ejército.
En el reinado de Don Pedro el único, señalado por las discordias intestinas que en él se promovieron, aprestó Guipúzcoa en sus puertos una gruesa armada que no cesó de hostilizar al Rey de Aragón en las costas de Valencia. Ni se mostró menos celosa y diligente cuando Don Enrique se hizo cargo del gobierno de Castilla pues, después de haber reforzado su armada con el objeto de sofocar los disturbios promovidos en Galicia a nombre del Rey de Portugal, armó y tripuló cuarenta buques de gran porte que se presentaron al mando del general Rui Díaz de Rojas delante de la Rochela, y habiendo saltado en tierra los guipuzcoanos desbarataron el campo inglés y volvieron victoriosos a su País dejando asegurada la posesión de la plaza a favor del Rey de Francia.
En 1349 los guipuzcoanos y vizcaínos, que a la sazón hacían la guerra por cuenta propia y sin auxilio de nadie, tomaron una represalia tan justa como sangrienta contra los ingleses que poseían la Guiena y sus plazas Bayona y Burdeos por haber quebrantado el tratado de treguas celebrado años antes. Heridos en su honor los vascongados, y decididos a aprovechar esta ocasión de recobrar su superioridad en aquella costa, armaron una escuadra y, saliendo al encuentro a la inglesa que conducía vinos y géneros de comercio a Gascuña, la detrozaron con gran mortandad y apresamiento de naves.
Aún duraba la guerra sobre el Ducado de Guiena entre franceses e ingleses cuando el Rey de Castilla pasó a Guipúzcoa en 1374 con gruesas tropas que aumentó con gente guipuzcoana. Entró en seguida en Francia y sitió a Bayona, y habiéndose visto en precisión de retirarse por no haber podido asistirle el Duque de Anjou, la Provincia le prestó servicios que S.A. apreció en gran manera, alojando con el mayor esmero a él y a su ejército y reforzándolo con gente escogida entre los naturales. Y como el Rey de Navarra estuviese confederado con los ingleses, penetró el Príncipe Don Juan en los estados del primero llevando una lucida y numerosas infantería y caballería de guipuzcoanos acaudillados por Rui Díaz de Rojas, y habiéndose apoderado de muchos pueblos y fortalezas, entre ellas las de Viana y castillo de Tiebas, obligó al Rey de Navarra a solicitar un tratado de paz, que se concluyó el año 1379.
En la guerra que Don Juan II movió a los moros en 1407 los guipuzcoanos cooperaron a sus triunfos bajo las órdenes del Infante Don Fernando, tío del Rey, habiéndose distinguido muy particularmente el cuerpo que al mando de Don Fernando Pérez de Ayala tomó parte en la conquista de la ciudad de Antequera el año de 1410.
En 1418 contribuyeron con su infatigable persecución contra los ingleses a que estos enviaran embajadores al Rey de Castilla proponiendo la cesación de la guerra.
En la que suscitó después de algunos años de quietud entre los Reyes de Aragón y Navarra no solamente conservaron los guipuzcoanos la integridad de su territorio sino que, apoderándose de los lugares de Arezo y Leiza en Navarra, los mantuvieron en la debida obediencia.
Con motivo del sitio que los franceses pusieron en 1450 a la plaza de Bayona, ocupada por los ingleses, la Provincia de Guipúzcoa, justamente alarmada por la aproximación de tropas, previno a todos sus naturales que estuvieran dispuestos para lo que pudiese ocurrir en servicio del Rey y en defensa propia, introduciendo además en la ciudad y plaza de Fuenterrabía una fuerza considerable. Diligencia que practicó también el año siguiente por haber entrado el Conde de Fox con algunas tropas en la Provincia de Labort a fín de reducirla a la obediencia del Rey de Francia.
Llegado el año 1474 principió el feliz reinado de los Reyes Católicos y, a pesar de la oposición del Rey de Portugal y de algunos señores y pueblos de Castilla, fueron aclamados Don Fernando y Doña Isabel por la Provincia de Guipúzcoa en su Junta Particular del campo de Basarte, celebrada en 2 de Enero de 1475 a presencia de los enviados de SS.AA. Y pareciendo poco a la Provincia esta muestra de lealtad, aumentó con más de dos mil naturales el ejército real acampado en las inmediaciones de la ciudad de Toro, donde se distinguieron mucho por su intrepidez, habiendo continuado sus servicios durante el dilatado cerco del castillo de Burgos hasta que se consiguió recobrarlo.
La unión de las Coronas de Castilla y Aragón no fué del agrado del Rey de Francia, y con la mira de secundar los proyectos del de Portugal envió en su auxilio el año de 1476 un ejército de 40.000 combatientes al mando de Amán, señor de Labrit. Creyendo estas fuerzas hallar desprevenida a la Provincia de Guipúzcoa la embistieron por la parte de Irún y se apoderaron de este pueblo indefenso, pero en los cincuenta días que permanecieron en él no se atrevieron a sitiar a Fuenterrabía, plaza que se hallaba defendida por un buen número de guipuzcoanos ansiosos de medir su valor con los franceses, cuya vanguardia tuvieron ocasión de desbaratar en una salida que hicieron, arrojándose de improviso sobre mil labortanos que andaban merodeando y cometiendo vejaciones por los alrededores de la plaza y haciendo 120 prisioneros con su gefe Purguet, después de matar a otros muchos.
Durante esta invasión sobrevinieron vicisitudes que animaron a los enemigos a formalizar por dos veces el sitio de Fuenterrabía, pero en ambas ocasiones tuvieron que desistir de su empeño al ver el arrojo y decisión de los sitiados, y se retiraron confusos después de incendiar algunos lugares. De este modo coadyuvaron los guipuzcoanos a los triunfos que los Reyes Católicos alcanzaron sobre los pueblos adictos al de Portugal, mientras los primeros conservaban la tierra conquistada y embarazaban el paso de los franceses a Castilla.
Escarmentada la Francia con los reveses que sus tropas sufrieron en esta campaña tuvo a buen partido ajustar treguas, restableciéndose en consecuencia el sosiego en la frontera por algunos años, pues si bien es cierto que un capitán francés intentó hostilizar la costa de Fuenterrabía haciendo desembarcar alguna gente que condujo en nueve bajeles, fué derrotado con gran pérdida en una salida que hicieron los guipuzcoanos y abandonando aquella costa pasó a la de Galicia. Casi al mismo tiempo se estaban armando en los puertos de Guipúzcoa treinta buques que, tripulados por naturales de la misma, no tardaron en darse a la vela con la mira de reducir, como en efecto redujeron, a la debida obediencia, combinando sus esfuerzos por mar y tierra a Vivero, Bayona del Miño, Pontevedra y otros pueblos de Galicia.
Alarmados los príncipes cristianos en 1480 con los progresos que hacía el turco se decidieron a repeler las agresiones de su común enemigo. El Rey Don Fernando el Católico, estimulado por los intereses de los Reyes de Nápoles, sus parientes cercanos, y por el grande riesgo que amenazaba a Sicilia, preparó una armada en que se contaban cincuenta navíos mayores, fuera de otros buques menores que armaron la Provincia de Guipúzcoa y el Señorío de Vizcaya, y aunque no llegaron a Nápoles hasta poco después que se rindió la plaza a Don Alonso, Duque de Calabria, sirvieron mucho aquellas fuerzas para asegurar las costas de Italia.
En el espacio de los diez años que duraron las operaciones de la conquista de Granada la Provincia de Guipúzcoa envió sucesivos e importantes refuerzos al ejército real. Y no se distinguió menos en la conquista y conservación del Reino de Nápoles en contienda con el de Francia. Algo de lo mucho y bien que sirvió Guipúzcoa a los señores Reyes Católicos en las apuradas ocasiones que se les ofrecieran hasta el año 1509 espresa la señora Reina Doña Juana en su Real Cédula y privilegio de encabezamiento perpetuo de alcabalas.
El cisma que suscitó a la iglesia Luis XII, Rey de Francia, a quien se adhirieron los Reyes de Navarra Don Juan de Labrit y su esposa Doña Catalina de Fox, obligó al Papa a privarles, por autoridad apostólica, del derecho de reinar, concediendo la investidura de Rey de Navarra a Don Fernando el Católico quien, en días muy contados y con un ejército poco considerable dirigido por el Duque de Alba, sometió aquel Reino a su obediencia obligando a Don Juan de Labrit y su esposa a retirarse a Francia.
Resentido por ello el Rey de Francia auxilió en 1512 a Don Juan de Labrit y Doña Catalina de Fox con 40.000 combatientes al mando de Francisco de Valois, Delfín de Francia. Y aunque la vecindad de tantas tropas ponía en grave conflicto a la Provincia de Guipúzcoa, hizo una leva de sus naturales, padre por hijo, para acudir a donde llamase la necesidad, proveyendo por de pronto sus plazas de gente esforzada y valiente. Entraron no obstante los enemigos quemando el pueblo de Irún, parte de Oyarzun, Rentería, Astigarraga y Hernani, y sitiaron a San Sebastián, guarnecida de dos mil guipuzcoanos resueltos a morir antes que entregar la plaza, que no tenía más defensa que un muro viejo y ruinoso. Batida vigorosamente sufrió varios asaltos pero, rechazados siempre los sitiadores, se vieron precisados a retirarse incendiando al verificarlo algunos pueblos y todas las caserías que a su aproximación a San Sebastián se habían librado de sus extorsiones. A pesar de lo bien ordenado de esta retirada la guarnición de Fuenterrabía, alcanzando a los franceses, los embistió por la retaguardia y mató un gran número de ellos, despojándolos además del botín que llevaban, según resulta más circunstanciadamente por la Real Cédula de privilegio perpetuo que posee la Provincia sobre la concesión de la propiedad de las escribanías de su distrito.
Unido el Delfín con Don Juan de Labrit marchó sobre Pamplona, donde estaba a la sazón el Duque de Alba, pero fué tal la decisión con que se defendió la plaza que, desmayados los franceses y noticiosos además de que el Duque de Nájera acudía al socorro de los sitiados, dispusieron inmediatamente su retirada.
En este tiempo el Rey Católico, que se hallaba en Logroño, manifestó a la Provincia su deseo de que hostilizase al enemigo a su salida del Reino. Y en consecuencia, habiéndose presentado más de 3.500 guipuzcoanos en la sierras de Belate y Leizondo, atacaron a la retaguardia francesa dispersándola completamente y apoderándose de su artillería, que entregaron al Duque de Alba en Pamplona para que pudiesen servir de defensa a la plaza las mismas armas que pocos días antes habían servido para batirla. Y a esta victoria hacen alusión las doce piezas de artillería que se ven colocadas en el cuartel alto del escudo de armas de la Provincia.
No por eso gozó ésta de mucha tranquilidad en los años sucesivos, constantemente amenazada por las tropas de Don Juan de Labrit que aspiraba a recobrar su perdido trono de Navarra, bien que, mostrándose siempre superior a los peligros, guarneció sus plazas y alistó, además de los 2.000 hombres que pidió el Rey de Navarra, otros quinientos sin perjuicio de prevenir, como lo tenía de costumbre, a todos los naturales que se hallasen preparados para cualquier evento.
Muerto el Rey Católico se apoderaron los enemigos de San Juan de Pie del Puerto, que les facilitaba su entrada en Navarra. Pero habiendo acudido la Provincia con 3.000 hombres bien armados, que se reunieron con otras tropas españolas, viéronse las francesas obligadas a abandonar la villa retirándose tierra adentro. Concluída esta espedición los guipuzcoanos se presentaron al Virrey de Navarra pidiéndole los emplease donde convinieran más al real servicio, después de haber dejado asegurada de toda hostilidad la frontera por medio de otras tropas.
Tan luego como se recibió la noticia del fallecimiento de Don Fernando el Católico, acaecido en 1516, la Provincia se apresuró a enviar sus diputados a Bruselas con el encargo de dar el pésame y prestar obediencia al Emperador Carlos V, que estimó muy particularmente esta demostración de lealtad por ser aquellos enviados los primeros en prestarle homenage.
Sobrevinieron en seguida las guerras civiles, llamadas de las Comunidades, y se rompió también otra exterior entre España y Francia motivada por la emulación del Rey Francisco I que, juntando un poderoso ejército, lo envió al mando de Mr. Esparroso. Estas fuerzas penetraron en Navarra, y no sólo se apoderaron en pocos días de este Reino sino que intentaron pasar a Castilla con el objeto de fomentar las disensiones de los comuneros, sitiando a este fín la ciudad de Logroño, a cuya defensa acudió el desposeído Virrey de Navarra, Duque de Nájera, y, reforzado su ejército con más de 3.500 guipuzcoanos que envió con toda presteza la Provincia, hizo levantar el sitio de Logroño. Esta fué la ocasión única en que por la premura de tiempo salieron de su País los guipuzcoanos sin Coronel propio. Pero, habiéndose juntado los capitanes en Santa María de Laguardia, eligieron por caudillo, en nombre de la Hermandad guipuzcoana, a Don Juan Manrique de Lara, primogénito del Duque de Nájera, y por maestre de campo a Juan Pérez de Ansiondo, vecino de Tolosa. Avistáronse los dos ejércitos en las inmediaciones de Noain y, embistiendo con el mayor ardor los guipuzcoanos que formaban la vanguardia, fué vencido el enemigo con crecida mortandad de su gente y prisión del General, resultando de tan favorable suceso la tranquilidad del Reino.
Este contratiempo exasperó el ánimo de Francisco I en tales términos que resolvió desahogar su cólera en la frontera de Guipúzcoa. Empezó por apoderarse de la plaza de Fuenterabía, no ciertamente por falta de su guarnición sino por la absoluta carencia de víveres; y, a pesar de las protestas que los sitiados hicieron a su gobernador Diego de Vera, juzgó éste al undécimo día que debían capitular para que no pereciese de hambre tanta gente esforzada. Poco fruto sacaron sin embargo los enemigos de la ocupación de la plaza en los dos años que permanecieron encerrados en ella pues siempre que intentaron alguna salida fueron batidos con gran mortandad, siendo el resultado de una de ellas la derrota completa de 600 hombres, con la muerte de dos gobernadores y el recobro del castillo de Behovia. Habiendo tratado de ocuparlo nuevamente el enemigo le salió al encuentro el día 30 de Junio de 1522 un cuerpo de dos mil guipuzcoanos que acometieron vigorosamente a otro de más de cinco mil alemanes y franceses, lo desbarató y derrotó matando y prendiendo a un número considerable.
A fines del año 1523 pareció conveniente recuperar la plaza de Fuenterrabía, y habiéndose formado un cuerpo de 12.000 infantes y 2.000 caballos, cuya dirección se encomendó al Condestable de Castilla, entró éste en Francia por Diciembre del mismo año y, pasando a Bearne, echó un puente de barcas sobre el río que baja por Bayona y logró la rendición de aquella plaza, en cuyo contorno se detuvo algunos días hasta que obligó al enemigo a emprender su retirada. En esta ocasión prestó la Provincia de Guipúzcoa servicios de suma importancia, pues además de haber asistido sus naturales, padre por hijo, a costa propia, proveyó al ejército de bueyes, carretas, caballerías y peones para conducir la artillería, bastimentos, bagages y el material necesario para la construcción del puente de barcas.
A su regreso formalizó el Condestable el sitio de Fuenterrabía en el año 1524, y aunque la plaza se hallaba muy prevenida para su defensa se entregó por persuasiones de Don Pedro de Navarra, que se encontraba dentro de ella resentido del escaso aprecio que sus servicios merecían al Rey de Francia, y porque también aspiraba a la gracia del Emperador para recobrar su patrimonio, según se lo ofrecía el Condestable, su pariente, y se efectuó después de la rendición. Para este sitio armó la Provincia de Guipúzcoa 2.000 hombres que combatieron a las órdenes de su Coronel Juan Ortiz de Gamboa, manteniendo, además, en la bahía de San Sebastián un buen número de embarcaciones mayores y menores con destino a proveer de bastimentos al ejército durante el cerco, y después de él hasta la vuelta de las tropas a Castilla.
Desde el año 1525 en que Juan de Urbieta, natural de la villa de Hernani, que servía a S.M. en la Compañía de Don Diego de Mendoza, hizo prisionero al Rey Francisco I de Francia en la batalla de Pavía, no ocurrió en bastante tiempo cosa digna de notarse.
En 1542 acometieron los franceses por varios puntos cayendo el Delfín con la mayor parte de sus fuerzas sobre los dos extremos del Pirineo. Y coligiendo la Provincia, por la naturaleza de las operaciones del ejército invasor, que iban a ser sitiadas las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián introdujo en una y otra la gente necesaria para su defensa, haciendo desistir de su proyecto al Delfín quien, variando de resolución, se dirigió a sitiar a Perpiñán e invadir el Condado de Rosellón. Tres mil hombres mandó Guipúzcoa en aquella misma época a las órdenes de su Coronel Don Felipe de Lazcano para la entrada que el Virrey de Navarra verificó en Labort. Socorro que, disuadiendo al Delfín de su propósito, le hizo conocer la conveniencia de retirar sus tropas del cerco de Perpiñán.
No fueron menos notables los auxilios que, tanto por mar como por tierra, prestó la Provincia de Guipúzcoa en las guerras que movió el mismo Delfín, ya Rey de Francia. Consta en documentos auténticos que los naturales de Guipúzcoa apresaron en sólo cinco años más de mil buques franceses con embarcaciones propias construídas y armadas a su costa, abriéndose paso por todos los puertos y rías de la parte occidental de aquel Reino, con el resultado de franquear a los españoles varias vías de comercio, infundiendo un gran terror al enemigo.
En la entrada que por la frontera de Guipúzcoa y por la de Navarra mandó hacer en Francia la Reina Gobernadora Doña Juana de Austria en 1558, con el objeto de incendiar el pueblo de San Juan de Luz y destruir su puerto, concurrieron los guipuzcoanos en número de 3.500 hombres, además de los bajeles que formaban parte de la espedición. Y el mismo año verificó la Provincia una leva general, guarneciendo sus plazas con la fuerza necesaria, con motivo de haberse aproximado a la frontera muchas tropas francesas que por de pronto se abstuvieron de pasar adelante al ver tales preparativos. Pero habiéndose repetido al año siguiente iguales demostraciones de hostilidad por parte del ejército francés, fué preciso que la Provincia volviese a guarnecer la plaza de Fuenterrabía a instancias del Capitán General Don Diego de Carvajal.
Al mismo tiempo mantenía la Provincia en los Estados de Flandes más de 600 hombres con Don Luis de Carvajal, General de la Armada, y a ellos se atribuyó una buena parte de la victoria alcanzada en la batalla de Gravelingas por la decisión y arrojo con que en ella pelearon.
Cuando el calvinismo penetró en Francia el Rey de España, declarándose su irreconciliable enemigo, se decidió a proteger por la parte de Flandes la causa de la fé católica y, en odio a su piadoso propósito, intentaron los sectarios de Calvino invadir a Guipúzcoa. Ningún éxito tuvo empero esta tentativa, que quedó completamente frustrada por lo bien prevenida que se hallaba la Provincia para rechazar a los invasores. Lo propio sucedió en 1579 a pesar de haberse acercado a la frontera muchas tropas de infantería y caballería de las Provincias francesas de Bearne y Gascuña, las cuales, noticiosas de la leva general acordada en Guipúzcoa, se retiraron sin atreverse a emprender acción alguna.
No fué más afortunado el Conde de Agramont en el empeño que formó de sorprender Fuenterrabía el año de 1596, pues aunque llegó a la frontera pertrechado de máquinas y con fuerzas numerosas que sacó de la comarca, sin esceptuar el hospital de Santiago, orillas del Bidasoa, no tuvo por conveniente detenerse en aquel punto y desistió de su idea con la llegada de 3.000 hombres de las Compañías de Tolosa, Hernani, Rentería y Oyarzun que vinieron oportunamente al socorro de la plaza.
Gozaba de completa paz la Monarquía española en el reinado de Don Felipe III cuando se ajustaron los matrimonios de su sucesor Don Felipe IV y Luis XIII de Francia con las Infantas Doña Isabel de Borbón y Doña Ana de Austria. Y esto se verificó el año 1612. Se difirieron las entregas hasta el de 1615 por la oposición que este doble enlace encontró de parte del Príncipe de Condé y otros poderosos, habiendo llegado tan adelante su audacia que proyectaron impedir el paso al Rey Cristianísimo en las riberas del Loira haciendo saltar los puentes. En esta ocasión encargó Felipe III a la Provincia que dispusiese a todos sus naturales para cualquier accidente que pudiera sobrevenir en el acto de la entrega de las Personas Reales en el Bidasoa, y respondiendo puntualmente a esta excitación puso la Provincia en la frontera sobre 6.000 guipuzcoanos bien armados, fuera de otras Compañías que estaban empleadas en la guardia de los Príncipes, por manera que los malcontentos tuvieron que abandonar su temeraria empresa. Fué Don Alonso de Idiáquez, Duque de Ciudad-Real, Virrey y Capitán General de Navarra, quien, instruído de las intenciones de la Provincia en la Junta de Villarreal, se encargó del mando de toda esta gente, armada y sostenida a expensas de Guipúzcoa.
Receloso Felipe IV de un rompimiento con la Francia, el año 1625 previno a la misma Provincia que aproximase a la frontera sus Tercios, y así lo verificó enviándolos a las órdenes de Martín de Aróstegui en número de mas de 4.000, que se mantuvieron en Irún desde el 28 de Noviembre hasta el 16 de Enero del siguiente año, fecha en la que se retiraron por mandato de S.M. En 1632 fué nuevamente invitada la Provincia a que aportase 2.500 hombres con destino a Fuenterrabía, sin perjuicio de tener a todos los demás naturales útiles prontos para el primer aviso. En consecuencia, se hizo también una leva general, padre por hijo, y para atender mejor a la buena defensa de la plaza se situó hacia los muros un cuerpo de guardia considerable a cargo de Don Miguel de San Millán, uno de los Sargentos Mayores.
Declarada la guerra en 1635, las armas españolas invadieron la Francia el año siguiente y con ellas marcharon 4.000 guipuzcoanos al mando de Don Miguel Sarmiento, su Coronel. Los que iban por la parte de Irún ocuparon a Endaya, Urruña y otros pueblos y, reunidos con los que entraron por la frontera de Navarra, se apoderaron de toda la tierra de Labort hasta Bayona. Y no sólo cooperó Guipúzcoa para esta espedición con la espresada fuerza sino que facilitó, además, un número considerable de bueyes y caballerías para provisiones y bagages, manteniendo también más de 600 naturales por espacio de un año en Zocoa, Ciburu y San Juan de Luz, puntos que pareció conveniente fortificar.
Vivamente resentido el Rey Cristianísimo, a resultas de esta acometida, encomendó la empresa de ocupar la Provincia de Guipúzcoa y la Navarra al Príncipe de Condé quien, puesto a la cabeza de un ejército de 20.000 infantes y la correspondiente caballería, invadió el territorio de la primera apareciendo al mismo tiempo en su costa una armada francesa de cincuenta bajeles. Sitiada Fuenterrabía en 1638 se defendió valerosamente por espacio de sesenta y nueve días de continuos ataques, sostenidos por un terrible fuego de artillería, sin que hubiera bastado a quebrantar la entereza de los defensores de la plaza ni las minas practicadas por el enemigo ni la ruina de las murallas ni los más violentos asaltos. Dos de ellos se dieron por brechas practicables y fueron generales y sangrientos, pero superior también a toda ponderación el denuedo de los sitiados que los rechazaron heroicamente. Las dos terceras partes de la guarnición se componían de guipuzcoanos, vecinos de la misma ciudad, y de las Compañías de Tolosa y Azpeitia. Auxiliados por las mugeres y los muchachos en la curación de los heridos y otras faenas concernientes a la mejor defensa de la plaza la conservaron impávidos bajo las órdenes del gobernador Eguía y del Alcalde Don Diego Butrón hasta que, llegando el ejército real al mando del Almirante Vélez Torrecusa y otros grandes, fueron enteramente derrotados los franceses, quedando en su mayor parte muertos o prisioneros y libre la plaza de sus ataques y asechanzas. Tal fué el regocijo que en Madrid causó la noticia de este gran suceso que, conmovido, el pueblo corrió a palacio con espadín desenvainado y dió la enhorabuena al Rey, quien concedió besamanos general y pasó el día siguiente a caballo a dar gracias a Muestra Señora de Atocha con un lucido acompañamiento de grandes y autoridades, habiendo también dispensado gracias de patronato y otras singulares mercedes a Fuenterrabía y sus vecinos, y concedídola los títulos de muy noble, muy leal y muy valerosa ciudad, dictados que ha sabido acrecentar posteriormente con el de siempre fiel, todos ellos bien merecidos en premio de sus heroicas hazañas.
Con la muerte de Felipe IV empezó a inquietarse el Rey de Francia a pretesto de corresponder a la Reina, su esposa, el Ducado de Brabante. Siguióse a aquella inquietud la oposición de la España y, por fín, estalló la guerra entre ambas Naciones. Hallándose a la sazón desprevenida la ciudad de Fuenterrabía fácilmente la hubieran sorprendido por la puerta de San Nicolás si las Compañías de Oyarzun, Rentería, Hernani, Astigarraga, Urnieta y Andoain no hubiesen acudido oportunamente, introduciéndose parte de las tres primeras en la plaza y situándose las demás, con la Compañía de Irún, en el puente de Mandelo. De esta manera lograron conservar la plaza por más de un mes hasta que el Virrey de Navarra envió más gente.
Siete años después el Mariscal D'Albert juntó algunas tropas con el ánimo de invadir la frontera. Pero habiendo tomado la Provincia de Guipúzcoa todas las disposiciones necesarias, tanto por mar como por tierra, para repeler al enemigo, logró conjurar la tormenta que amagaba imposibilitando la proyectada invasión.
El año 1681 volvió el Rey de Francia a amenazar por mar y por tierra a Fuenterrabía situando en los lugares rayanos más de 7.500 infantes y 800 caballos a cargo del Marqués de Boufles quien, con la agregación de varios cuerpos de milicias, completó un ejército de 16.000 hombres. Las autoridades de Guipúzcoa dieron como siempre la voz de alarma ordenando a todos los naturales que estuvieran prontos con armas y municiones para el primer aviso de la Diputación a Guerra y nombrando Coronel de las fuerzas guipuzcoanas al Maestre de Campo Don Domingo de Isasi, caballero de mucha experiencia y discreción. Las poblaciones todas respondieron con su acostumbrada docilidad a este llamamiento reuniendo bastimentos, cuidando de su oportuno transporte y ejercitándose en el manejo de las armas sin reparar en gastos, con lo que se desvaneció todo el aparato del ejército francés retirándose éste tierra adentro.
Ya anteriormente, en 1631, había enviado la Provincia a costa propia 400 hombres a las órdenes del señor Infante Cardenal, y desde el año 1649 al de 1658 sirvió con 1.240 hombres distribuídos en catorce Compañías que transportó a expensas suyas hasta Fraga, Tortosa, Lérida y otros puntos para reforzar el ejército en Cataluña. Desde 1661 a 1680 mantuvo 1.120 hombres en diez y nueve Compañías destinadas a las dos galeras capitanas reales de las Escuadras que mandaba el ilustre Don Miguel de Oquendo, hijo y digno sucesor del célebre Don Antonio de Oquendo, y Don Juan Roco de Castilla, y a los dos navíos de asiento de Don Pedro de Agüero, que salieron de los puertos de Guipúzcoa.
La misma Provincia contribuyó en 1703 con un Tercio de hombres naturales suyos para la defensa de las invadidas costas de Andalucía, nombrando por Maestre de Campo a Don Tomás de Idiáquez Ipeñarrieta, sugeto dotado de grandes prendas militares y distinguido mérito, y por Sargento Mayor a Don Francisco José de Emparán. Por este servicio y por los 2.000 doblones que Guipúzcoa aportó para el vestuario y manutención de dicha fuerza S.M. manifestó a la Provincia su especial gratitud, dignándose también confirmar sus antiguos Fueros, buenos usos y costumbres.
Los sacrificios que hizo Guipúzcoa en los años 1718 y 1719 y el amor reverente que acreditó a su Rey en la repentina entrada de un grueso ejército francés al mando del Mariscal Duque de Berwik, oponiéndole con repetidos triunfos cerca de 5.000 hombres, todos guipuzcoanos, y sobrellevando con la mayor constancia y sin ningún auxilio las vejaciones y angustias de tan inesperada irrupción, movieron a Felipe V a escribir a la Provincia desde el campo real de Alcain su carta de 24 de Julio de 1719 en que se da una idea justa del singular valor e intrepidez de los guipuzcoanos, altamente preconizados por los mismos enemigos que los mantuvieron en las más honrosas capitulaciones y en la posesión íntegra de sus Fueros y libertades.
Nada diré de las glorias adquiridas por la ilustre Compañía de Caracas, fundada en 1728 bajo los más sabios reglamentos, por ser notorios los servicios que prestó a la Corona y a toda la Nación poblando la Provincia de Venezuela y defendiendo en 1743 los puertos de Guaira y Puerto-Cabello contra una Escuadra de diez y nueve buques ingleses que se vió precisada a abandonar sus bloqueos por la obstinada resistencia del Mariscal de Campo, y después Teniente General, Don Gabriel José de Zuloaga, Conde de la Torre-alta, y del gefe de Escuadra Don José de Iturrieta, valerosos y esforzados hijos de Guipúzcoa.
En nuestros mismos días se ha distinguido la Provincia en todas las ocasiones en que se ha visto amenazada la frontera, y tanto en la guerra de 1793 con la Francia, como en la de la independencia española, se ha conducido con la heroica bizarría que acostumbra constantemente.
Nadie se ha atrevido ni podía con justicia atreverse a negar a la Provincia de Guipúzcoa el mérito eminente que con estos servicios y otros de no escasa importancia ha contribuído desde su voluntaria incorporación a la Corona de Castilla. Pero si alguno intentase disputárselo, existen en sus archivos cédulas y cartas de gracias que dan testimonio de las expresivas manifestaciones con que cada Monarca ha demostrado en su tiempo la satisfacción y gratitud que le inspiraban el valor y la lealtad de sus naturales, reconociendo y declarando que las exenciones consignadas en sus Fueros, al paso que son base de su fuerza y robustez, lo son también de sus virtudes patrióticas y de su acendrado amor a los Reyes y a la Nación a la que pertenecen. Lícito debe ser a los pueblos formar vanidad de la gloria que han sabido adquirirse a costa de tan heroicos sacrificios, y las Provincias Vascongadas podrán presentar los suyos con orgullo al examen de los que se sientan menos inclinados a hacerles la justicia que merecen.
SECCION CUARTA
Causas preparatorias de la guerra civil sobre sucesión principiada en 1833. -Influencia de los Fueros en el fomento y el desarrollo de esta discordia intestina. -Historia de la empresa de Paz y Fueros concebida y sostenida por Don José Antonio de Muñagorri, natural de Guipúzcoa. -Terminación de la guerra civil de las Provincias Vascongadas y Navarra por el convenio de Vergara.
Existían en España en tiempo de la prolongada agonía que precedió a la muerte del Rey Don Fernando VII muchos elementos de trastorno, prontos a desencadenarse en la primera ocasión oportuna. En su seno hervían diferentes partidos, asaz enconados por las reacciones y continua agitación a que estuvo entregada la Monarquía desde que terminó la guerra de la independencia, y apenas había una persona tal cual reflexiva que no se apercibiese de que bajo sus pies fermentaba un volcán próximo a estallar. La inquietud era general en las Provincias por el común peligro de ver alterada la tranquilidad pública en el momento menos pensado, pero en las Vascongadas uníase a esta ansiedad general el recelo instintivo de que en el desarrollo de tan discordes elementos podían peligrar sus instituciones, que más de una vez sufrieron amagos capaces de justificar cualquier temor. La idea del restablecimiento probable del gobierno representativo no podía ser la última que en aquellas circunstancias ocurriese, porque en la necesidad de optar entre un sistema de reformas y otro diametralmente opuesto era indudable que, así como éste buscaría su apoyo en el partido llamado apostólico, se afianzaría aquel en el liberal. Y a frustrar las consecuencias e esta temida fusión de los liberales con el gobierno de la Reina Doña María Cristina se dirigieron todos los esfuerzos del partido absolutista.
La reacción política de 1823 fué contenida en España, muy a pesar de este partido que había triunfado con el auxilio de una intervención extrangera [y] de las doctrinas liberales que dominaron durante el trienio constitucional.
Resentido, además, al ver que el gobierno de la Restauración no correspondía a las ideas de comprensión que concibió aquel partido desde el primer momento de la victoria, y alarmado en especial al apercibirse de que, pasada la primera efervescencia de las pasiones, recaía el gobierno municipal de los pueblos en sus adversarios, imaginó sustituir al Monarca reinante un Rey de sus principios y acomodado a sus miras y proyectos ulteriores.
La falta de sucesión directa presentaba la idea con todos los caracteres de la probabilidad, pero preciso era que se llenase el número de años que la Providencia tenía señalados a la vida de Fernando VII, y la impaciencia del partido absolutista se avenía mal con esta dilación.
Firme en su propósito, quiso anticipar los sucesos a los decretos del cielos y suscitó, aunque sin resultado, la rebelión en Castilla y Cataluña, en cuyos dos puntos quedaron vencidas las fracciones de 1825 y 1827 después de haber tomado un gran desarrollo por el número de seducidos, bien que, quedando también al descubierto el secreto de que su mal desplegada bandera, llamada de los agraviados, nada menos se proponía que derribar del trono a un Rey legítimamente constituído para colocar en él a su hermano Don Carlos.
El mal éxito de sus primeras empresas le hizo más cauto por algún tiempo, y sin desistir de su plan tascó en silencio el freno que le impuso la mano firme del Gobierno. Pero el cuarto matrimonio de Fernando VII con Doña María Cristina de Borbón, el nacimiento de sus dos hijas, la solemne publicación de la ley pragmática de 1789, la jura de la Princesa Isabel en calidad de inmediata sucesora de la Corona, y el testamento regio que atribuía la regencia a la Reina madre, dieron un nuevo impulso al movimiento revolucionario que tanto más violento se mostró cuanto más fuertemente estuvo comprimido.
La señal de la explosión fué la muerte del Rey, a cuya primera noticia estalló la insurrección en Bilbao, cundió por todo el Señorío de Vizcaya con la rapidez de la chispa eléctrica, se comunicó a la Provincia de Álava, inflamó Navarra y se enseñoreó de Guipúzcoa por la absoluta falta de tropas para contenerla.
Esta última Provincia era acaso la menos dispuesta en todo el Reino para dar acogida en su seno a la guerra civil, pues no sólo sus autoridades forales, sino hasta las personas particulares de algún influjo, habían denunciado con mucha anticipación al Gobierno los síntomas que anunciaban su aproximación, como que poco tiempo antes había sofocado Guipúzcoa por sí sola el levantamiento de Lausagarreta. Pero el Gobierno no dió importancia a sus avisos dejando abandonados los puntos más importantes.
He aquí reasumidos en pocas palabras el origen y los motivos de la guerra civil de 1833, que si estalló en las Provincias Vascongadas y Navarra antes que en otras fué porque estas proporcionaban, por la fragosidad de su terreno, inmensas ventajas para que, una vez concentrada entre sus breñas, sirviese de foco permanente para generalizarla por grados en el resto de la Península.
La situación topográfica de las Provincias del Norte de España, unida al abandono en que se hallaban de parte del Gobierno, decidió la elección del campo en que debía empeñarse la lucha de los principios políticos que dividían a Europa, con pretesto de una cuestión dinástica. Y sólo en este concepto podría decirse que en su origen no hubo para la guerra civil motivo que tuviese relación con el amor que los naturales profesan a los Fueros, buenos usos y costumbres, cuya observancia constituye su felicidad y ventura de tiempo inmemorial.
Con Fueros o sin ellos hubiera sido inevitable en aquellas circunstancias la calamidad de la guerra civil, pero al reconocerse esta verdad no puede admitirse la conclusión de los que sostienen que los Fueros no tuvieron ningún influjo para el alzamiento de las Provincias Vascongadas ni para el incremento de ellas en la guerra civil, ni para darla el temible y obstinado carácter que llegó a adquirir a los dos años de su explosión.
De muy leve peso sería en esta cuestión el dictamen contrario, que desde luego manifiesto, si no pudiese fundarlo en documentos que tengo a la vista y en graves razones que procuraré esplanar.
Aunque fuese cierto que en ninguna de las proclamas de los personages que se pusieron al frente de la insurrección se invocaron los Fueros para excitar a la guerra a los naturales de estas Provincias, este supuesto silencio tendría una explicación muy sencilla y natural. Nadie invoca por causa de una insurrección aquello mismo que sin la menor oposición goza de presente, y hubiera sido el colmo de la extravagancia dar por pretesto del alzamiento unos Fueros que todavía estaban enteramente ilesos.
El lenguage que emplean los autores o promovedores de una guerra civil corresponde siempre al interés general predominante en la lucha provocada, no al que es relativo al diverso régimen de administración y gobierno de cada Provincia. Si no procediesen de este modo, lejos de crear una opinión uniforme y compacta, cual se requiere en las guerras de principios, sólo formarían opiniones aisladas, debilitadas entre sí por intereses encontrados y opuestos a la unidad de acción que es necesaria para conducir a todos a un fín común.
El odio a las reformas que contrarian a las clases privilegiadas fué la base de aquellas proclamas que presentaban a los ojos del pueblo, como otras tantas innovaciones disolventes de la sociedad y destructoras de la religión, todas las mejoras que preparaba el Gobierno de la regencia de Cristina, al que calificaban de usurpador y de impío, al paso que preconizan de legítimo y religioso el de su pretendido Rey para fascinar a las masas a inspirarlas el fanatismo propio de una guerra sagrada en la que, vencedores, asegurarían la felicidad más completa en la tierra, y, vencidos, obtendrían en el cielo la palma del martirio y con ella la bienaventuranza eterna.
De nada sirven los argumentos negativos que se fundan en el silencio de algunas proclamas, comparándolos con los himnos militares, con las actas de la Diputación a Guerra y con las manifestaciones que le mismo Pretendiente hizo en aquella época contestando a las reclamaciones de las autoridades provinciales. Los estrechos límites de esta obrita no permiten insertar literalmente estos documentos que caracterizan la índole y el objeto de aquella insurrección. Pero no puedo prescindir de hacer el mérito que sea indispensable para que todo hombre de buena fé se convenza de que los Fueros figuraban en las Provincias Vascongadas como uno de los principales elementos de la guerra civil.
No es fácil consultar en el día todas las proclamas que vieron la luz pública en los primeros momentos del alzamiento, pero la mayor parte de la Provincia de Guipúzcoa oyó y aprendió de memoria el himno de una marcha militar que la música de los primeros batallones vizcaínos tocaba a su entrada en las poblaciones que recorrió desde el último tercio del mes de Octubre de 1833, alternando con la tropa que cantaba el siguiente:
CORO
Marchad, marchad, vizcaínos,
Marchad la frente altiva
Y a la inmarchita oliva
Unid verde laurel;
Juremos ante el signo
Del lábaro guerrero,
Morir por nuestro Fuero
Por Carlos y la fé.
Quien reflexione con imparcialidad acerca del espíritu que encierra la presente estrofa apenas podrá dudar que eran tres los objetos que se hacía estudio en presentar de bulto como más propios para conmover los ánimos y concitar enérgicamente las pasiones. La religión, la sucesión transversal de la dinastía de los Borbones, y la conservación de los Fueros del País.
Para confundir a los que sostienen que las Provincias Vascongadas miraban con indiferencia los Fueros, puesto que ni tuvieron Diputaciones nombradas con arreglo a sus costumbres ni celebraron Juntas Generales, al paso que toleraban las aduanas, una de las instituciones más odiadas del País, bastaría demostrar, como es fácil, que muy frecuentemente se reclamó la convocación y reunión de las Juntas Generales cuyo primer acto debía ser el nombramiento de una Diputación arreglada a Fuero y costumbre. Pero nadie extrañará que se eludiesen aquellas reclamaciones y que en cierta manera se aquietase la Provincia al reflexionar que para un estado de guerra permanente no podía convenir en las Provincias otro gobierno que el puramente militar y excepcional, pues para sostenerla era indispensable prescindir de las exenciones forales de quintas, contribuciones y aduanas.
Ni es nueva esta suspensión forzosa del régimen foral, sino que ha sido tolerada durante la guerra de independencia, y en todas las circunstancias difíciles se han resignado los pueblos vascongados a sufrir la temporal privación de los beneficios y goces de sus instituciones, como que, aspirando a conseguir el principal fín que se proponían en la guerra, toleraban por un instinto de propia conservación la interrupción de las garantías que sólo pueden tener cumplido efecto en tiempos normales.
Por otra parte, no hay mas que leer las actas de la Diputación a Guerra de Guipúzcoa de 18 y 19 de Octubre y 1º de Noviembre de 1833 para persuadirse de que los acuerdos de esta corporación provincial estaban en perfecta armonía con los gritos entusiastas de las masas armadas que invocaban el Fuero, a Carlos y a la fé, siendo sobre todas muy notable la proclama que la misma autoridad carlista publicó en 7 de Diciembre inmediato, inflamando las pasiones de los guipuzcoanos para que opusieran una resistencia desesperada en la guerra emprendida. He aquí el motivo de la publicación de esta proclama. Una autoridad militar legítima de Guipúzcoa informaba al Gobierno de la Reina del estado de la guerra civil, decadente en aquella época, y hablando de las causas que influían en ella se revelaba como una de las más decisivas la profunda afección de sus naturales hacia sus peculiares instituciones, concluyendo por manifestar su opinión de que podría obtenerse la sumisión de los sublevados utilizando aquel amor a los Fueros.
Pero por una fatalidad que apenas se concibe, al proponer dicha autoridad la confirmación de los Fueros, como medio seguro de alcanzar la paz, hubo de añadirse alguna frase con tendencia a dar a esta idea un carácter transitorio e interino mientras que pudiesen nivelarse estas Provincias con las restantes de la Monarquía. Este despacho fué interceptado y vino a manos de la Diputación a guerra, a quien fué fácil convertirlo en tea incendiaria haciendo ver a las masas armadas que las autoridades de la Reina pensaban en la abolición de las instituciones forales, y que aún en el caso de ser respetadas temporalmente abrigaban la intención de destruirlas tan pronto como se sofocase el entusiasmo de los vascongados por Don Carlos.
Es preciso saber cuán exquisita es la sensibilidad de los vascos y los navarros para imaginarse el grado de exaltación que se apoderaría de sus ánimos con la revelación del contenido de aquel malhadado despacho que hería a un mismo tiempo su amor a los Fueros y su pundonor.
Pocos meses después la parte de Guipúzcoa que se mantenía adicta al Gobierno legítimo se reunió en Junta General en la villa de Tolosa con asistencia de un Corregidor nombrado por S.M., y tratándose en aquel Congreso de la jura del Estatuto Real se dieron algunas explicaciones referentes a su natural y fácil coexistencia con los Fueros, sin mengua ni desmembración de las originarias libertades y exenciones del País Vascongado, pero combatidas como si fuesen restricciones que desvirtuaban aquel juramento mandó el Gobierno aceptar lisa y llanamente el Estatuto Real.
Esta decisión renovó la memoria del despacho interceptado y ambos sucesos hicieron presentir que se miraba por los renovadores el régimen foral como incompatible con el sistema representativo. Entonces fué cuando la guerra civil adquirió tan impetuoso desarrollo que al año preciso de las Juntas Generales de Tolosa ya dominaban los carlistas exclusivamente las tres Provincias Vascongadas y Navarra sin que los defensores de la causa de Isabel II poseyesen más que las cuatro capitales, circunscritas al interior de sus muros, el fuerte de San Antón de Guetaria y el de Behovia.
En tan apurado y grave conflicto se fijó la atención general en dos verdades igualmente irrecusables: primera, que los Fueros entraban por mucho en la guerra civil de las Provincias Vascongadas y Navarra; segunda, que esta guerra sería poco menos que interminable por los medios que hasta entonces se habían empleado para sofocarla. Y por resultado de estas convicciones tomaron las ideas nuevo giro, dividiéndose las opiniones entre la necesidad de una intervención o cooperación extrangera y la mayor ventaja de una transación puramente española y, como tal, menos depresiva de nuestra independencia.
Mientras el Gobierno de la Reina examinaba estas cuestiones, sin acabarlas de resolver, continuaba la guerra con un encarnizamiento cada vez más terrible hasta que el Conde de Luchana, hoy Duque de la Victoria, después de haber hecho levantar el último sitio de Bilbao se dispuso a penetrar en el interior de Guipúzcoa al frente de un ejército considerable reunido en San Sebastián, y publicó el 19 de Mayo de 1837 una proclama en que ofrecía a las Provincias Vascongadas y Navarra la conservación de sus Fueros. La Diputación foral de Guipúzcoa, secundando las miras de aquel General, dirigió también su voz a los pueblos en el mismo sentido, pero inútilmente, y el poco efecto que causaron estos ofrecimientos ha sido el fundamento de los que siempre han negado la influencia de los Fueros en la guerra civil.
Sin embargo, aunque la resistencia de los carlistas no fué menos tenaz después de las proclamas del Conde de Luchana, esta tenacidad no prueba otra cosa sino que los vascongados tenían poca fé en los ofrecimientos que se les dirigían porque no podían menos de acordarse de la significación del despacho interceptado en Diciembre del año 1833 y del mandato de jurar lisa y llanamente el Estatuto Real, a pesar de las explicaciones propuestas en las Juntas Generales de la villa de Tolosa el año de 1834.
«Yo os aseguro, decía el General, que estos Fueros que habéis temido perder os serán conservados y que jamás se ha pensado en despojaros de ellos».
No es posible manifestar en términos más claros que, en concepto del General en gefe, el temor de perder los Fueros era una de las causas más principales de la guerra civil y que la seguridad de conservarlos sería un medio de restablecer la paz en las Provincias Vascongadas y Navarra.
Pero es preciso no perder de vista que los ofrecimientos del General en gefe, además de no ser bastante poderosos para desvanecer los recelos que se habían arraigado ya en el ánimo de los habitantes por resultado de los dos accidentes de que se ha hecho mérito anteriormente, sufrieron la más viva contradicción de parte de un periódico de la Corte que a la sazón gozaba de una grande aceptación en el partido político dominante, llegando a tal extremo su empeño de desmentir las palabras de conciliación dirigidas por el General en gefe y la Diputación foral de Guipúzcoa que sostuvo que aquel caudillo no ofrecía ni podía ofrecer en nombre del Gobierno a las Provincias exentas otros Fueros que el régimen, las instituciones y las leyes que eran comunes al resto de la Monarquía.
Llevó aún más lejos su odiosa e inoportuna interpretación manifestando que los habitantes de las Provincias insurreccionadas podían temer la pérdida de sus Fueros en castigo de su rebelión, como sucedió a los catalanes y aragoneses en las épocas de otras discordias civiles, y que el General en gefe les aseguraba que en lugar del régimen excepcional a que fueron sometidos aquellos los vascongados y navarros lo serían al régimen de instituciones comunes a todo el Reino. Corrió aquel artículo sin que el Gobierno cuidase de impugnarlo, ni tratase de vindicar el honor y la veracidad del General en gefe, altamente comprometidos por tan osada desmentida, y aunque el autor mismo de esta obrita publicó un folleto impreso en San Sebastián refutando con fundadas razones los paralogismos de que abundaba el artículo impugnado, su débil y desautorizada voz no fué bastante poderosa para reparar el mal efecto que causó la oposición de aquel diario.
El resultado inevitable del desaire que recibieron en aquella ocasión tan importante las palabras conciliadoras del General en gefe, principalmente al ver el silencio del Gobierno que parecía confirmar los conceptos erróneos del periodista, debía necesariamente ser tanto más perjudicial al objeto de la pacificación cuanto más consiguiente era que el desengaño excitase en los vascongados y navarros la idea de habérseles querido atraer a la sumisión con falsas seguridades y frases engañosas de doble sentido, como era lógico deducir del descubierto en que se dejaba al caudillo militar que aseguraba en su alocución ser el órgano de las buenas disposiciones del Gobierno.
De todas maneras, nunca estuvieron más en boga las ideas de intervención extrangera y de transacción nacional que en la época que acabo de citar, pero se presentaban con tantas variantes como partidos políticos existían en España, y siendo por sola esta razón irrealizables todos los planes, por estar acomodados a la diversidad de los intereses parciales que los inspiraban, no era fácil combinar uno que conciliase los intereses generales de la Nación.
Era necesario que ocurriese un pensamiento que, dejando ilesos el honor y la dignidad nacional, chocase lo menos posible con las preocupaciones y susceptibilidades que más que nunca dominan en tiempo de trastornos políticos. Ni bastaba que un pensamiento de esta especie ocurriese a un hombre común, porque es bien cierto que no todos los que son aptos para concebir una idea lo son igualmente para ponerla en planta y llevarla a ejecución. El genio creador ha de estar unido al temple de alma y al prestigio de la persona que lo posee, pues su reputación es una garantía del buen desempeño de las empresas que tome a su cargo. Sus antecedentes deben ponerle a cubierto de la nota de una ambición interesada en su engrandecimiento particular de ser idóneo para reunir las voluntades y de tener una firmeza de carácter capaz de resistir a toda especie de exigencias extrañas. Hombres que estén dotados de todas estas cualidades son, por desgracia, bastante raros y difíciles de hallar, pero tenía algunas de ellas Don José Antonio de Muñagorri, y este guipuzcoano, amante de su Patria, fué el primero que concibió la idea de pacificar el País con el aliciente de la conservación de los Fueros.
Veía Muñagorri que los habitantes de la Provincia, dominados por los fautores de la insurrección, sufrían todo el peso de la guerra por las enormes contribuciones que se les exigían bajo diferentes denominaciones, por las contínuas levas que segaban su más florida juventud, y por el violento estado de opresión en que los mantenía una policía siempre recelosa, y se persuadió de que el contraste que formaba su situación presente, comparada con su pasada felicidad, les infundiría bastante corage para romper el yugo a que el terror y el hábito de ciega obediencia a las autoridades les había sometido desde un principio.
En semejante estado, la idea de atraerlos al partido de la Reina con el estímulo del goce efectivo de los Fueros y de las dulzuras de la paz era una concepción grande y fecunda, a la par que natural, y se decidió Muñagorri a adoptarla de acuerdo con el Gobierno de S.M., a quien se presentó por primera vez en 18 de Febrero de 1835 y esplicó a los Ministros de Estado y de Guerra su plan y los medios con que contaba para llevarlo a ejecución, haciéndolos presente que para conseguir la pacificación de las Provincias Vascongadas y Navarra era necesario servirse del ascendiente irresistible que ejercen en ellas los Fueros, buenos usos y costumbres con los cuales han sido regidas de tiempo inmemorial.
En efecto, la causa del Pretendiente no tenía para con las masas valor ni importancia sino en cuanto estaba sostenida por la idea general de que perecían los Fueros con el triunfo del Gobierno representativo y se salvaban con el absoluto de Don Carlos. Preciso era, pues, convencer a los habitantes de las Provincias de que era infundado aquel recelo, y asegurarles la conservación de sus instituciones.
Las vicisitudes de una lucha tan mortífera habían mermado en gran manera el número de los que servían voluntariamente en las filas de Don Carlos, componiéndose en aquella época la mayoría de los armados del producto de levas forzadas que tan profunda aversión han inspirado siempre a los vascongados y navarros. Para hacerles abandonar con gusto sus filas no faltaba más que proporcionarles medios de subsistencia en asilos seguros. Había muchos en el ejército carlista que, persuadidos de no poder retroceder ya de sus compromisos, se creían precisados a seguir su suerte hasta el último extremo. Se habían empeñado otros en la lucha en el equivocado concepto de que la universalidad de la Nación la sostendría y que, desengañados de este error, sólo deseaban que se les pusiera en estado de retirarse del abismo que veían abierto a sus pies. Atrayendo a unos y otros con la intervención de sugetos que influyesen en sus ánimos, ofreciéndoles trabajos en puntos seguros, se lograba debilitar la fuerza carlista.
Al propio tiempo, los sugetos encargados de intervenir en este sentido no deberían tener ningún carácter público y convenía, por el contrario, que obrasen con entera independencia de las autoridades a no ser que exigiesen las circunstancias su cooperación, pero prestada con la más escrupulosa reserva. Habrían también de estar autorizados para concertarse sobre los medios de aprovechar el influjo de cuantos promovían y sostenían la facción ofreciéndoles la conservación de sus destinos y grados a condición de presentarse en la frontera francesa, y cuando se lograse en ella la reunión de un número considerable de jóvenes podrían armar a los que la solicitasen organizándolos en cuerpos cuya oficialidad debería componerse exclusivamente de naturales de las mismas Provincias. De esta suerte era dable formar una bandera, titulada de Paz y Fueros, que introduciría la desunión y la desconfianza entre los prohombres del partido carlista hasta completar por grados su entera disolución bajo el peso de la opinión de las masas que a toda costa querrían libertarse de la opresión en que gemían.
Los Ministros acogieron favorablemente algunas de estas ideas pero no fué posible realizarlas de pronto a causa de la mudanza que ocurrió a muy poco tiempo en el personal del gabinete, y, entretando, llegó el mes de Junio de 1835 durante el cual, a resultas de varios reveses que sufrieron nuestras tropas, cayeron en poder de las enemigas todas las fortalezas interiores de las cuatro Provincias obligando a las divisiones que operaban en defensa de la Reina a situarse en el Ebro, después de reforzar la guarnición de alguna de las cuatro capitales.
Un acontecimiento de suma trascendencia desconcertó, sin embargo, a los carlistas en medio de estos triunfos. Murió Zumalacárregui en Cegama a consecuencia de la herida que recibió en las inmediaciones de Bilbao durante su primer sitio, y, valiéndose Muñagorri del momentáneo abatimiento a que esta pérdida redujo al ejército carlista, volvió a presentarse en Madrid a ponerse de acuerdo con el nuevo Presidente del Consejo de Ministros para continuar su plan, a cuyo fín recibió las correspondientes instrucciones pero tropezó con nuevos e imprevistos obstáculos.
La muerte de Zumalacárregui, que fué en efecto una verdadera calamidad para el partido carlista, sirvió no obstante de mucho desahogo a la Corte del Pretendiente, quien nunca pudo obrar en vida de aquel caudillo con la independencia y el imperio que habría sido del agrado de sus cortesanos. Aprovechándose, pues, éstos con avidez de la ocasión de recobrar todo aquel ascendiente que ambicionaban de mucho tiempo atrás, comenzaron a ejercerlo con una violencia que dió lugar al sistema de terror que, provocando una fuerte reacción, debía atraer más tarde sobre sus cabezas el odio y persecución suscitados contra la clase llamada de ojalateros. A causa de este sistema de terror por una parte, y de la ufanía de poseer enteramente el País por otra, vióse Muñagorri por segunda vez impedido de poner en ejecución sus planes. Y aunque por Mayo de 1837, con ocasión de disponerse el Conde de Luchana a penetrar en Guipúzcoa, fué buscado por las autoridades residentes en San Sebastián, declaró que aún no era llagado el momento oportuno y que convenía ante todas cosas preparar más de lo que estaba la opinión de las masas.
Precisamente en la misma época se aprestaba una expedición para el interior del Reino al mando del ex Infante Don Sebastián, dejando sin embargo bastante cubierto el País para que fuese difícil que nuestras tropas tomasen en él la ofensiva.
Los pueblos habían visto el año anterior que la expedición de Gómez llegó casi hasta los últimos confines de la Península recorriendo las más de las Provincias del Reino, y a pesar de que regresó en muy mal estado a las del Norte se hizo creer a la multitud que la que iba a salir de nuevo iría, vía recta y sin oposición, a Madrid a colocar en el trono a Don Carlos.
Con esta esperanza los armados se persuadieron de que tocaban ya el término de todos sus sacrificios, mientras los inermes se veían aliviados de una gran parte de las enormes contribuciones por la disminución de las tropas, deduciendo Muñagorri con mucho fundamento que en semejantes circunstancias no produciría efecto su plan de pacificación.
El término de espera que Muñagorri calculaba lo empleó en disponer el espíritu público de las Provincias en favor de la empresa de Paz y Fueros por medio de sus diarias comunicaciones con los gefes militares, los sargentos y la tropa diseminada por el País, y poco a poco fué asegurándose de que las poblaciones iban descubriendo sin rebozo la impresión que les causaba el mal éxito de las repetidas expediciones que se habían dirigido al interior, cuya retirada coincidió naturalmente con el aumento de las contribuciones que se les exigían y con las levas que motivaron las enormes bajas de los cuerpos expedicionarios. En tal estado introdujeron en el bando carlista un descontento general los arrestos y vejaciones que sufrían sus ancianos padres por el menor desvío de sus hijos, hermanos o parientes de los batallones a que pertenecían, y deduciendo Muñagorri de estos anuncios que se aproximaba el día de desplegar la bandera de Paz y Fueros se apresuró a dar sus instrucciones designando el día y la hora del pronunciamiento, que debía verificarse en diferentes puntos a la vez.
Amaneció el día 18 de Abril de 1838 y Muñagorri, al frente de trescientos hombres reunidos en la villa de Berástegui, proclamó solemnemente la bandera de Paz y Fueros. La alocución que publicó contenía ideas que podrían, sin duda, calificarse de subversivas del orden político establecido en la Monarquía si su autor no se sirviera de ellas para combatir la causa de la rebelión en su primer origen, que fué la cuestión dinástica, complicada con los principios del absolutismo y con la que después se amalgamó el recelo de que se perdían los Fueros estableciéndose en España un Gobierno representativo. Para conseguir que los vascongados y navarros renunciasen a la guerra de sucesión y al sostenimiento de los principios políticos del partido de Don Carlos era indispensable convencerles de que, no siendo de su competencia resolver la duda del derecho que los Príncipes disputaban, debían cesar los inmensos sacrificios que hacían para colocar en el trono por las fuerzas de las armas a quien proclamaban sucesor legítimo de él.
El cuadro fiel de la deplorable situación a que se veían reducidos después de cinco años de tan sangrienta como desoladora guerra resaltaba más lúgubre con el halagüeño recuerdo de la felicidad que antes disfrutaban y de la facilidad con que podían recobrarla, mirando indiferentes la cuestión de sucesión para fijarse exclusivamente en el restablecimiento de la paz y en el goze completo de sus Fueros.
No se ocultaba a Muñagorri que este lenguaje era el menos adecuado para hacerse prosélitos entre los intolerantes partidarios del Pretendiente, pero tampoco intentaba atraerlos a su bandera y sólo se proponía aislarlos dirigiéndose a las tropas, y en especial a las masas que sufrían el peso de la guerra como a quienes más interesaba el orden y reposo sin enagenarse, empero, las voluntades de los que, habiendo adquirido grados, condecoraciones y destinos, aspirasen a conservarlos en cualquier cambio.
Ni esta alocución podía instantáneamente producir todos los resultados que se prometía su autor porque, estando todavía tiranizadas las Provincias por el terrorismo, necesitaba ante todas cosas guarecer su bandera en el centro de una fuerza respetable que la apoyase, sirviendo de punto de reunión a las diferentes fracciones que debían pronunciarse según sus instrucciones. Pero desgraciadamente ni estas instrucciones se cumplieron con la debida exactitud ni permitió el recio temporal de aguas, granizo y nieve que duró muchos días la permanencia de los trescientos hombres que reunió en Berástegui, y al verse cercado por las considerables partidas carlistas que de diferentes puntos salieron en su persecución no pudo parar en despoblado y a la inclemencia. Privado, pues, de la cooperación que debía esperar y que le faltó en la ocasión más crítica se refugió en la frontera de Francia, donde tuvo la más favorable acogida, manifestándole tanto las autoridades como los particulares las simpatías que abrigaban en favor de la empresa.
Los que pretenden que el pronunciamiento de Muñagorri no encontró eco en las Provincias Vascongadas y Navarra ni causó la menor inquietud al carlismo, o hablan contra sus convicciones o con el más completo olvido de cuanto se vió y palpó en aquel tiempo. Las medidas militares y políticas que se adoptaron desde el momento en que aquel suceso llegó a noticia de las autoridades carlistas constan por las actuaciones del Comisario regio y de sus Subdelegados principales de policía que tengo a la vista, juntamente con las correspondientes minutas auténticas de las órdenes y resoluciones que dictaba el Pretendiente por el Ministerio de Gracia y Justicia, ya para formar causa en averiguación del autor, cómplices y ramificaciones del alzamiento, ya para apoderarse de Muñagorri y de sus primeros compañeros, ya para prevenir las desastrosas consecuencias que se temieron. Resultando de todo que los enemigos siempre consideraron este acontecimiento como un golpe muy trascendental para la causa que sostenían.
El mismo día 18 de Abril informaba el Comisario regio de Guipúzcoa Don Tiburcio Eguíluz, al Ministro de Gracia y Justicia, que Muñagorri había reunido gente en la ferrería de Plazaola y que, además, había tratado de seducir a varios individuos de la tropa ofreciéndoles dos reales diarios y ración con vino. Que el alzamiento de Muñagorri se verificaría el mismo día, y que contaba con fondos suficientes para dar fomento a la sublevación. Que con este conocimiento había tomado disposiciones para poner sobre las armas a los Tercios a fín de prender la misma noche a Muñagorri y sus cómplices, sin perjuicio de lo que determinase el Comandante General de la Provincia, en el supuesto de que el acontecimiento era de suma importancia.
Este informe produjo la Real Orden de 19 de Abril, espedida en el real de Estella en la que, manifestándose al Comisario regio el particular aprecio con que se había recibido esta nueva prueba de su acrisolada lealtad, se le encargó que, sin perjuicio de las medidas que adoptase el Comandante General, procediera por sí mismo a instruir una información sumaria sobre el hecho procurando adelantar cuanto fuese posible el descubrimiento del origen y ramificaciones de semejante movimiento y dictar las disposiciones de seguridad convenientes, no sólo por la parte de Berástegui sino por cualquier otra de la Provincia en que pudiese sospecharse alguna complicidad. Recomendábasele, sobre todo, la mayor precaución y prudencia para no dar al asunto más importancia que la que tenía en sí mismo.
Con igual fecha la Diputación a Guerra circuló a los pueblos otra orden para que los Alcaldes y Ayuntamientos estuviesen a la mira de cualquiera relación que Muñagorri pudiese mantener con algunas personas de las respectivas jurisdicciones, a fín de arrestar a las que inspirasen recelos de complicidad en una maquinación tan perjudicial al mejor servicio del Rey y al bienestar de los leales habitantes de esta Provincia.
El Alcalde de Sacas, como subdelegado especial de policía de la frontera, y los comisarios de vigilancia pública se pusieron en movimiento sin perder un instante y todos de consuno se manifestaron en sus comunicaciones poseídos de un terror pánico que tan pronto les obligaba a aparentar una misteriosa reserva como a exagerar las noticias que adquirían, hasta que, contenidos por las prevenciones que se les hacían desde la llamada Corte, sobre lo que se aumentaba la alarma por la importancia que se dió a aquel alzamiento, se observa que a los pocos días fingían estudiadamente ser despreciable por todos sus aspectos.
En prueba de que la Corte de Don Carlos no participaba de esta seguridad puede citarse la Real Orden de 18 de Mayo mandando que los bienes embargados en Navarra, Guipúzcoa u otra Provincia al revolucionario Muñagorri estuviesen a disposición de la comisión militar que seguía su causa, destinándose desde luego sus existencias en fierro y carbón a las fábricas de armas de Placencia y de proyectiles de Amorós, sin que el Comandante General del resguardo de Navarra ni otra autoridad o gefe hiciese más que auxiliar a dicha comisión militar.
Ya en este tiempo empezó a notarse alguna afición por la bandera de Paz y Fueros, observándose la dirección que tomaban algunos desertores a la frontera de Francia. Y cuando con este motivo se redoblaban la vigilancia y las precauciones acabó de conturbar el espíritu de los cortesanos un oficio reservado que el Comisario regio pasó al Ministro de Gracia y Justicia, con fecha 6 de Junio, remitiéndole copia de una carta de Bayona que había recibido el mismo día de persona de confianza y cuyo contenido le parecía muy interesante. Esta carta combatía el concepto de algunos que tenían por insignificante la empresa de Muñagorri, mientras su autor veía que iba a dar mucho que hacer pues que tenía dinero y protección del Gobierno francés, simpatías en los malos del País de varias clases, y la autorización del Gobierno de Madrid para conceder todo del modo más solemne y con las garantías que se exigiesen. Añadiendo que se había formado en Bayona una Junta compuesta de dos individuos por cada Provincia de las exentas y Navarra, y de la que hacían también parte el Cónsul español y el Subprefecto; que un agente del Conde de Ofalia había salido para Madrid en posta despachado por el Presidente de la Junta, Arnao, y que se le esperaba por momentos con nuevas autorizaciones e instrucciones; que entre tanto Muñagorri hacía gente a la sordina, pagándola bien; que su plan estaba trazado de larga mano y Muñagorri, de inteligencia con el Gobierno de la Reina; concluyendo que, aunque se había tratado de sorprenderle en un caserío de Sara, se erró el golpe por habérselo prevenido dos capitanes que estaban al servicio del Rey y que, informados de esta tentativa el Subprefecto y el General Nogués, dieron orden a la tropa para que velase por la seguridad de Muñagorri y persiguiese y aprehendiese a los que quisiesen incomodarlo.
Interin de esta suerte se agitaban los ánimos con semejantes avisos, cada vez menos lisonjeros a la Corte del Pretendiente, vivia Muñagorri dedicado a mantener con más actividad que nunca sus antiguas relaciones con algunos gefes carlistas y con personas influyentes de las Provincias, adquiriendo otras nuevas con el honorable Comodoro Lord Jhon-Hay, con nuestro valiente patriota general Jáuregui y otros amigos del partido de la Reina, con los Generales franceses Harispe y Nogué, con el Cónsul de S.M.C. en Bayona y otros personages que sería prolijo citar, pero a cuyos buenos oficios no puede menos de tributarse el debido homenage. Ocupábase también Muñagorri sin intermisión en el enganche de los que se prestaban a servir en su bandera, en dirigirlos a diferentes depósitos y en cuidar de su subsistencia, en términos que el cúmulo de todas estas atenciones le obligaba a reproducirse en todas partes sin el menor descanso.
Nada extraño hubiera sido que su retirada desde Berástegui le hiciese perder algún tanto del grande prestigio que le atribuía su atrevida resolución, pues que ordinariamente se juzga del valor de las empresas por los primeros resultados que producen. Pero en aquella ocasión su actividad y los progresos que se veían aseguraron más que nunca su reputación.
Sus proclamas penetraban en el País enemigo, corrían por la Europa entera y servían de materia a graves discusiones, no sólo en los círculos políticos sino también en asambleas parlamentarias, despertando un entusiasmo tan general, tan vivo y rápido que en los tres primeros meses se le incorporaron más de novecientos hombres sin que bastase a retraerles ni el revés sufrido por nuestro ejército en Morella, ni el sobreseimiento de los grandes preparativos que se hicieron para apoderarse de Estella, ni los cuantiosos subsidios que recibieron los carlistas precisamente en la época del reclutamiento.
Los miramientos y auxilios que prodigaban a la empresa las autoridades francesas confirmaron la buena disposición que el Gobierno de las Tullerías manifestó, principalmente desde el año 1835, para sostener cuantos esfuerzos intentasen los vascos y navarros a fín de contribuir a la pacificación de España con el aliciente de los Fueros. Demasiado cauto, no obstante, el Gobierno francés para aventurarse a tomar una parte activa sin estar seguro de la franca cooperación de las personas influyentes de las Provincias, trató de explorar por sus agentes si se decidirían a utilizar el espíritu público de sus habitantes en favor de la consolidación del trono de Isabel II, por la seguridad de conservar sus Fueros, y el resultado de los informes que se obtuvieron de diferentes sugetos ilustrados correspondió al verdadero interés que la Francia descubría para la consecución de uno y otro objeto.
Después de estos pasos se concertó en tiempo del ministerio de Thiers, en el año de 1836, la formación de un campo de diez mil hombre en Pau, el cual fué luego disuelto por los acontecimientos de la Granja, arrastrando en su disolución a aquel grande hombre de Estado que se propuso salvarnos y que fué reemplazado por otro que, sin ser hostil a la España, profesaba diferentes ideas respecto a la política exterior que convenía a la Francia.
El Gobierno inglés, reservado en sus ideas de intervención armada, dejó también obrar con decidido empeño a su estación naval de Pasages en favor de la empresa de Muñagorri, y bien se sabe que los funcionarios ingleses nunca proceden sino en exacta conformidad con la política del ministerio que los emplea. El noble gefe de la estación naval, Lord Jhon Hay, no perdió ocasión de acreditar el sumo interés que tomaba en los progresos de aquella empresa, concurriendo con asidua puntualidad y diligencia a todos los puntos en que fué necesaria o útil su cooperación, proveyendo a Muñagorri de fusiles, artillería, municiones y tiendas de campaña y proporcionándole la instrucción de los artilleros bajo la dirección de los mejores oficiales de esta arma pertenecientes al Batallón de la Marina Real Británica que estaba acantonado en la Provincia.
Con estos auxilios y con su infatigable perseverancia llegó Muñagorri a formar dos Batallones dotándoles de gefes y oficiales vascongados, nombró su Estado Mayor y organizó su administración militar con todas las correspondientes oficinas.
Ya se ha indicado anteriormente que para que prosperase en su ejecución el pensamiento de Muñagorri, tal como lo concibió y propuso al Gobierno legítimo, debía presentarse al público, no sólo como exclusivamente suyo sino también independiente de aquel Gobierno, y que sobre todo era una condición necesaria de su buen resultado que no se conociese la mano que suministraba los fondos. Las Provincias sólo debían ver que tenía recursos con que sostener su empresa y que recibía ésta una regular dirección. Todo lo demás debía ocultarse bajo el velo del misterio, y en tal caso no es dudoso que, fatigados los habitantes con las enormes contribuciones y vejaciones, se habrían separado de la cuestión dinástica para abrazar la bandera que les brindaba con la Paz y los Fueros. Es cierto que el temor hubiera contenido por de pronto una simultanea y general separación de la causa del Pretendiente, sostenida por su Corte y por el enjambre de parásitos que la sitiaban, pero este temor se hubiera disipado al fín a proporción del abandono parcial que harían de sus filas los mismos armados que, sin conocerlo, eran a la vez los sostenedores y las víctimas de la tiranía que ejercía aquel partido.
Los observadores perspicaces iban notando que, a medida que este partido, llamado después de ojalateros, aumentaba su preponderancia, disminuía el prestigio del Pretendiente en el ánimo de los habitantes de las Provincias. Las Diputaciones a Guerra habían dirigido en 20 de Junio, 11 de Julio y 11 de Octubre de 1835 enérgicas reclamaciones oponiéndose a las medidas anti-forales del nombramiento de un Comisario regio para su presidencia y a la autorización que concedía a este funcionario para proponer el Alcalde de Sacas, y esforzándose sobre todo en conservar ilesa la prerrogativa de sujetar al pase provincial las reales órdenes, provisiones y despachos, con el objeto de reconocer si su contesto se oponía a los Fueros. Había seguido a estas reclamaciones otra de 13 de Noviembre, repetida en 16 de Diciembre del mismo año, pidiendo con instancia la convocación de Juntas Generales, pero sólo se contestó a las dos últimas con la Real Orden de 18 de Diciembre que no se juzgaba oportuna ni política ni conveniente su reunión en aquellas circunstancias, y la Diputación a Guerra, siguiendo la costumbre que había adoptado para todos los casos en que la Corte denegaba sus justas pretensiones sobre diferentes puntos de administración o contra las alteraciones que se intentaron introducir en el régimen foral, a excepción de los artículos de subsidios de guerra, tenía que limitarse a protestar reservando su derecho a salvo. Fórmula de poco influjo para obtener más justicia aún cuando la reclamase con mayor energía en lo sucesivo.
No podían menos de penetrar los habitantes de las Provincias Vascongadas que el desaire que se hacía de las representaciones de sus respectivas autoridades tenía su origen en el predominio que ejercía la numerosa falange de ojalateros, compuesta de gente extraña al País y que sin tomar parte en la guerra consumía en el ocio y en las intrigas palaciegas una gran parte de los recursos con que se hacía contribuir a los naturales. Circunstancia que, unida al insoportable orgullo y profunda inmoralidad de que, con pocas excepciones, hacían alarde, atrajo sobre esta clase el odio más encarnizado de parte de todas las demás interesadas en el triunfo de Don Carlos.
Semejante estado de irritación se iba haciendo estensivo contra los más altos personages de la Corte que servían de escudo con su poder a las demasías de tan perniciosos aventureros, y es bien seguro que si el desarrollo de la idea de Muñagorri se hubiese abandonado entonces al instinto que la creó habría producido todo su efecto. Pero en vez de seguirse este plan empezó el Gobierno por nombrar en Bayona una Junta directiva a la que libraba fondos para reclutar, mantener y vestir a los que se alistasen bajo la bandera de Paz y Fueros, y prohijándola de esta suerte como propia, con una cooperación excesivamente franca y oficial, adulteró la esencia del primer pensamiento de Muñagorri cuya virtud consistía en aparecer extraño a las dos partes beligerantes para interesar a los naturales de las Provincias en su favor.
No se ocultaba a estos que las legítimas Diputaciones formales que administraron el País hasta Octubre de 1837 dejaron de existir a consecuencia de la Ley de 16 de Setiembre del mismo año, y nada era más público que el hecho de haber sido provocada esta Ley en odio y en pena de la enérgica lealtad con que aquellas corporaciones forales representaron al Gobierno de la Reina, no solamente su inhabilidad y falta de facultades para jurar la Constitución sino también cuán contradictorio e impolítico sería compelerles a este acto después de las recientes seguridades que a nombre del mismo Gobierno se dieron a las Provincias en la proclama del General en gefe, Conde de Luchana, relativamente a la conservación de los Fueros.
Tenían las Provincias más de una prueba de la desfavorable prevención con que se miraban sus instituciones por la prensa exaltada, y tampoco era ya un secreto que el espíritu de reforma, considerándolas como meros privilegios, se proponía abolirlas en el equivocado concepto de ser imposible la coexistencia del régimen formal con el representativo de la Monarquía. Y en tales circunstancias o era preciso que el Gobierno se abstuviera de intervenir en la empresa de Muñagorri o que combatiese con declaraciones positivas la persuasión que ya se había generalizado, sobre que miraba como incompatibles ambos sistemas. Para ésta era necesario empezar, o por restablecer las Diputaciones forales tales como existían antes de la promulgación de la Ley de 16 de Setiembre de 1837 o por autorizar, cuando menos, a sus vocales a sustituir a la Junta directiva de Bayona encargándoles de la dirección de aquella empresa.
Verdad es que el Gobierno no podía restablecer las Diputaciones forales sin una autorización de los cuerpos colegisladores, pero precisamente contaba en aquella época con una gran mayoría en las Cortes y nada habría sido más fácil que obtener aquella autorización si el Gobierno la hubiese pedido en consonancia con las excitaciones que le dirigieron los periódicos del partido moderado.
Los que viven lejos de este País y no conocen el carácter especial de sus naturales ni los elementos que dieron impulso y consistencia a la guerra civil no pueden formarse una idea exacta de lo mucho que perdió la empresa de Paz y Fueros desde que vieron cerrarse aquellas Cortes sin manifestar en manera alguna su disposición a admitir siquiera un arreglo entre la Constitución política de la Monarquía y las instituciones forales. Si a la clausura de los cuerpos colegisladores no siguió inmediatamente la disolución de la bandera de Muñagorri se debió, sin género de duda, al apoyo moral que la Francia y la Inglaterra la prestaban. Pero de todos modos se retrajeron las personas más influyentes de tomar parte en ella desde que vieron que el Gobierno, al paso que la sostenía, huía de dar las correspondientes garantías, y fué inevitable que sucumbiera en su abandono y horfandad.
Por otra parte, la fuerza de los hábitos que han contraído los naturales de las Provincias Vascongadas por su exclusiva intervención en el nombramiento de sus autoridades hacía que la circunstancia de reconocer otro origen la Junta directiva de Bayona disminuyese para con ellos la bien merecida confianza pública que gozaban sus vocales, y cuando a esta novedad se unió la de ser elegido para Presidente de aquella corporación un Delegado del Gobierno que, si bien apreciable por sus cualidades personales, carecía de la de interesado en la conservación de los Fueros por no ser ni aún natural de estas Provincias, no era extraño que la suspicacia inseparable de todos los pueblos celosos por la integridad de sus instituciones se fijase sobre este importante desvío de todos los usos recibidos y sobre la fé insegura de los gobernantes que cuidaban tan poco de captarse las voluntades con aquellas garantías que exigía la crítica situación en que se encontraba el País. De este modo los espíritus que ya fluctuaban entre incertidumbres y recelos se retrajeron de los sacrificios y peligros que era preciso arrastrar para llevar a cabo una empresa tan gigantesca, y la consecuencia forzosa de tales desaciertos fué el desaliento que se apoderó de una infinidad de personas cuyo amor a la Paz y a los Fueros no era posible poner en duda, estando como estaba acreditado con las pruebas más relevantes y positivas.
Continuaba por otra parte la Junta en sus deliberaciones sin la concurrencia del que había dado su nombre a la empresa, y perdió éste el ascendiente que gozaba al principio y que hubiera debido conservársele con creces para que no se le supusiese, como generalmente se le supuso, constituído en una especie de tutela que redujo a la inercia la fuerza de atracción que necesitaba para aumentar su partido.
Si por estas consideraciones era inevitable que se desvirtuase en el partido adicto al Gobierno legítimo la primera impresión favorable que produjo el pronunciamiento de Muñagorri, mayor debía ser la desconfianza que en lo sucesivo inspirase en el campo enemigo, porque tal era la dirección que los fautores de la guerra civil imprimieron a los ánimos que apenas podía proponérseles la Paz y los Fueros como una concesión de aquel Gobierno. Ellos consentían en una razonable transacción en el caso de que viniera propuesta por las potencias extrangeras que profesaban sus mismos principios, o negociada por la Francia y la Inglaterra; pero en el estado que entonces presentaba la guerra repugnaba mucho al partido exaltado carlista toda idea de acomodamiento con el Gobierno de la Reina. Tantas veces cantó el triunfo, tan profunda era la seguridad que concibió sobre el resultado definitivo de la lucha que esta esperanza, confundida en sus espíritus con la idea de la realidad, les hacía obstinados hasta el extremo de preferir la prolongación de la guerra al goce inmediato de las dulzuras y beneficios de una paz que no viniera acompañada del completo triunfo de la causa que habían abrazado. No dudando alcanzar este triunfo más tarde o más temprano contaban con la Paz y los Fueros como consecuencias infalibles de su desacertado pero bien sostenido empeño, cuyos resultados no se limitaban en las acaloradas imaginaciones de los más osados a solos estos beneficios, sino que se extendían (y no parezca una paradoja esta aserción) al de apropiarse de los bienes de los proscritos por medio de una ley agraria que sancionase tan irritante usurpación.
Hay primeras impresiones que nunca o muy difícilmente se logra desarraigar. Las que el País Vascongado había recibido en orden a la cuestión foral se fundaban en recientes desengaños confirmados por las doctrinas que diariamente publicaban diferentes periódicos de la Corte acerca de la necesidad de la nivelación y de la homogeneidad de instituciones en toda la Monarquía, y no solamente recelaba de las intenciones del Gobierno sino que creía, además, que aún obrando con la mayor lealtad por su parte le faltaría la fuerza necesaria para cumplir lo que prometía por la dificultad de vencer la oposición de los niveladores.
En consecuencia, la empresa de Muñagorri, que en un principio contaba con tantas y tan grandes simpatías en los Batallones carlistas, en las masas de las cuatro Provincias y dentro y fuera del Reino, fué perdiendo su mérito por no haberse acertado a darla una dirección propia de su naturaleza especial. Pero su autor, sin dejarse abatir por ningún contratiempo, estuvo cada día más firme en su propósito manteniendo vivas sus relaciones con gefes, oficiales e individuos de las tropas carlistas y con algunos curas, alcaldes y familias acomodadas de Guipúzcoa y Navarra, y aprovechando todas las circunstancias para tenerlos propicios y adictos a sus planes, de cuyo buen éxito jamás dudó a pesar de las terribles contrariedades que sufrieron y que hubieran sido insoportables para otro carácter menos perseverante.
Empezó por perseguirle la calumnia, atribuyéndole miras ambiciosas y el conato de promover la deserción del ejército de la Reina y de los cuerpos francos para aumentar la fuerza de su bandera, cuando a sabiendas nunca admitió en ella a un solo individuo de semejante procedencia. Si alguna vez se descubrían en su campo algunas muestras de descontento por un inevitable retardo en socorrer a su gente se le hacía la injusticia de no tomar en cuenta el riesgo personal que corría como gefe, y que en todo caso el descontento provenía de una causa independiente de su voluntad, cual era la falta de fondos. Si con este pretesto se le precisaba a despedir a su Brigada y a su Compañía de zapadores, no se hacía aprecio alguno de sus bien sentidas quejas, fundadas en la desconfianza que producían estas medidas. Si por aprovechar el tiempo que aún se necesitaba para atraer a los Batallones carlistas insistía con razones concluyentes en no moverse de Sara, se le urgaba con más ahínco para que a todo trance invadiese el territorio enemigo. Si en este conflicto proponía con preferencia entrar en España y formar su campo en el confín de Navarra, apoyándose en Valcarlos como punto el más a propósito para asegurar su bandera y entusiasmar los valles inmediatos que estaban perfectamente dispuestos para la pacificación, encontraba una invencible oposición de parte del gefe que mandaba aquel punto, y aún de la de sus superiores que pudieran facilitarle su posesión. Si para vencer tantos obstáculos recurría al Gobierno de la Reina y éste decidía en su favor, se escusaba el Comandante de Valcarlos a cumplir las órdenes fundándose en que no le habían sido comunicadas por el conducto inmediato del General en gefe. Si se dirigía a éste en solicitud de remover la nueva dificultad, la decisión era diferida, considerándose de la mayor consecuencia para el honor de las armas nacionales que una fuerza armada que proclamaba principios no conformes a los jurados por los españoles defensores del trono de Isabel II y de la Constitución ocupase un punto fortificado y guarnecido por tropas del ejército. Por lo demás, ofrecía S.E. a la bandera de Paz y Fueros todo el apoyo que podía prestarle sin comprometer la dignidad nacional ni el decoro de las armas.
Estas declaraciones del General en gefe eran consiguientes al carácter equívoco que la indecisión del Gobierno había dado a una empresa que, aunque sostenida con los fondos de la Nación, se aparentaba considerar como opuesta al rigor de las leyes políticas que había sancionado la Reina. Y en este concepto el General calificaba de escándalo público que llamaría la atención de la Europa la ocupación de cualquier punto fortificado y guarnecido por el ejército español.
La Real Orden de 11 de Noviembre puso término a estas contestaciones declarando que Muñagorri podía situarse en España, en cualquier punto que no estuviese fortificado o guarnecido por las tropas nacionales, y acosado por todas partes, con la amenaza de que cesarían los recursos, tuvo que tomar la resolución de emprender su movimiento hacia el alto de San Marcial, situado a la orilla del Bidasoa en jurisdicción de la villa de Irún.
No estando fortificado ni guarnecido este punto por las tropas de la Reina se persuadió de que no habría ningún inconveniente en ocuparlo y dió parte de su determinación al señor Comandante General de Guipúzcoa. Pero éste, en vez de permitirle situarse en él, comunicó orden al Gobernador de Irún para que se posesionase del mismo alto de San Marcial con las tropas de su mando, con cuyo motivo mediaron contestaciones en las que el señor Comandante General se negó abiertamente a conceder su permiso y Muñagorri se vió en precisión de elegir otro punto que, cayendo sobre la falda del monte de San Marcial, se halla casi en contacto con el Bidasoa y no deja de ofrecer ventajas para una buena fortificación y defensa.
A la madrugada del día 1º de Diciembre de 1838 verificó Muñagorri su entrada en España, atravesando el Bidasoa sobre barcas que había dispuesto la víspera el General Jáuregui, y desde entonces no hicieron los carlistas más que asomarse a las alturas más próximas, sin hostilizarle, a pesar de que se habían reunido a causa de aquel movimiento en los pueblos circunvecinos los Batallones 5º y 9º de Navarra y 2º y 3º de Guipúzcoa, de suerte que en pocos días apareció el campo de Lastaola, que era el que ocupaba Muñagorri con su gente, muy bien fortificado mediante la activa cooperación de los ingenieros y zapadores ingleses enviados por Lord Jhon Hay, quedando a cubierto de todo asalto desde que estuvo artillado con las piezas que le franqueó el mismo gefe inglés.
Este campo, sin embargo, apenas podía ser útil sino para desmembrar poco a poco las fuerzas carlistas haciendo algunas incursiones dirigidas a atraer a los que quisieran desertar de sus filas. Podía también servir para hacer extensiva la influencia de la bandera de Paz y Fueros a otros puntos de la frontera para llamar simultáneamente por diversas partes la atención de las tropas de Don Carlos, facilitar las operaciones de las de la Reina, e impedir el escandaloso contrabando de víveres y efectos de guerra que algunos especuladores hacían por la líneas de Francia contra las órdenes y vigilancia de aquel Gobierno.
Para asegurar todos estos resultados se había puesto de acuerdo Muñagorri con el General Don Diego León, Virrey interino en cargos de Navarra, para todos los casos en que sus movimientos reclamasen alguna combinación; pero el genio del mal que, disfrazado con el manto de un mentido patriotismo, perseguía la empresa y el odio que profesaba un fuerte partido a toda especie de transacción desconcertaron los planes más bien meditados, suscitando los mayores embarazos con la falta de fondos, que era el medio más espedito de desmoralizar una tropa acampada en despoblado y sujeta por lo mismo a impresionarse de todas las sugestiones de que quisiesen valerse los malévolos.
La situación del campo en un punto avanzado era la menos propia para mantener el rigor de la disciplina militar entre una gente que parecía condenada a sufrir todo género de privaciones. Sin cuarteles, sin paja, sin alumbrado, desprovistos de capotes y de calzado, era inevitable que en la rigurosa estación de Diciembre contrajesen enfermedades; y, no obstante, nadie cuidó de establecer un hospital ni proporcionarles otro alivio. En medio de tan crueles privaciones dieron, sin embargo, costosos ejemplos de sufrimiento y de constancia, prestándose a las fatigas de un servicio penoso en un punto tan próximo a la línea de los carlistas, mientras su gefe Muñagorri se ocupaba, aunque inútilmente, en dirigir las más enérgicas reclamaciones a quien debía entender a los empeños y compromisos que le redujeron al último grado de desesperación.
A principios de Enero de 1839 se disolvió la Junta directiva de Bayona en virtud de una Real Orden que trasladaba la dirección de la empresa a manos del Cónsul de S.M.C. en aquella ciudad; medida motivada por el convencimiento tardío de que la continuación de aquella Junta, a pesar del patriotismo de sus individuos, dañaba a una empresa que requería la mayor independencia del Gobierno. Pero no pudo menos de chocar por esta misma razón que la nueva dirección adoleciese de igual defecto, porque la persona que reemplazó a la Junta descubría aún más oficialmente el apoyo del Gobierno, sin que la intervención del Cónsul pudiese impedir que se presentase más activa que nunca la influencia del partido antitransaccionista que atacaba en secreto el objeto principal de la empresa.
Esta novedad privó a la causa de Muñagorri de la poderosa protección que le prestaban los ingleses, quienes abandonaron en seguida los trabajos de fortificación, llegando entonces a ser mas válida en el País enemigo la idea de que la causa de Paz y Fueros no era más que una farsa encaminada a dividir entre sí a los carlistas. Y, agregándose a estos rumores el hecho de separarse de la empresa muchos buenos patriotas por no participar de una responsabilidad inherente a la disolución que miraban como muy próxima, no sólo se hizo sentir más y más la falta de dirección y recursos sino que se pronunció también en la tropa una deserción tanto más difícil de contener cuanto era menor el influjo moral de los pocos que quedaban para sostener la empresa.
En efecto, no podía resistir la bandera de Paz y Fueros a tantos y tan reiterados ataques. Los hombres que se habían comprometido en su defensa permanecían en general fieles a ella, pero comprendían también los deberes que les imponía su respectiva posición y que no bastan el valor, la constancia y la lealtad en circunstancia tan extremadas. Sus virtudes fueron puestas a tan dura prueba que el honor era insuficiente para superarla, y, siendo ya infructuosos sus sacrificios, su misma reputación contribuía más a emanciparlos de una causa ya insostenible con elementos tan disolventes.
A pretesto de reformas mezquinas se quiso introducir una economía que rayaba en miseria. En vano representó el Consejo de disciplina y de administración que sin cubrir las muchas necesidades que aquejaban a la tropa era imposible establecer el orden debido en el cuerpo ni hacer reforma alguna que no fuese sumamente peligrosa. Los clamores del Consejo fueron desatendidos y, reconociéndose sus vocales desprovistos de los medios mas indispensables para conjurar la reacia tormenta que veían aproximarse, anunciaron la formal renuncia de sus respectivos destinos, y la hicieron en efecto convencidos de que su amor a la Patria y su adhesión a la Reina necesariamente serían estériles en la situación desesperada a que habían llegado las cosas.
La inquietud de la tropa se aumentaba a medida que iban escaseando los fondos y multiplicándose las privaciones, y al verse completamente desatendida se presentó sublevada pidiendo en masa pagas y licencias. Si por un efecto del hábito de obediencia se calmaba la irritación exponiendo los gefes su vida entre exhortaciones y esperanzas que dirigían al soldado, al primer desengaño volvían a reproducirse con más fuerza los desórdenes y, finalmente, llegó a pronunciarse en las filas una disolución de consecuencias incalculables. Siendo general la insubordinación, el rigor era imposible cuando trabajaban al mismo tiempo diferentes comisionados enganchadores para Valcarlos, para Bilbao y otros puntos, llegando a tal extremo los esfuerzos de los que intentaban el aniquilamiento de la causa de Paz y Fueros que hasta en Irún se admitían los desertores del campo de Lastaola como si fueran carlistas. El menos perspicaz conocía que todo era obra de un plan combinado para destruir un cuerpo que ya antes había sido tratado como enemigo, y reducido a fuerza de tantos ataques a la mitad de la gente que tenía por Octubre no podía resistir esta mitad al cúmulo de intrigas que se pusieron en acción para desmoralizarla y prepararla el desastroso fín que tuvo.
El Cónsul de Bayona nada ignoraba de cuanto ocurría en el campo de Lastaola, y Muñagorri le había propuesto la separación de diferentes sugetos que consideraba promovedores de desórdenes, insistiendo siempre en la necesidad de pagar a la tropa como único medio de contenerla. Pero los fondos que remitía eran tan cortos que no podía conseguirse el objeto porque la mezquindad misma de las distribuciones aumentaba la irritación de los soldados. En tal estado ordenó el Cónsul en 21 de Febrero de 1839 que se procediera a la disolución de la fuerza existente en el campo de Lastaola.
En consecuencia dictó Muñagorri la correspondiente orden del día expresando en ella que, en virtud de otras superiores motivadas muy particularmente en la falta de los recursos necesarios, se veía en la sensible y dolorosa necesidad de disolver el campo; pero que a pesar de esta medida debían persuadirse los individuos pertenecientes a su partido, y cuantos se interesasen en los progresos del mismo, que en la primera ocasión favorable volvería a tremolar la bandera de Paz y Fueros, no dudando por su parte de la cooperación que estarían dispuestos a prestar para hacer cesar los horrores que afligían a la Patria. Concluía la orden del día fijando a los soldados los puntos adonde deberían dirigirse para comunicarles su ulterior destino.
Es más fácil concebir que expresar la amargura que costó a Muñagorri dictar aquella orden del día. Estando convencido de la decisiva importancia de su bandera para conseguir la pacificación del País debió hacerse la mayor violencia al publicar y ejecutar una orden que tan profundamente lastimaba sus más caras afecciones. Retirado a Francia, continuó sin embargo correspondiéndose con el Cónsul de Bayona y logró entretener con fondos obtenidos con su crédito particular a muchos desertores de las filas carlistas y otras personas de su confianza que se habían refugiado en el pueblo de su residencia abandonando el País dominado por el enemigo. En 11 de Abril se ofreció nuevamente a penetrar en el territorio carlista si se le auxiliaba con algunos fondos, y ya en 19 de Mayo siguiente se había apoderado del fuerte de Urdax entrando en él por asalto a las dos y media de la mañana con setenta hombres que llevó, y haciendo prisioneros al Coronel Comandante General de la línea y al Teniente Coronel gobernador del fuerte con cinco oficiales y veinte y un individuos de la clase de tropa.
En esta ocupación solamente se propuso hacer un reconocimiento del fuerte y ver si su situación topográfica podía servirle de base para continuar desde aquel punto su antiguo plan. Pero observando que estaba demasiado distante del territorio francés tuvo que desocuparlo dejando en libertad a los prisioneros por no poder conservarlos, acosado por algunas Compañías del undécimo Batallón de Navarra a que pertenecían y por algunos oficiales y soldados del primer Batallón, además de otras varias partidas de guardas y aduaneros.
Si el júbilo y alborozo que la Corte del Pretendiente y empleados de policía manifestaron por la disolución de la bandera de Paz y Fueros no hubiese sido una prueba irrecusable del temor que infundió el pronunciamiento de Muñagorri, lo habrían revelado los nuevos cuidados en que entraron a resultas de la toma del fuerte de Urdax, pues desde la primera noticia de aquel atrevido golpe se renovaron las actuaciones que motivó el levantamiento de Berástegui, causando sobre todo en el País una impresión muy propia para hacer revivir las esperanzas que hizo concebir el pronunciamiento de 18 de Abril de 1838.
La sorpresa de Urdax ocurrió precisamente cuando la Corte de Don Carlos se había separado de la fuerza militar mandada por el General Maroto, habiéndose relajado todos los vínculos que existían entre ambas antes de las sangrientas ejecuciones de Estella. En el ejército y las masas de las Provincias Vascongadas había hecho grandes progresos cierto espíritu de indiferencia respecto al Pretendiente, entrando a ocupar el lugar que antes poseía el respeto a su persona la libertad de calificar y censurar las cualidades de ánimo que se le atribuían, de un modo poco favorable a su prestigio; y según se hacía más general esta crítica se fijaban todos en la necesidad de obtener la Paz y los Fueros, aunque fuese bajo el reinado de Isabel II. Todos alcanzaban que era llegado el caso de una resolución decisiva y sólo se mostraban vacilantes los que, cediendo a las exigencias de un pundonor delicado, querían dictar condiciones que cubriesen la transacción con algunas apariencias ventajosas al principio político dominante en el partido carlista. De aquí nacía la idea de la independencia de las Provincias del Norte. Pero pronto se hizo ver a los autores de ella que en la actual situación de la Europa era casi imposible semejante estado con aplicación a un País que en gran parte había debido su bienestar a las costumbres y laboriosidad de sus habitantes sin que, atendida su pobreza natural y otras circunstancias, pueda dispensarse de la dependencia y protección de los Gobiernos en medio de los cuales se halla enclavado.
Muñagorri, primer autor del pensamiento de aspirar a la terminación de la guerra civil con el aliciente de la Paz y los Fueros, intervino también para inspirar en el País el convencimiento de la imposibilidad de erigirse en independiente. Embarcándose en Pasages en 1º de Julio a bordo del vapor inglés Salamandra pasó desde Santander a Madrid, donde tuvo el 9 del mismo mes una larga conferencia con el Ministro de la Guerra a fín de concertar los medios conducentes a utilizar la buena disposición en que estaban las cosas. Su plan escrito fué examinado por el Consejo de Ministros y éste lo trasmitió al Duque de la Victoria, con quien debía entenderse Muñagorri para su ejecución. Reunióse éste con el Duque en Amurrio y, aprobadas las ideas de Muñagorri, le dejó en libertad de obrar como mejor le pareciese ya que estaba de acuerdo con el Gobierno, pero se escusó el Duque a reconocer ninguna otra bandera que no fuese la de la Constitución del año de 1837.
A su regreso a Bayona, el día 5 de Agosto se encontró Muñagorri con un confidente que le enviaban varios gefes carlistas comunicándole los vehementes deseos de asegurar la Paz y los Fueros e invitándole a que se acercara a la frontera inmediata con el fín de tratar de este importante negocio. Corrió inmediatamente adonde se le llamaba y, obteniendo el beneplácito del Comandante General de Guipúzcoa Don Miguel Araoz y la intervención inmediata del gobernador de Hernani, pasó a la línea de Urnieta donde celebró grandes conferencias con gefes influyentes de la división guipuzcoana, a quienes halló decididos a separarse de la causa de Don Carlos bajo la garantía de la conservación de los Fueros y de los grados militares que habían adquirido, manifestando, sin embargo, que en su opinión convendría establecer en estas Provincias cierta independencia del Gobierno de la Reina. En cuanto a la garantía de los Fueros y conservación de los grados militares, dijo Muñagorri que el Gobierno se prestaría a su concesión por dar fín a la guerra civil, pero que no podía proponer la tercera condición porque ya estaba calificada de quimérica y monstruosa, además de ser contradictoria con la del reconocimiento y confirmación de los Fueros.
En esta entrevista se convenció Muñagorri de que aquellos gefes, y otros que no estaban presentes, se decidían resueltamente a pronunciarse en manifiesta defección del Gobierno de Don Carlos y, aprovechándose de esta decisión, se separó de ellos aconsejándoles que obrasen de acuerdo con su General en gefe Don Rafael Maroto puesto que se decía de público que pendían algunas proposiciones en el mismo sentido entre él y el Duque de la Victoria.
Ya no quedó duda a Muñagorri de que la guerra civil tocaba a su término, como en efecto sucedió a los pocos días por medio del convenio de Vergara.
De esta suerte se preparó y llegó a consumarse la grande obra de la pacificación del País Vascongado a los diez y seis meses de haberse pronunciado en Berástegui Don José Antonio de Muñagorri dando el primer grito de Paz y Fueros; el mismo que, lanzado por mil y mil bocas, había de resonar en los campos de Vergara el memorable día 31 de Agosto de 1839.
Sería, pues, una de las mayores injusticias defraudar a aquel intrépido, tanto como desgraciado, guipuzcoano de la parte de gloria que le cupo por la concepción de la idea, por su heroico alzamiento, por esfuerzos que le costó la formación de dos Batallones, y porque, en vez de abatirse con las persecuciones de sus enemigos, continuó impávido en su plan cooperando eficazmente hasta su último y favorable resultado.
No pretendo rebajar en manera alguna el mérito de las combinaciones políticas y militares que contribuyeron a tan grandioso desenlace porque, sin perjudicar a ninguno en los títulos que cada cual hubiese adquirido en su respectiva esfera y posición, tengo por indudable que debe atribuirse tan portentoso resultado al cambio operado en el espíritu público de las Provincias por el influjo mágico del amor a la Paz y a los Fueros que, una vez excitado en los pechos vascongados, absorvió todas las demás cuestiones enlazadas con la dinástica.
Sería un error pensar que el buen efecto que causó el pronunciamiento de Muñagorri procedía tan sólo del ascendiente que siempre ha ejercido en las Provincias exentas el recuerdo de sus instituciones pues, aunque no se puede desconocer que semejante recuerdo conmueve vivamente los corazones vascos, existía por Abril de 1838 otro resorte más que ponía en acción todas sus simpatías. La Paz, esta necesidad universalmente sentida entre los horrores, las angustias y las privaciones de la guerra civil, preocupaba ya todos los ánimos y el deseo de recobrarla no era menos ardiente en las filas carlistas que entre los liberales que hacía seis años vivían diseminados en diversos puntos de refugio, sin hogar propio, sin fortuna y expuestos en todos los momentos a la más espantosa miseria. Por consiguiente, la verdadera magia del emblema que adoptó Muñagorri para su empresa consistía en la unión de los Fueros con la Paz, no pudiendo reputarse por amigos y enemigos, como un bien completo, los Fueros sin la Paz ni la Paz sin los Fueros.
Preparado una vez el espíritu público de los habitantes de las Provincias con la idea de ser interminable la guerra si no se abandonaba la cuestión dinástica para fijarse en el propósito de obtener la Paz con los Fueros, las tropas que sostenían aquella guerra dieron fácil acceso a los medios de división que emplearon otros en el campo carlista. El mismo General Maroto no era ya un gefe muy temible desde que se consumaron las ejecuciones militares de Estella, porque se creía expuesto en todos los momentos a los efectos de la reacción que se procuraba excitar contra su persona por el partido exaltado carlista, y ocupado de los medios de resguardarse de los tiros que amagaban su existencia se mostraba poco menos que apático en la resistencia que debía oponer a las operaciones del ejército de la Reina, el cual se iba internando en el centro de las Provincias con aquella facilidad que revelaba negociaciones de transacción prolongadas con arte, y hábilmente aprovechadas por el Duque de la Victoria para ir ganando terreno y disminuir el entusiasmo de las fuerzas enemigas. Interesado Maroto en precipitar el desenlace que debía salvarle personalmente se prestó a la transacción en sentido menos lato que el que deseaban los demás gefes de su partido, y el Duque de la Victoria se aprovechó oportunamente de la natural impaciencia de su adversario para decidirle a obrar en contradicción con la voluntad de sus compañeros, o de muchos de ellos, que, abandonados por las tropas que mandaban, prefirieron la expatriación y las privaciones de un destierro voluntario al sacrificio de los principios que habían propuesto como base de la proyectada transacción.
He dicho anteriormente que no tengo empeño en sostener que la causa única de la guerra civil fuese la conservación de los Fueros. La que se suscitó el año de 1820 contra la Constitución de 1812 era una guerra de principios políticos y no de sucesión a la Corona y, sin embargo, combatieron las Provincias por la conservación de los Fueros. En 1833 la cuestión dinástica fué el móvil principal de la insurrección de estas Provincias pero luego se complicó con la causa de los Fueros, y la importancia de esta causa fué siempre en incremento por las sugestiones de los mismos que tenían interés en fomentar el entusiasmo del partido carlista, no menos que por las imprudencias de una parte de la prensa que no contribuyó poco a inflamar las pasiones de los naturales inspirándoles el temor de perder las instituciones y libertades que habían sido la base de su felicidad. ¿No fué este temor el que procuró disipar el General en gefe Conde de Luchana con las seguridades que a nombre del Gobierno de la Reina daba a las Provincias en su alocución de 19 de Mayo de 1837? ¿No procedía de esta convicción la empresa de Paz y Fueros de Muñagorri, prohijada por el Gobierno hasta con una excesiva publicidad? ¿No fueron, finalmente, la Paz y los Fueros los que prepararon y realizaron el abrazo de Vergara que aseguró la pacificación general en España? Es indudable, pues, que los Fueros tuvieron el influjo más decisivo para el encrudecimiento de la guerra civil, igualmente que para su terminación.
SECCION QUINTA
Ley de 25 de Octubre de 1839, confirmatoria de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.-Debates a que dieron lugar los diferentes proyectos presentados en el Congreso de los Diputados.-Explicaciones dadas por el Gobierno, a instancia del Senado, sobre aquella cláusula, y sentido en que la votó este cuerpo colegislador.-Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839 en cuya virtud quedó completamente restablecido el régimen foral de las Provincias Vascongadas y Navarra.
Empeño superior a mis fuerzas sería describir la alegría y júbilo general que en el País Vascongado produjo el abrazo de Vergara. Baste decir que por sólo este solemne acto de reconciliación quedaron instantáneamente borrados todos los resentimientos que seis años de una lucha fratricida concentraron en aquellos dos bandos cuyos sostenedores se habían jurado un odio eterno en medio del estruendo de cien combates. Habíanse cometido en uno y otro demasías que parecía imposible olvidar. Todos habían experimentado pérdidas y quebrantos en su grande o pequeño patrimonio y apenas había una sola familia que no llorase al padre, al hijo o al hermano víctimas de la guerra civil. Y, sin embargo, después del memorable día 31 de Agosto a ninguno de aquellos valientes ocurrió una sola reconvención, ni siquiera el más leve recuerdo de sus mutuas ofensas. ¡Ejemplo sublime de tolerancia y de magnanimidad, tan digno de ser imitado como raro en los fastos de las discordias civiles!
No siendo mi ánimo hablar del convenio de Vergara sino en cuanto tenga relación con los Fueros omitiré hacer mención de los artículos que en él son extraños a este asunto, y sólo me haré cargo del primero, referente a la obligación que el Capitán General Don Baldomero Espartero contrajo de recomendar con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los Fueros.
La lealtad y sentimientos caballerosos de las Provincias aceptaron esta simple promesa y sin esperar siquiera a que tuviese efecto depusieron las armas, persuadiéndose de que en España jamás se viola una estipulación ni nadie consiente en que otro le sobrepuje en generosidad. En consecuencia, el Gobierno de la Reina, ratificando el convenio, pasó con urgencia a las Cortes un Proyecto de Ley con el siguiente mensage:
A las Cortes. «Entre los medios empleados por el Gobierno para asegurar los grandiosos resultados que tanto han de influir en la pacificación general fué uno el de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes, bien la concesión, bien la modificación de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, según se creyese más útil y oportuno, siempre que las fuerzas de las mismas accediesen a lo propuesto por el General en gefe del ejército del Norte, Duque de la Victoria».
«Sobre este compromiso se funda el artículo 1º del convenio de Vergara. Las fuerzas antes enemigas han dejado de serlo y el Gobierno, que contrajo expontáneamente aquella obligación por el inmenso interés que de ella podría reportar la Nación entera, se apresura hoy a cumplirla así como lo hará muy en breve de otras no menos sagradas, comprendidas unas en el convenio y aconsejadas otras por el reconocimiento público, según el Gobierno tuvo el honor de manifestarlo a las Cortes en su comunicación de 8 del corriente. En su consecuencia, tengo la honra de proponer a la aprobación de las mismas el siguiente Proyecto de Ley.»
Artículo primero. «Se confirman los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra.
Artículo segundo. «El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, presentará a las Cortes, oyendo antes a las Provincias, aquella modificación de los Fueros que crea indispensable y en la que quede conciliado el interés de las mismas con el general de la Nación y con la Constitución de la Monarquía.
Palacio, 11 de Setiembre de 1839.-Lorenzo Arrázola.»
Pasado a la correspondiente comisión, presentó ésta en 25 del mismo mes de Setiembre su dictamen con otro proyecto de la mayoría, reducido a aprobar por el artículo 1º el convenio de Vergara celebrado en 31 de Agosto entre el Duque de la Victoria y el Teniente General Don Rafael Maroto, confirmándose por el 2º los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra en su parte municipal y económica, y conservándose en lo demás para todas ellas el régimen constitucional que se hallaba vigente en sus respectivas capitales al celebrarse el expresado convenio de Vergara. Por el artículo 3º se proponía que el Gobierno, oyendo a las autoridades de dichas Provincias, presentase a las Cortes a la mayor brevedad posible un Proyecto de Ley que definitivamente pusiese en armonía y consonancia sus Fueros con la Constitución de la Monarquía, previniéndose en el artículo 4º que en el entretanto el Gobierno resolvería provisionalmente y con arreglo a las bases establecidas en los artículos anteriores las dudas que pudiesen ofrecerse en su ejecución dando cuenta a las Cortes a la mayor brevedad.
A este dictamen y Proyecto de Ley de la mayoría de la comisión acompañaba el voto particular de la minoría. En su artículo 1º se confirmaban los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra en cuanto no se opusiesen a los derechos políticos que sus habitantes tienen en común con el resto de los españoles, conforme a la Constitución de la Monarquía de 1837, y en el 2º se establecía que el Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permitiese y oyendo a las Provincias Vascongadas y Navarra, propondría a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados Fueros reclamase el interés de las mismas, conciliado con el general de la Nación y la Constitución de la Monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresado las dudas y dificultades que pudiesen ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes.
En la sesión del Congreso de 3 de Octubre se presentó una enmienda, en cuyo primer artículo se proponía el restablecimiento de los Fueros que las Provincias Vascongadas y Navarra tenían a fines del último reinado, en cuanto no se opusiesen a la Constitución y a la unidad de la Monarquía, previniéndose por el artículo 2º que, para que esta disposición tuviera efecto, el Gobierno propondría a las Cortes en un Proyecto de Ley, con toda la brevedad posible, las modificaciones que debiesen hacerse en los referidos Fueros para ponerlos en armonía con la Ley fundamental del Estado y conciliar el interés de aquellos naturales con el general de la Nación.
Por el artículo 3º se disponía que, entretanto y sin perjuicio de continuar subsistiendo la Constitución de la Monarquía en aquellas Provincias, lo mismo que para las demás del Reino, el Gobierno desde luego plantease provisionalmente en ellas el régimen de sus Fueros en la parte municipal y la administración económica interior, conforme siempre a la base expresada en el artículo 1º, dando cuenta de ello a las Cortes. Y últimamente se prevenía en el artículo 4º que, si antes de promulgarse la ley de que trataba el artículo 2º hubiese necesidad de reemplazar el ejército, las Provincias Vascongadas y Navarra cubrirían el cupo que les correspondiese como estimasen más conveniente, sin necesidad de hacer quintas.
Notorios son los acalorados debates a que dieron margen estos diferentes proyectos y pareceres y que, habiendo cambiado repentinamente de aspecto la discusión a consecuencia del abrazo que en la sesión del día 7 de Octubre se dieron el Ministro de la Guerra y el señor Olózaga, pronunció el señor Presidente un sentido discurso que coronó de una manera digna del Congreso español y del grandioso acto de Vergara aquella interesante escena en que todos los Diputados, cediendo de sus pretensiones, sólo respiraban patriotismo y rivalizaban en generosidad.
Terminado el discurso del señor Presidente, el señor Ministro de Gracia y Justicia, Don Lorenzo Arrázola, se acercó a la mesa de la presidencia y, después de haber conferenciado con algunos señores Diputados que se hallaban próximos, entregó al señor Secretario Caballero el Proyecto de Ley que definitivamente proponía el Gobierno y que fué aprobado por el Congreso en la misma sesión de 7 de Octubre por ciento veinte y tres Diputados, que eran los que se hallaban presentes.
En la sesión que celebró el Senado en 9 del mismo mes se leyó la comunicación que pasaba a aquel cuerpo el Congreso de Diputados, y estaba concebida en los términos siguientes:
Al Senado. «El Congreso de los Diputados, habiendo tomado en consideración las propuestas del Gobierno de S.M. relativas a los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, ha aprobado el siguiente Proyecto de Ley.
Art. 1º «Se confirman los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.
Art. 2º «El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita y oyendo antes a las Provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados Fueros reclame el interés de las mismas, conciliado con el general de la Nación y la Constitución de la Monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresados las dudas y dificultades que pueden ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes. Lo que el Congreso de los Diputados pasa al Senado acompañando el expediente para los efectos prevenidos en la Constitución. Palacio del Congreso, 8 de Octubre de 1835.-José María Calatrava, Presidente.- Fermín Caballero, Diputado Secretario.- Antonio Moya Angelen, Diputado Secretario.»
Pasado también este Proyecto de Ley, aprobado ya por el Congreso de Diputados, a la comisión nombrada por el Senado, se dió cuenta del dictamen que produjo en la sesión del día 14 de Octubre. Decía entre otras cosas la comisión:
«El artículo 1º, que se presenta a la aprobación del Senado, declara la confirmación de los Fueros a las Provincias exentas, mas sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía. Parece ser contradictorio este segundo extremo con la primera parte del artículo, y ciertamente lo sería de todo punto si no existiera el artículo 2º. Por consiguiente, el poder llevar a efecto la confirmación de los Fueros pende de la buena fé de los gobernantes respecto a esas Provincias y en la aplicación del artículo 2º.
«El artículo 2º aclara, en cierta manera, la frase de unidad constitucional pues que el Gobierno, oyendo antes a las Provincias de que se trata, ha de proponer a las Cortes la modificación de los Fueros en el interés de las mismas y de la Constitución de la Monarquía. Los intereses de los españoles son todos unos respecto a su prosperidad y a la dignidad nacional, pero para llenar estos intereses hay que cumplir con los deberes que todos tenemos, y bien pueden las Provincias Vascongadas y Navarra, conservando los Fueros o modificándolos, contribuir al bien general de la Monarquía del mismo modo que los demás españoles en donde la Constitución rija en toda su plenitud.
«En el orden judicial hoy mismo existen en España diferentes modos de administrar justicia, es decir, que la Corona de Aragón se diferencia de la de Castilla, y aún en las posesiones de ultramar rigen también leyes diferentes, y no por eso se dirá que no hay unidad en la administración de justicia, sino que hay diferentes modos de administrarla. Y entendiéndose la unidad constitucional de la Monarquía por la unidad del poder del Monarca constitucional, como se comprende por el medio de ejecución propuesto en el artículo 2º, puede decirse mediando buena fé en el Gobierno, mucho más cuando se halla templada su acción por los cuerpos parlamentarios, por la responsabilidad ministerial y por la censura de la imprenta, que la unidad constitucional no debe perjudicar a que se conserven los Fueros en las Provincias Vascongadas y Navarra siempre que con oportunidad y prudencia se vayan hermanando con el sistema general del Estado.»
A este dictamen venía unido un voto particular del señor Marqués de Viluma, uno de los individuos de la comisión, fundado en que el artículo 1º encerraba dos disposiciones contradictorias. Confirmar los Fueros sin perjuicio de la unidad constitucional era, a su modo de ver, un pensamiento que no podía realizarse y entendía que la unidad constitucional consistía en que todos los pueblos e individuos estén sujetos al régimen que la Constitución establece. Tales eran los escrúpulos, dudas y embarazos en que fluctuaba el Senado en el examen del Proyecto de Ley aprobado en el Congreso.
El Gobierno que, como autor de este Proyecto, era el que estaba en el caso de desvanecer aquellos escrúpulos, dudas y embarazos dando con sus explicaciones solución a las dificultades ocurridas a la buena fé del Senado, manifestó por el órgano del señor Ministro de Gracia y Justicia el compromiso que tomó sobre sí al autorizar al Duque de la Victoria para proponer la pacificación de las Provincias exentas bajo la base de la concesión o modificación de los Fueros, y que habiendo recomendado el General en gefe, con arreglo al artículo 1º del convenio de Vergara, el cumplimiento de este compromiso, presentaba el Proyecto de Ley no sólo como consecuencia de una obligación sagrada, a saber, el convenio de Vergara, sino como un medio de gobierno, de política y de pacificación, anunciando desde luego esa especie de justicia que confiadamente se esperaba de él y de la Nación.
Contestando a la duda de si el artículo 1º estaba o no en oposición con la Constitución del Estado dijo el Ministro que, siendo esencialmente libres las instituciones de las Provincias, no podían menos de ser conformes a la Constitución de la Monarquía, que también es libre. Por consiguiente, el Gobierno que creyó que el Proyecto no se oponía a la Constitución del Estado no pudo tampoco dejar de prestarse a aceptar la cláusula de sin perjuicio de la unidad constitucional aún cuando hubiere estado concebida en los términos expresos de sin perjuicio de la Constitución de la Monarquía, pues que la unidad de una cosa se salva en los principios que la constituyen, en los grandes vínculos, en las grandes formas características y de ninguna manera en los pequeños detalles. Que así como la Monarquía absoluta de España no dejaba de ser una porque hubiese infinidad de diferencias de provincia a provincia y de pueblo a pueblo, tampoco se alteraba su unidad por la circunstancia de ser actualmente Monarquía constitucional, porque siempre se salva la unidad reconociéndose a un solo Rey constitucional para todas las provincias, un mismo poder legislativo y una representación nacional común. Que las diferencias, que consisten en los detalles, son de un orden secundario y de modo alguno empezen a la unidad. Bajo estos supuestos, añadía que no había por qué alarmarse pues que el Proyecto del Gobierno, tal como fué presentado y tal como había sido aprobado por el Congreso de Diputados, era igualmente sostenible y debía votarse sin recelo, confiándose en la buena fé del Gobierno, y no sólo del Gobierno de aquella época sino de los sucesivos, y en la de las Provincias mismas.
Preguntando el señor Marqués de Montesa al Gobierno de S.M. si en la concesión de los Fueros se hallaban también comprendidas las Leyes de Navarra, contestó el señor Ministro de Gracia y Justicia que en la palabra Fueros estaban comprendidas todas las existencias legislativas de Navarra y Provincias Vascongadas, y, en una palabra, todo lo que constituía el sistema llamado foral.
En la sesión del día 20 de Octubre dió iguales explicaciones el señor Ministro de la Gobernación Don Saturnino Calderón Collantes, y con arreglo a ellas se procedió a la votación aprobándose el Proyecto de Ley por setenta y tres votos favorables entre setenta y nueve Senadores concurrentes.
En resumen: la cláusula sin perjuicio de la unidad constitucional, explicada según el sentido que le dió el Gobierno y el que sirvió para ilustrar la conciencia del Senado en la votación, nunca significará sino la necesidad de salvar, con la concesión y modificación de los Fueros, el dogma político de que en la Monarquía constitucional uno es el Monarca, una la representación nacional y uno el origen de la justicia. En una palabra, unidad constitucional será la conservación de todos los grandes vínculos bajo los cuales viven y se gobiernan las Provincias, sin que la concesión de los Fueros menoscabe esta unidad.
Sancionado este Proyecto de Ley en 25 de Octubre quedaba autorizado el Gobierno para organizar el régimen foral de las Provincias Vascongadas y Navarra en la forma establecida en sus respectivos códigos forales, buenos usos y costumbres. Y a este fín expidió la Reina Gobernadora por el Ministerio de la Gobernación del Reino su Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839.
Por su artículo 1º se mandaba que las Provincias de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa procediesen desde luego a la reunión de las Juntas Generales y nombramiento de sus respectivas Diputaciones para disponer lo conveniente al régimen y administración interior de las mismas y a la más pronta y cabal ejecución de la Ley de 25 de Octubre, obrando en todo sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía, como en la misma se previene, y verificándose la reunión de las Juntas en los puntos donde correspondiese según Fuero o costumbre.
Por el artículo 2º se ordenaba que los gefes políticos que entonces eran de Vizcaya y Guipúzcoa quedasen como Corregidores políticos, con las atribuciones no judiciales que por el Fuero, leyes y costumbres competían a los que lo eran en dichas Provincias.
Se establecía por el 3º que las elecciones de Senadores y Diputados se hiciesen en las tres Provincias en la forma establecida por las leyes para el resto de la Monarquía, continuando las Diputaciones provinciales, elegidas por el método directo, limitadas por entonces a entender solamente en lo relativo a este asunto, y procediéndose a su renovación total a fín de que pudiesen tener parte en ella los pueblos que no habían podido verificarlo antes por las circunstancias de la guerra.
Por el artículo 4º se disponía que la Provincia de Navarra nombrase desde luego, y por el método establecido para la elección de las Diputaciones provinciales, una Diputación compuestas de siete individuos, como se componía también la Diputación del Reino, nombrando cada Merindad un Diputado y los dos restantes las de mayor población; siendo las atribuciones de esta Diputación las que por Fuero competían a la Diputación del Reino y las que, siendo compatibles con ellas, señala la ley general a las Diputaciones provinciales, como igualmente la de administración y gobierno interior que competían al Consejo de Navarra; todo sin perjuicio de la unidad constitucional, según se previene en la citada Ley de 25 de Octubre.
Preveníase por el artículo 5º que las elecciones de Senadores y Diputados a Cortes se verificasen también en Navarra en la forma establecida por las leyes generales para el resto de la Península.
Se prescribía por el artículo 6º que la renovación de Ayuntamientos se efectuase en las cuatro Provincias según Fuero y costumbre, debiendo tomar posesión de sus destinos los nuevamente nombrados para el 1º de Enero del siguiente año 1840, y que los nombramientos de Alcaldes se expidiesen gratis en Navarra por el Virrey.
Por el artículo 7º se disponía que en las Provincias Vascongadas en sus Juntas Generales, y en Navarra por la nueva Diputación, se nombrasen dos o más individuos que unos a otros se sustituyeran y con los cuales pudiese conferenciar el Gobierno para la mejor ejecución de lo establecido en el artículo 2º de Ley de 25 de Octubre.
Y, finalmente, prescribíase por el artículo 8º que cuantas dudas ocurriesen en la ejecución de dicha Ley se consultasen por medio de la autoridad superior del ramo de que se tratase.
SECCION SESTA
Inesperada e inmotivada abolición del régimen foral de las Provincias Vascongadas a consecuencia del Decreto espedido en Vitoria por le Regente del Reino en 29 de Octubre de 1841.-Refutación de las causas alegadas por su Ministro responsable en la exposición que precede al Decreto intentando justificar aquella abolición.
El Decreto orgánico de 16 de Noviembre se puso en plena ejecución en las Provincias Vascongadas y Navarra y quedaron de este modo reintegradas en la posesión de sus Fueros, buenos usos y costumbres, continuando en el mismo estado hasta que los movimientos principiados en la Corte y seguidos en algunos puntos aislados de las Provincias Vascongadas y Navarra por Octubre de 1841 en favor del Gobierno de la Reina Madre y contra el Regente del Reino dieron ocasión a que éste expidiera en Vitoria, con fecha 29 del mismo mes y año, un Decreto en que, estableciéndose el supuesto de haber llegado el caso de ser indispensable reorganizar la administración de las Provincias Vascongadas del modo que exigía el interés público y el principio de la unidad constitucional sancionado en la Ley de 25 de Octubre de 1839, se ordenaba por el artículo 1º que los Corregidores políticos de Vizcaya y Guipúzcoa tomaran la denominación de Gefes Superiores Políticos.
Por el artículo 2º se determinaba que el ramo de protección y seguridad pública estuviese cometido en las tres Provincias Vascongadas exclusivamente a los Gefes Políticos y a los Alcaldes y Fieles bajo su inspección y vigilancia.
Por el artículo 3º se prevenía que los Ayuntamientos se organizasen con arreglo a las leyes y disposiciones generales de la Monarquía, verificándose las elecciones en el mes de Diciembre de aquel año y tomando posesión los elegidos en 1º de Enero siguiente.
Se prescribía por el artículo 4º que hubiese Diputaciones provinciales, nombradas con arreglo al artículo 69 de la Constitución y a las leyes y disposiciones dictadas para todas las Provincias, que sustituyesen a las Diputaciones generales y particulares de las Vascongadas, verificándose la primera elección tan luego como el Gobierno lo determinase.
Se mandaba por el artículo 5º que para la recaudación, distribución e inversión de los fondos públicos, hasta que tuviera efecto la instalación de las Diputaciones provinciales, hubiese en cada Provincia una comisión económica compuesta de cuatro individuos nombrados y presididos con voto por el Gefe Político, siendo también consultiva esta comisión para los negocios en que el Gefe Político lo estimase conveniente.
Se disponía por el artículo 6º que las Diputaciones provinciales ejerciesen las funciones que hasta entonces hubiesen desempeñado en las Provincias Vascongadas las Diputaciones y Juntas forales, y las que para las elecciones de Senadores, Diputados a Cortes y de Provincia y Ayuntamientos les confían las leyes generales de la Nación, y que hasta que estuviesen instaladas desempeñasen los Gefes Políticos todas sus funciones, a excepción de la intervención en las elecciones de Senadores, Diputados a Cortes y Provinciales.
Por el artículo 7º se mandaba que la organización judicial quedase nivelada en las tres Provincias con la del resto de la Monarquía, llevándose en Álava a efecto la división de partidos prevenida en orden de 7 de Setiembre del mismo año, y haciéndose inmediatamente para la de Vizcaya la demarcación de partidos judiciales.
Por el artículo 8º se ordenaba que las leyes, las disposiciones del gobierno y las providencias de los tribunales se ejecutasen en las Provincias Vascongadas sin ninguna restricción, así como se verifica en las demás Provincias del Reino.
Por el artículo 9º se dispuso que desde 1º de Diciembre del mismo año, o antes, si fuese posible, se colocasen las aduanas en las costas y fronteras, a cuyo efecto se estableciesen, además de las de San Sebastián y Pasages donde ya existían, en Irún, Fuenterrabía, Guetaria, Deva, Bermeo, Plencia y Bilbao.
Examinemos ahora los motivos de un cambio tan radical en la organización de las Provincias Vascongadas, tomándolos de la exposición misma del Ministro que lo sometió a la aprobación del Regente.
En la citada exposición hacía presente aquel Ministro que se estaba en el caso de que tuviese entero efecto la aplicación del principio de la unidad constitucional, y de que a él se sometiesen cuantas instituciones se le opusieran en virtud de las atribuciones que la Constitución de la Monarquía da al poder ejecutivo y las especiales que le fueron conferidas por la Ley de 25 de Octubre de 1839, siguiendo libre de obstáculos opuestos antes legítimamente, y que ya habían desaparecido, respecto a que las Diputaciones de las Provincias Vascongadas, desmintiendo sus continuas protestas de lealtad, levantaron la bandera de la insurrección para después abandonar al País que querían comprometer, llevando la convicción de que los vascongados no hacían causa común con los rebeldes.
Continuaba el Ministro manifestando «que el Gobierno encargado de la conservación del orden público no podía abandonar este cuidado a agentes que se jactan de una independencia absoluta que había llegado a ser rebelde, y que, si bien no profesaba el Gobierno los principios de una centralización extremada que ahogase los intereses provinciales bajo el peso de la mano fiscal, proclamaba la unidad administrativa y la dependencia efectiva de sus agentes, creyendo necesario confiar esclusivamente a los del mismo Gobierno el ramo de protección y seguridad pública.
«Que recibiendo la acción del poder ejecutivo, y aún el legislativo, un veto en el hecho de sujetar al pase foral las leyes y providencias del poder judicial que no eran del gusto de los partícipes del mando, y considerando que este pase conspiraba contra la armónica división de los altos poderes del Estado contra la dignidad de la Corona y de las Cortes, contra las atribuciones del Gobierno y contra la independencia judicial y la autoridad de la cosa juzgada, debía cesar como incompatible con la ley fundamental de la Monarquía.
«Que mediante a que el artículo 69 de la Constitución prevenía que los Diputados de provincia fuesen nombrados por los mismos electores que los Diputados a Cortes; que en las Provincias Vascongadas el derecho de elegir se limita a muy pocos y estos no representan al País; que en la de Vizcaya se confía a la insaculación y a la suerte, y que lo absurdo de semejantes sistemas vincula en castas y familias los cargos públicos; que para aspirar a los de Ayuntamiento no basta ser español y vecino sino que es necesario ser hidalgo y vecino concejante y vizcaíno originario para tener el derecho electoral activo y pasivo; que los métodos de elección son tantos como pueblos y hay diferentes formas de organización municipal, venciendo por regla general el privilegio y quedando hollado por estos motivos el artículo constitucional que hace a todos los españoles admisibles a los empleos y cargos públicos; creía el Ministro ser obligación del Gobierno que se realizasen los artículos 69 y 70 de la Constitución para que se salvase la unidad constitucional y quedase emancipado el pueblo de privilegios que le abrumaban.
«Que la organización judicial había tenido notables mejoras a pesar de la obstinada resistencia de las Diputaciones; que en Álava se estaba por ejecutar la formación de partidos ya decretada; que Vizcaya, donde la división y atribuciones de los juzgados eran un caos, ofrecía la anomalía de tener alcaldías de fuero patrimoniales, es decir, un derecho que se compra y que se trasmite como las cosas que constituyen la propiedad de los particulares; y que en consecuencia era una exigencia social que ya no podía dilatarse la creación de los partidos judiciales.
«Que el establecimiento de las aduanas en las costas y fronteras había sido siempre considerado como conveniente; que los buenos principios de administración y de economía le recomendaba; que la agricultura, la industria y el comercio le reclamaban también siendo, además, una exigencia de la unidad constitucional; que en el reinado de Felipe V y en la anterior época constitucional tuvo efecto, y que por consiguiente convenía restablecerlo consultando el bienestar de estas Provincias y el de todas las de la Nación.
«Que mientras se reorganizase la administración del País era preciso crear otra provisional; que la elección de una comisión económica y consultiva debía hacerse estensiva a las Provincias de Álava y Vizcaya puesto que había probado bien el ensayo hecho en Guipúzcoa, para que de este modo se asegurase la recaudación, distribución e inversión de los fondos públicos y pudiese consultarse a las necesidades políticas y materiales de los pueblos».
Con suma repugnancia, y sólo cediendo a las exigencias de una imprescindible defensa, pudiera abordarse el análisis de estas consideraciones con que el Ministro responsable del Regente intentó justificar las mutilaciones del Fuero contenidas en el Decreto de 29 de Octubre. Empezaba por sentar que era preciso pensar en la reorganización del País y que después de una meditación detenida había creído que se estaba en el caso de aplicar completamente el principio de la unidad constitucional, salvado en la Ley de 25 de Octubre de 1839. ¿Y en qué razones fundaba el Ministro aquella necesidad y esta aplicación? En que las Diputaciones de las Provincias Vascongadas, «desmintiendo sus continuas protestas de lealtad, levantaron la bandera de la insurrección para después abandonar al País que querían comprometer, llevando la convicción de que los vascongados no hacían causa común con los rebeldes». Hasta aquí no parece sino que el Ministro del Regente quería proteger a las Provincias en su horfandad y proporcionarles la misma organización que recibieron a virtud del Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839, intención benéfica que no habrían dejado de apreciar las Provincias y cuya ejecución estaba marcada en la Ley de 25 de Octubre, de que no era más que un corolario el Real Decreto orgánico.
Esta era la única senda legal que se podía seguir, pero el Ministro, al aconsejar las medidas que en aquella ocasión debían adoptarse, se desvió del camino legal para entrar en el más cómodo de la arbitrariedad poniendo al propio tiempo en evidencia toda la odiosidad de aquel desvío con el reconocimiento que hizo, de que los vascongados no hacían causa común con los rebeldes. Esta confesión de la inocencia de los vascongados forma un contraste singular con la idea de borrar con un rasgo de pluma los Fueros, buenos usos y costumbres a cuyo goce habían sido restituídos dos años antes. ¡Cuánto más conforme hubiera sido a los antecedentes del mismo Regente y a las reglas de la justicia y de la estricta legalidad haberle aconsejado que, pues los vascongados eran fieles a sus juramentos de sumisión a la Reina y a todos los deberes que habían contraído en virtud del convenio de Vergara celebrado con S.A., no era justo arrebatarles en premio de su lealtad las instituciones veneradas, cuya concesión o modificación había recomendado a las Cortes!
Recordando las atribuciones que la Constitución de la Monarquía da al poder ejecutivo y las especiales que le fueron conferidas por la Ley de 25 de Octubre de 1839 se hacía más notable su falta de autorización para allanar los obstáculos que la Constitución y la Ley que invocaba habían opuesto antes legítimamente, y que, muy lejos de haber desaparecido estos obstáculos, se unía a ellos en aquella ocasión la gratitud debida a la lealtad de los vascongados. La Ley de 25 de Octubre fué votada previa la declaración de que la unidad constitucional, salvada en su artículo 1º, no se oponía a la reintegración plena de las Provincias en el goce de sus Fueros, buenos usos y costumbres. El Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre estaba en completa consonancia con esta Ley, y por lo tanto no era en manera alguna ni podía ser llegado el caso de aplicar el principio de la unidad constitucional, de un modo tan contrario al sentido en que fué votada dicha cláusula, y según el cual sólo significaba aquel principio la unidad y comunión en los grandes vínculos en las grandes formas características.
Ni las Diputaciones forales ni los vascongados han dejado de reconocer jamás, ni por un momento siquiera, a un Rey único constitucional para toda la Monarquía, un mismo poder legislativo y una representación nacional común. Por consiguiente, no tenía la menor oportunidad la aplicación del principio de la unidad constitucional, ni el poder ejecutivo estaba autorizado por la Constitución ni por la Ley para alterar el sentido de la organización dada a las Provincias conforme a esta misma Ley, que de todas manera fué además conculcada en el hecho de faltar la audiencia prescrita por su artículo 2º.
Confiando exclusivamente a los agentes del Gobierno el ramo de protección y seguridad pública se despojaba a los Corregidores políticos de las atribuciones no judiciales que les competían con arreglo al artículo 2º del Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre, y la única satisfacción que puede darse para explicar esta novedad es que por el artículo 1º del Decreto de 29 de Octubre de 1841 se disponía que los Corregidores políticos de Vizcaya y Guipúzcoa tomaran la denominación de Gefes Superiores Políticos, siendo por lo mismo limitada a un cambio de nombres. Pero no por esto es más disculpable aquella novedad, pues que pudo evitarse respetando la Ley de 25 de Octubre y el Real Decreto de 16 de Noviembre que formaban el estado legal de aquella época.
Es una exageración atribuir al pase foral la fuerza de un veto impuesto a la acción de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. El objeto del pase foral y su uso se han limitado simplemente a evitar los ataques que se dirijan contra los Fueros y, supuesto el derecho de conservarlos, es una consecuencia necesaria de este mismo derecho cuya integridad y carácter de perpetuidad no se concebirían sin aquel medio de defensa u otro análogo. Por otra parte, mientras no se derogue o se modifique el capítulo foral que lo consigna es preciso respetarlo, porque la confirmación declarada por el artículo 1º de la Ley de 25 de Octubre, sin perjuicio de la unidad constitucional, comprende, según las explicaciones dadas por el señor Ministro de Gracia y Justicia, todas las existencias legislativas y todo lo que constituía el sistema llamado foral.
Cuanto expresaba la exposición del Ministro responsable del Regente para justificar la medida de uniformar con los artículos 69 y 70 de la Constitución el nombramiento de Diputados provinciales y los Ayuntamientos está anticipadamente refutado por las manifestaciones que el Gobierno hizo en las sesiones relativas a la discusión y votación de la Ley de 25 de Octubre de 1839. La diferencia en las formas electorales, así como en las calidades de los electores y elegibles, en nada altera la unidad constitucional porque son accidentes que en manera alguna pueden afectar la esencia de ninguna Constitución perteneciendo, como pertenecen, al orden reglamentario. Y en este supuesto no necesita una especial impugnación el cúmulo de objeciones que se amontonaron para encomiar la organización municipal y judicial modernas a expensas de la que corresponde a las Provincias Vascongadas con arreglo a sus Fueros, buenos usos y costumbres. Supuesta su confirmación, y supuesto también que la unidad constitucional es muy compatible con la coexistencia de aquellos, es extemporánea toda intervención del poder ejecutivo hasta que tenga lugar la modificación de que habla el artículo 2º de la Ley de 25 de Octubre.
No bastaba que el Ministro considerase conveniente el establecimiento de las aduanas en las costas y fronteras. Semejante opinión ha sido combatida por otras muy respetables. Tan distante está de ser recomendado por los buenos principios de administración y de economía que las Provincias Vascongadas han resuelto el problema en sentido contrario. Verdad es que en el reinado de Felipe V y en la anterior época constitucional tuvo efecto aquel establecimiento, pero lo es también que en una y otra acabó el Gobierno por reconocer la inconveniencia de su traslación a las costas y frontera, retirándolas a los puntos que ocupaban anteriormente.
Por Decretos de 31 de Agosto de 1717 y 31 de Diciembre de 1718 mandó Felipe V colocar las aduanas en la frontera de Francia y en los puertos marítimos. Con esta novedad coincidió la invasión francesa de principios de 1719, la que duró hasta el año de 1721, y ya en 16 de Diciembre de 1722 ordenó el mismo Monarca que volviesen a los puntos anteriores. El Gobierno absoluto jamás repitió aquel ensayo habiéndose convencido de que no producía los efectos que se había prometido. Conoció que la frontera y la parte litoral de estas Provincias estarían abiertas al contrabando aunque se destinase para evitarlo un ejército de guardas. Los Pirineos, que parecen inaccesibles, descubren para los que han nacido y se han criado entre sus asperezas muchos desfiladeros, y las costas presentan ensenadas que en todos los tiempos del año dan fácil acceso y proporcionan abrigo a las pequeñas embarcaciones que desde los puertos de Francia conducen todo género de artefactos extrangeros y los descargan y ocultan entre los peñascos. Acostumbrados los naturales de estas Provincias al trabajo de todo un día por un escaso jornal es muy peligroso proporcionarles la tentación de optar a una ganancia cuadruplicada siempre que se presten a trasportar géneros, cuyos derechos desproporcionados provocan el fraude; y una vez desmoralizado el País no sería posible impedir el contrabando ni evitar los males consiguientes.
Si es cierto que la industria necesita protección lo es también que nunca debe dispensársela con tan grave perjuicio de la generalidad de los habitantes de un País en que, sea por la casi absoluta carencia de primeras materias o por otras causas, sólo pueda sostenerse en fuerza de los sacrificios del consumidor y a expensas, sobre todo, de otras especulaciones anteriores a ella y más en armonía con los intereses morales y materiales del mismo País. Ni la agricultura ni el comercio han tenido necesidad de aduanas en el País Vascongado para llegar al mayor grado de prosperidad. Sin ellas se han roturado hasta los huecos de las peñas aprovechando todo el terreno susceptible de vegetación que presenta el suelo de Guipúzcoa. Sin ellas se han sostenido las ferrerías que labran el mejor fierro que se conocer en el mundo, y sin ellas recibió el comercio el gran desarrollo que llegó a tener hasta que la mano fiscal vino a sofocarlo con sus destructores reglamentos, prohibiendo el comercio interior de los frutos coloniales y de todas las producciones de las Provincias exentas con la escusa de que se confundían con los extrangeros. El objeto de tan ruinoso sistema era, sin duda alguna, obligar a las Provincias a que voluntariamente pidiesen la traslación de las aduanas del Ebro a las costas y fronteras, y si bien nunca llegó este caso tampoco pudo evitarse la formación de partidos que debilitaron la unión y fraternidad de los naturales, dando margen a sensibles escisiones. Las Provincias Vascongadas han sido felices con su libre tráfico y comercio, y no sería prudente aventurar un bien conocido sin más seguridad de mejorar que la que se funda en opiniones que, aunque muy respetables, están en contradicción con otras que tienen en su favor la experiencia de siglos enteros. Y en todo caso, sean cuales fueren las opiniones y doctrinas destinadas a prevaler definitivamente en el terreno, así de las teorías como de los hechos, lo que no admite duda ninguna es que el libre comercio en el País Vascongado era uno de los derechos solemnemente confirmados por la Ley de 25 de Octubre y que, por consiguiente, el acto que lo suprimió fué una arbitraria infracción de Ley.
La idea de nombrar una comisión económica hasta la organización que se proponía el Decreto de 29 de Octubre de 1841 fué consecuencia forzosa de la misma desorganización que introdujo en el régimen foral afianzado en la Ley confirmatoria de los Fueros y Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839, en los que debió buscar el Ministro responsable los medios de reemplazar a las autoridades que salvaron sus vidas en el extrangero a resultas de los movimientos de aquella época. Compuestas dichas comisiones de honrados y hábiles vascongados procedieron con la pureza y desinterés que les caracterizaban, pero este hecho no justifica el exceso de haber constituído a las Provincias en un estado excepcional.
Cuando el Regente no era más que un súbdito de la Reina de España, aunque merecidamente condecorado con el título de Duque de la Victoria, de Capitán General de los reales ejércitos y su General en gefe, tuvo ocasiones de acreditar el respeto que se debe a la Constitución y a las leyes. Tratando de un interés tan vital como era la pacificación del Reino, dependiente de la sumisión de las Provincias Vascongadas y Navarra, no quiso excederse ni un ápice de la autorización que le confirió el Gobierno de la Reina para negociar la paz con la garantía de la concesión o modificación de los Fueros, limitándose por el artículo 1º del convenio de Vergara a una simple recomendación. Pero sea efecto de desacertados consejos o de los vértigos a que está expuesto el hombre elevado a la última altura, es lo cierto que su conducta posterior no estaba en consonancia con aquellos miramientos y que fué verdaderamente lastimoso ver que, siendo Regente, obraba con la más absoluta independencia de toda ley y de toda regla de justicia al subvertir y trastornar con un rasgo de pluma el estado legal de unas Provincias cuya inocencia reconocía y confesaba él mismo.
Semejante proceder, y el extremado rigor que a su nombre desplegaron algunas autoridades en el País, provocaron quejas sordas que poco tiempo después llegaron a ser un clamor público y general, y aún no eran cumplidos dos años cuando el mismo personage aclamado en 31 de Agosto de 1839 como pacificador de España y restaurador de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, se vió forzado a optar por el ostracismo privado de sus honores y grandeza. ¡Triste, pero importante lección que nunca deben olvidar los hombres de Estado para no dejarse arrastrar del espíritu de partido y desviarse de la senda legal!
SECCION SETIMA
Reclamación de las Provincias Vascongadas contra el violento e ilegal estado que creó el espresado Decreto del Regente del Reino.-Incompleta reparación obtenida por el Real Decreto de 8 de Julio de 1844.
Restituída la España a su estado normal el año de 1843 se inauguró el nuevo Gobierno con una declaración general de que su sistema de administración sería de legalidad, de orden, de justicia y de paz. Notorios eran los agravios sufridos por las Provincias Vascongadas a consecuencia del Decreto del Regente. Despojadas violentamente de la posesión de sus Fueros, buenos usos y costumbres parecía que semejante estado no podía tener más duración que el Gobierno que lo creó. Las Provincias exentas no podían ser las únicas desatendidas puesto que nadie podía dudar que ante la Ley de 25 de Octubre de 1839, decretada por las Cortes y sancionada por la Corona, debía quedar ipso jure aniquilado el Decreto de 29 de Octubre de 1841. Pero el Real Decreto de 8 de Julio de 1844 es la mejor prueba de que, si bien la cuestión, considerada legalmente, no ofrecía duda, los Gobiernos frecuentemente obran por consideraciones de diferente orden. Los intereses creados al abrigo del Decreto del Regente merecieron más respeto que la Ley de 25 de Octubre. La lealtad con que por su parte habían observado las Provincias las estipulaciones del convenio de Vergara que puso término a la guerra civil de seis años, la sangre vertida tantas veces por sus naturales en defensa de los derechos y de la independencia de la Nación, la confianza con que los Batallones de las Provincias depusieron las armas sin aguardar a la concesión de los Fueros, no se consideraron títulos bastantes para que se las otorgase la subsanación del despojo causado reintegrándolas en el estado interino que les aseguró aquella Ley. Todos tuvieron que ceder ante la conveniencia general que, sin duda, debía consistir en el sacrificio de las Provincias Vascongadas.
El establecimiento de las aduanas en las costas y frontera, el ramo de protección y seguridad pública, la institución del pase foral y la organización judicial quedaron en el mismo estado y bajo el mismo pie que se fijó por el Decreto del Regente de 29 de Octubre de 1841. Las únicas variaciones que se hicieron se reducían a que los Gefes Políticos de las Provincias Vascongadas, con el carácter de Corregidores políticos, presidiesen las Juntas Generales pero sin permitirlas ocuparse de otras cosas que las designadas en el mismo Real Decreto, que son el nombramiento de las Diputaciones forales y el de dos comisionados que expusiesen al Gobierno cuanto juzgasen oportuno en punto a las modificaciones forales prevenidas en el artículo 2º de la Ley de 25 de Octubre de 1839. Podían, sin embargo, permitirlas que se ocupasen de los demás negocios que no estuvieran en oposición con el expresado Real Decreto, según el cual subsistirían también las Diputaciones provinciales con arreglo al Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839 y a la Ley de 5 de Abril de 1842, aunque sólo para entender por entonces en los asuntos designados en el artículo 3º de dicho Real Decreto y en el 56 de la Ley vigente sobre libertad de imprenta.
En cuanto a Ayuntamientos, se dispuso que interin se hacía el arreglo definitivo de los Fueros tuviesen las atribuciones que gozaban antes del Decreto de 29 de Octubre de 1841, en lo que no fuese opuesto a él, exceptuando los Ayuntamientos de aquellos pueblos en que, a petición suya, se hubiese establecido o se estableciese la legislación común.
Bien pronto se vió que este último artículo relativo a los Ayuntamientos estaba destinado desde su origen a ocasionar una disolución inmediata porque dependían las atribuciones antiguas de los Ayuntamientos de una condición incompatible con el Decreto del Regente. Así sucedió en efecto, pues ha llegado el caso de haberse planteado la nueva organización municipal que la Ley de 8 de Enero de 1845 da a todos los Ayuntamientos del Reino. La forma de elección, la calidad de electores y elegibles, la formación y rectificación de listas, la época del nombramiento de sus vocales, la divergencia de las facultades de los Alcaldes y de los Regidores, y hasta la manera de ejercerlas, se resienten en esta Ley del sistema de centralización llevado al último extremo en términos que, dependiend
Por EL LICENCIADO DON JULIAN DE EGAÑA
DECANO DEL ILUSTRE COLEGIO DE ABOGADOS DE LA CIUDAD DE SAN SEBASTIAN.
MADRID, 1850.
Establecimiento Tipográfico de Mellado
Calle de Santa Teresa, nº 8.
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A LAS DIPUTACIONES GENERALES
DE LAS M.N.Y M.L. PROVINCIAS DE GUIPUZCOA Y ALAVA, Y M.N.Y M.L. SEÑORIO DE VIZCAYA
Un trabajo consagrado, si no con el mayor acierto, al menos con la más pura intención a la defensa legal y razonada de las instituciones forales, a nadie en mi juicio pudiera ser dedicado con más justicia que a las celosas corporaciones encargadas a la vez del depósito de los Fueros y de la observancia de los mismos.
Esta creencia, tan conforme por otra parte a los sentimientos de rendida adhesión que siempre he tributado a la autoridad que VV. SS. representan y que ninguna vicisitud de mi vida ha alcanzado a debilitar en lo mas mínimo, me anima a ofrecer a VV.SS el desaliñado fruto de un plan concebido y llevado a ejecución con sobrada premura, confiado en que, cuando su escaso mérito no le haga digno de la ilustración de VV. SS., tampoco le negarán su indulgencia, siquiera en gracia de mi buen propósito y del grandioso objeto a que se encamina.
Dios guarde a VV. SS. muchos años.
San Sebastián, 6 de noviembre de 1850.
Julián de Egaña
El País Vascongado, único tal vez en el mundo que a través del tiempo y de las ruinas de tantos pueblos, de tantos imperios y de tantas civilizaciones, ha sabido conservar íntegro y presentar ileso en el gran concurso del siglo XIX el sagrado depósito de su constitución primitiva y de sus creencias, está, según todos los indicios, abocado a una próxima modificación de las seculares instituciones en que aquella se apoyó, y espera con ansiedad el desenlace de una crisis que, decidiendo de su porvenir, pudiera también influir poderosamente en el porvenir de la Monarquía española.
En medio del espectáculo imponente que hoy presentan las más respetables naciones de Europa, violentamente lanzadas a una lucha de vida o muerte por el brusco sacudimiento de ideas y de principios esencialmente desorganizadores, apenas pudiera ofrecerse a la consideración del hombre pensador un asunto más interesante ni más digno de fijar sus meditaciones que lo que se ha dado en llamar Cuestión Vascongada.
Porque preciso es no perder de vista que en ella no se trata de la reorganización de un pueblo que la solicita o la desea por haber caducado, o desmoronádose con el trascurso del tiempo, el roce de los acontecimientos o el comercio de las nuevas doctrinas, las bases de su existencia civil y política. La modificación, según sean las opiniones dominantes de los encargados de llevarla a cabo, puede afectar más o menos gravemente las condiciones de vida de un País antiquísimo que, satisfecho y contento con los beneficios de una legislación, a la que cree deber el resultado de reconocerse grande en su pequeñez, está habituado a apreciarla como su primera necesidad, a amarla con la gratitud y la pasión que consagramos a todo lo que en medio de una indeclinable estrechez constituye y perpetúa nuestro bienestar y el bienestar de nuestras familias; a venerarla, en fín, con esa especie de idolatría que nos inspiran los grandes hechos, las grandes concepciones con que la paternal solicitud de nuestros mayores dejó asegurada la suerte de su posteridad.
Hasta qué punto pueda ser justo y legítimo este cambio, lo dice la ley.
Hasta qué punto esta ley sea racionalmente interpretable, lo han dicho los legisladores.
Pero hasta dónde el interés bien entendido, y la conveniencia general de la Monarquía, recomiendan la conservación de los elementos que el País Vascongado ha menester para vivir con la robustez y vigor que tan fecundos resultados han dado en todos tiempos en bien de esa misma Monarquía, sólo lo demuestran, por una parte la situación que ese pueblo ocupa en la Península, y por otra la historia de sus heróicos servicios.
Estas indicaciones bastarán para dar una ligera idea del trabajo que con suma desconfianza ofrezco hoy al público. Empresa muy superior, sin duda alguna, a mis fuerzas, no podía ocultárseme al acometerla, que su desempeño distaría mucho de corresponder a mi buen deseo. Pero alentado con la seguridad de excitar por este medio la emulación de mis paisanos, para que ilustren la materia con mayor caudal de talento y de luces, he creído que mis tareas no serían enteramente perdidas si alcanzaban este resultado. Acostumbrado, por otra parte, a considerar y cumplir como uno de mis primeros deberes el de contribuir en ocasiones análogas, si bien menos graves y decisivas, con el escaso contingente de mis recursos intelectuales, no he podido resistir en los últimos años de mi trabajada existencia al estímulo de añadir este postrer servicio a la serie de testimonios que acreditan mi constante adhesión y profundo respeto a las sabias tradiciones que por espacio de tantos siglos han sido un manantial fecundo e inagotable de paz y de ventura para el País Vascongado. En él nací, en él he vivido sin interrupción, y testigo y partícipe a un tiempo de los beneficios que su admirable organización derrama sobre todos sus hijos le he amado, como buen español y buen vascongado, con la doble solicitud de quien ansía verlo siempre próspero y feliz y dotado, además, de las condiciones necesarias para contribuir tan eficazmente como hasta ahora a la mayor prosperidad y esplendor de la noble y generosa Nación a que pertenece.
En el plan de mi trabajo entraba el propósito de dar una sucinta idea de la organización vascongada, y así lo he hecho limitándome a presentar un compendio de la legislación foral de Guipúzcoa, por parecerme innecesario tratar además de las de Álava y Vizcaya. Y en efecto, unos mismos son los principios y bases fundamentales sobre que descansan las tres; unos mismos su carácter, su índole, su tendencia y resultados; uno su origen, como unas las necesidades cuya satisfacción tenían por objeto y que, estableciendo sólidamente entre las tres Provincias esa comunión necesaria, esa armónica dependencia, esa afinidad indisoluble que completan, por decirlo así, los rasgos de su fisonomía moral, enlazaron la suerte de todas ellas y sellaron la mancomunidad de sus intereses con el significativo título de hermanas, bajo el mágico emblema de Irurac-bat. Hermanas, sí: porque así como fuera preciso cerrar voluntaria y obstinadamente los ojos a la luz para no ver y reconocer en las tres Provincias Vascongadas el mismo pueblo, la misma raza, la misma familia, así también sería menester rebelarse contra la evidencia para negar que sus instituciones son efecto de unas mismas causas, emanaciones de una misma razón, creaciones de un mismo espíritu, hijas de las mismas necesidades, partes integrantes, en fín, de un mismo plan, de un mismo pensamiento, de una misma combinación. ¿Qué importa para la unidad del sistema que difieran en alguno que otro accidente, en alguno que otro imperceptible detalle? ¿Podrá por ventura citarse un sólo código que no haya sufrido en su aplicación práctica alteraciones de mayor trascendencia? No ciertamente.
Al fallar de una manera definitiva e irrevocable sobre la cuestión foral, los dignos representantes de la Nación no desmentirán la proverbial nobleza e hidalguía del carácter español; y haciéndose superiores a las prevenciones apasionadas que, con más animosidad que sensatez y criterio, han alimentado en todos tiempos los émulos del País Vascongado recordarán que, si en ocasiones azarosas y difíciles para la Monarquía ha sido una de sus más robustas columnas, lo ha debido a sus peculiares instituciones, sin cuyos beneficios no tardaría en verse convertido en un vasto y árido despoblado, arrastrando en su ruina intereses que la España no puede mirar con indiferencia. Recordarán también que la solemne promesa empeñada a presencia de dos ejércitos igualmente fuertes y poderosos dió existencia a una ley cuyo texto y verdadero espíritu están ya juzgados inapelablemente. Y, por último, tendrán en cuenta, con una previsión que justificará el tiempo, que el acto que de un golpe destruyese las esperanzas que los vascongados fundan en la inviolabilidad de aquella ley sería tan poco digno de ocupar un lugar en la historia de esta Nación magnánima como lesivo de sus bien entendidas ventajas. La España, respondiendo lealmente a la voz de la conciencia pública y haciendo justicia a sus sentimientos, se la hará también muy cumplida al País Vascongado; y éste, dichoso bajo el amparo de su legislación tutelar, podrá continuar siendo el primer centinela de la independencia española y el baluarte más inespugnable contra las irrupciones de sus enemigos.
Tales han sido y serán siempre mis votos, y a este resultado se encamina también el ensayo que hoy someto al examen de mis compatricios. Si no me cabe la gloria de conseguirlo, me consolará la satisfacción de haberlo intentado.
SECCION PRIMERA
Idea general del espíritu que han creado los Fueros en las Provincias Vascongadas.- Análisis del régimen foral de la de Guipúzcoa y compendio de sus textuales disposiciones.
Las Provincias Vascongadas no deben, sin duda, al ingrato suelo que ocupan en la fértil España la fuerza y la robustez que se las conoce en el día.
Habiéndose preservado sus habitantes de toda dominación estrangera, abrigados en sus montañas que jamás holló el pie de ningún conquistador, establecieron un sistema particular de gobierno que sin transición de servidumbre, ni de barbarie, los elevó a un grado de libertad y de independencia que no han sabido combinar los mejor publicistas.
Diseminados en toda la estensión de su territorio en caserías cómodas, entretienen una labranza que provee a sus necesidades y forman entre sí tan íntima cohesión que les hace inespugnables a todo ataque.
Un gobierno verdaderamente patriarcal en toda la pureza de las costumbres del hombre de la naturaleza se observa en estas caserías, al paso que se admira en las ciudades y villas situadas en sus hermosos valles, unido todo el refinamiento de la civilización a la moralidad más ejemplar. ¿Cuál, pues, será la causa misteriosa de su bienestar en despique de tantas otras que conspiran a su pobreza y miseria? En vano se buscará aquella causa fuera de este espíritu de libertad que por siglos reina entre sus riscos, sostenido por un gobierno popular, creador de costumbres sencillas, puras y laboriosas, y perfeccionado por el ardiente amor que los naturales profesan a sus antiguas instituciones, cuya escelencia conocen prácticamente y sin necesidad de las teorías a que tienen que recurrir inútilmente los demás pueblos.
En contacto con otras provincias que la naturaleza hizo de mejor condición, sin que por esto hayan alcanzado su prosperidad, no ha podido ocultarse a los vascongados el secreto de la felicidad que disfrutan, y este conocimiento les inspira una firme convicción de que su suerte sería muy distinta desde el momento en que se mostrasen menos celosos de sus Fueros, buenos usos y costumbres.
Así es que su mejor estado, comparativamente con el de otros pueblos, es efecto de la constancia con que han procurado conservar las libertades primitivas que no les fueron reveladas desde que pertenecen a la Corona de Castilla, sino que son tan antiguas como su existencia, emanadas de las necesidades del estado social y tan inalterables como la misma naturaleza de las necesidades a que deben su origen.
No pudiendo por tanto dudarse de ser ésta la verdadera causa de la prosperidad y fuerza de las Provincias Vascongadas, y siendo también positivo que siempre las han empleado, desde su voluntaria incorporación a la Monarquía, en beneficio común del Estado en tiempo de paz, y en contener al enemigo en la frontera, armándose padres por hijos en masa, en todas la circustancias de agresión enemiga, para la defensa de la Nación, sería un empeño tan aventurado como incomprensible quererlas privar de aquello mismo que constituye su actual fuerza y robustez, pues que semejante acto equivaldría a la demolición del antemural levantado para contener una invasión extrangera.
Y todavía sería más indiscreto este empeño si se fundara en la desacertada idea de establecer cierta simetría con las leyes y costumbres del resto de la Monarquía. Cuando la naturaleza de las necesidades de la sociedad es la fundadora de las leyes políticas, no subordina aquellas necesidades a reglas ni combinaciones. Muy al contrario, se muestra varia y movible en sus creaciones adaptándolas a la calidad del clima, de terreno y demás circunstancias accidentales, y sería un pretesto pueril alegar como una razón justificativa del cambio del Fuero por las leyes generales de la Monarquía la ventaja de combatir el espíritu de provincianismo que, bien dirigido, reasume y concentra en sí mismo el amor de la Patria.
Si el provincialismo es un vicio (que no lo creo), es vicio común de todas las sociedades, por bien constituídas que estén. El hombre, por más que digan los utopistas, ante todas cosas se ama a sí mismo, ama luego a su familia, a su lugar, a su provincia y al reino a que pertenece; y los legisladores que conozcan bien los resortes ocultos del corazón humano sabrán siempre sacar partido de esta misma gradación de afecciones para cimentar el bien público y general sobre el particular de los individuos. Por más que el hombre se ame a sí mismo con predilección, no le basta para ser completamente feliz su propio bienestar, y ensanchando el círculo de sus aspiraciones es como contribuye a la prosperidad de todos los demás a quienes alcance su influjo; así como, obrando este mismo principio gradualmente su inmediata acción, es como se cumple el objeto de las asociaciones políticas. En este sentido, lejos de merecer el provincialismo la odiosa calificación de "vicio" es una de las más grandes y nobles virtudes, y a los ojos de la sana filosofía se identifica con el amor propio bien ordenado, que cuenta los quilates de su ventura por el número y relación de los que por su influencia son también felices.
La nivelación, destruyendo la base de las instituciones de las Provincias Vascongadas, daría indefectiblemente por resultado la destrucción del bienestar de las mismas; porque ninguno de los que tratasen de nivelarlas en cargas con las restantes de la Monarquía podría hacer el milagro de trasformar nuestros peñascos en feraces terrenos.
La exención del País Vascongado nunca ha servido para sustraerle de la justa repartición de cargas. Si no contribuye en períodos determinados, ha hecho, y continúa haciendo, inmensos sacrificios, y lo que dan es siempre un ingreso efectivo sin los descuentos de una costosa recaudación.
Su administración foral no cuesta un maravedí a la Nación. Ha contraído una deuda muy cuantiosa en las guerras que tan frecuentes han sido desde que forma parte integrante de la Monarquía. En ellas han sido los primeros en sufrir las devastaciones del enemigo, y los últimos en libertarse de su desolación y vejaciones. Han construído diferentes líneas de caminos reales sin el menor auxilio de la Nación, y mantienen varios establecimientos de beneficiencia a sus propias espensas, cubriendo con la mayor exactitud los intereses de su deuda, sin gravamen del erario.
Si no están sujetas a quintas, no por eso de dispensan de comprometer en la suerte de la guerra toda su población, todos sus bienes y todos los recursos que ha podido proporcionarlas su crédito. De modo que han explicado prácticamente lo que para ciertos espíritus es una paradoja, pero que a juicio de los hombres sensatos es la pura verdad, reducida a que los servicios pecuniarios y de hombres que en diversos sentidos prestan para auxilio y defensa del Estado no sólo son proporcionados, sino que esceden a lo que los productos de su estéril suelo y su población deberían contribuir en una distribución equitativa de cargas comunes.
Desengáñense los partidarios de la nivelación. Si fuese posible la de las Provincias Vascongadas con las demás de la Monarquía, y si por resultado de tan desacordado propósito cargase el Gobierno con su deuda pública y con el pago puntual de sus intereses, no bastaría cuanto se les exigiese en justa proporción de su estado territorial, de su comercio y de su industria, para cubrir aquella sagrada deuda, para la reparación de sus camino reales y vecinales, y sostener los establecimientos de beneficiencia pública y manutención de los niños espósitos en el pie actual, juntamente con la decorosa subsistencia del culto y clero. Siendo la última consecuencia de tan desastrosa medida la inútil vejación del País, su desconcierto gratuito y su aniquilamiento en daño del Estado. Sí, en daño del Estado, porque, debiendo ser superiores las obligaciones de las Provincias Vascongadas a sus productos naturales e industriales, se llegaría bien pronto a palpar la imposibilidad de esquilmarlas sin consumar su ruina y reducirlas a un vasto desierto.
En tan grave materia importa mucho establecer y fijar hasta la verdadera inteligencia de las voces. ¿De qué puede tratarse en el día? De la modificación de los Fueron con arreglo al Art. II de la Ley de 25 de Octubre de 1839, y como el verbo "modificar" no significa otra cosa en la acepción más genuina que "reducir las cosas a términos justos templando su exceso y exorbitancia", será superflua toda modificación.
No debiendo, empero, invertir el orden y método que me he propuesto seguir en esta obra, anticipando observaciones que fortalezcan esta última consecuencia, me ocuparé ante todas cosas de analizar con la posible exactitud el régimen foral, según se halla consignado en la compilación de nuestros Fueros.
El poder supremo provincial de Guipúzcoa reside, con arreglo a sus Fueros, en las Juntas Generales, que se celebran todos los años desde el día 2 de Julio y duran los once señalados en los poderes que llevan sus representantes, a menos que no se terminen las sesiones en un período más breve o no se amplíen los poderes para más tiempo, como ha sucedido en algunas circunstancias extraordinarias.
Antes de convocarse las Juntas se reune la Diputación Extraordinaria llamada de verano y, enterada de los negocios por el examen de las actas de la Diputación Ordinaria, levanta los puntos sobre que deben deliberar y resolver las Juntas, remitiendo también a la determinación de las mismas otros en que por su gravedad se abstienen las Diputaciones Ordinaria y Extraordinaria de dictar resolución definitiva. En seguida despacha la Diputación Ordinaria un oficio circular a las ciudades, villas, universidades, alcaldías, valles y uniones a fín de que se enteren sus respectivos Ayuntamientos y nombren los caballeros Procuradores que en su representación concurran a las Juntas que deben celebrarse, alternando en los diez y ocho pueblos designados en el Fuero, cuyo número se encuentra aumentado en la actualidad a diez y nueve desde la incorporación de la villa de Oñate al gremio y Hermandad de Guipúzcoa.
Los Ayuntamientos eligen dos caballeros Procuradores, o cuando menos uno, entre sus vecinos concejantes de conocida instrucción y experiencia, siendo facultativo en la mismas corporaciones elegir a los que lo sean y residan en otros pueblos y, revestidos de poderes, marchan el punto designado por el Fuero en el año corriente.
Reunidos a la hora competente en el salón consistorial, con asistencia del señor Corregidor, se da principio por la presentación de los poderes que se entregan a los reconocedores nombrados en el acto, quienes sin perder momento evacuan su encargo en una pieza inmediata, así como examina los poderes de estos otra comisión especial; y vueltos al salón, manifiestan si se hallan o no bien estendidos y arreglados al formulario, y en el caso afirmativo los aprueba y da por bastantes la Junta.
Acto continuo, juran los caballeros Procuradores con arreglo al Cap. II, Tít. VIII, de los Fueros defender el misterio de la Purísima Concepción de María Santísima y la fiel observancia de los Fueros, privilegios, ordenanzas, buenos usos y costumbres de la Provincia, y declara ésta que queda definitivamente instalada la Junta.
Se propicia la lectura de los Fueros y al tenor de su Cap. I, Tít. VI propone el Ayuntamiento del pueblo donde se celebran las Juntas su asesor Presidente de ellas y, admitido que sea el propuesto, saliendo a la fianza de sus actos la corporación proponente, presta el juramento prescrito por el Fuero y toma asiento entre el Consultor, si asiste a las Juntas, y el Secretario de la Provincia.
Sin interrupción continúa la lectura de los Fueros y, conforme a su Cap. I, Tít. VII, y Capítulo único, Tít. VII del Suplemento, relativos a los señores Diputados Generales de la Provincia, propone el pueblo de Juntas, según la costumbre establecida, un Diputado General en ejercicio y dos Adjuntos; un Diputado General y su Adjunto, para cada uno de los cuatro pueblos llamados "de tanda", que son San Sebastián, Tolosa, Azpeitia y Azcoitia, y a cada Diputado General y su Adjunto para los cuatro Partidos en que a este efecto se halla dividida la Provincia. En esta propuesta ocupan su lugar nueve comisarios de tránsito, seis comisarios de marinería, dos veedores de hidalguías, dos escritores de cartas y tres reconocedores de memoriales.
Sin otra ocupación, comunmente termina la primera sesión, mandándose comunicar la nómina de los nuevos señores Diputados Generales a las Diputaciones hermanas del Señorío de Vizcaya y Provincia de Álava, y el Congreso en cuerpo, precedido de los maceros y músicos juglares, se dirige a la Iglesia Parroquial, en la que se celebra una misa solemne con sermón en obsequio de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, gloriosa patrona de Guipúzcoa, cuya efigie se conduce en la procesión juntamente con la del glorioso San Ignacio de Loyola, hijo y patrono de la misma, a quien se dedica otra igual función en unos de los días siguientes.
En la segunda sesión nombra la Junta, a propuesta del pueblo en que se celebra, las comisiones a que deben pasar los expedientes relativos a los puntos levantados y remitidos, y, hecha esta división de trabajos, anuncia el Secretario a la Junta que el señor Diputados General que ha estado en ejercicio durante el último año foral pide entrar en el Congreso á sufrir residencia. A cuyo fín es introducido en el salón por dos caballeros Procuradores y toma asiento a la derecha de la representación del pueblo de Juntas.
A continuación se da lectura del registro de las actas de la Diputación Ordinaria y Extraordinaria, y los caballeros Procuradores señalan al Secretario aquellas actas que debe anotar, y en que las Diputaciones hubiesen incurrido, según la opinión de los mismos Procuradores, en alguna responsabilidad por abuso de su autoridad, por infracción del Fuero, por injusticia o en otra cualquiera manera, sobre cuyos puntos anotados se dirigen al señor Diputado General que sufre residencia los cargos a que haya lugar, y a los que procura éste satisfacer sosteniendo la justicia y legalidad de sus actos. Y oídas las explicaciones respectivas, se da por terminada la residencia prestando la Junta, en cuanto merezca, su aprobación a lo obrado por la Diputaciones, y acordando en su caso un voto de gracias por los servicios que sus individuos hayan prestado también durante el último año foral.
El mismo día segundo de Juntas se ocupaban éstas, hace aún pocos años, en la elección de un Alcalde de Sacas y cosas vedadas de exportar e introducir en el Reino; pero el establecimiento de las aduanas y resguardos en la frontera de Francia y en la zona que abraza los contra-registros y la costa marítima de la Provincia ha hecho suspender el ejercicio de esta atribución foral de nombrar aquel funcionario, y la Junta continúa ocupándose de los demás negocios y en discutir los descargos que las comisiones van presentando de los expedientes relativos a los puntos levantados y remitidos, y de todos los demás que ocurran de interés general del País, observando la mesura y el decoro propios de la dignidad del Congreso y de la uniformidad de sentimientos patrióticos que animan a todos los caballeros Procuradores. Cuanto tenga relación con el fomento de la agricultura, con la ganadería, con la industria y las artes, con la beneficiencia, instrucción pública, mejora de su hacienda peculiar, sus caminos reales y vecinales, salud pública y corrección de costumbres, es objeto de las discusiones más ilustradas y de las resoluciones más importantes de la Junta, la cual no da punto a sus tareas sino después de haber aprobado las cuentas de su tesorería, previo el examen más detenido y escrupuloso de ellas.
Además de estas atribuciones reconoce el Fuero en la Junta desde tiempo inmemorial la jurisdicción civil y criminal, y la ha ejercido en los negocios que han ido ocurriendo entre concejo y concejo, y entre particulares y concejos, siendo esta jurisdicción tan ilimitada que la Provincia conocía de los delitos que cometiesen los vecinos de ella en la mar, y fuera de su territorio en cualquiera parte.
El ejercicio de esta jurisdicción civil y criminal hubo de dar lugar, en mi humilde opinión, a la eliminación de los abogados de las Juntas Generales y Particulares, por los inconvenientes que de su asistencia, diligencia y persuasión podían resultar a la Provincia y a sus vecinos y moradores, según dispone el Cap. XIV, Tít. VI, de los Fueros.
También estaban escluídos de la asistencia a las Juntas los cuatro Escribanos de la Audiencia del señor Corregidor, como igualmente los Merinos y Procuradores de la misma. Pero si bien puede, a mi juicio, explicarse la exclusión de los últimos por la dependencia en que se hallaban respecto a la Provincia, que era la que los nombraba, no alcanzo del mismo modo las razones que pudieron tenerse presentes en el Cap. VII Tít. XIV de los Fueros para hacer estensiva aquella disposición a los Escribanos del Corregimiento.
Terminadas las sesiones de la Junta General pasa el nuevo Diputado en ejercicio a la villa de Tolosa, punto de residencia que se ha fijado recientemente para las autoridades provinciales, y continúa el despacho de los negocios con arreglo al Fuero y decretos de Juntas, de que es ejecutora la Diputación.
Antes que ésta tuviera residencia fija el Diputado General en ejercicio era el mismo que había sido nombrado para uno de los cuatro pueblos de tanda en que alternativamente y por turno residían la Diputación y el Corregidor por espacio de tres años. Pero en el día, mediante la variación hecha en el Fuero por la misma Provincia y que fué sancionada por la Corona, se procede al libre nombramiento de los señores Diputados en ejercicio en la forma expuesta al describir la sesión de la primera Junta, sean o no vecinos del pueblos en que debe residir la Diputación, pero manteniéndose a los cuatro que antes se llamaban de tanda sus respectivos Diputados Generales y Adjuntos que, con los elegidos para los cuatro Partidos, componen la representación provincial de la Diputación Extraordinaria, juntamente con dos capitulares del punto en que residen las autoridades.
La Diputación Ordinaria se compone del Alcalde del pueblo y otro constituyente de su Ayuntamiento , el señor Diputado General en ejercicio y el de tanda, con asistencia del Corregidor, debiendo también ser llamado cualquier otro Diputado de fuera que casualmente se encontrase en el lugar. Y esta corporación así constituída da expedición al despacho ordinario de los negocios que no sean de especial gravedad. Pero si ocurriese algún asunto que en su concepto mereciera una consulta a las repúblicas se llama y convoca la Diputación Extraordinaria para su conveniente resolución y la de los demás que por accidente ocurran.
Hay otras Juntas, que se llaman Particulares, aunque compuestas como las Generales de todos los representantes de las repúblicas de la Provincia, distinguiéndose de ellas tanto porque en las Particulares no se trata más que del negocio o negocios que las motivan como porque se celebran por causa especial urgente que ocurra durante el año foral y fuera del período de las Generales.
Siempre que se ofrezca necesidad de una Junta precede la reunión de la Diputación Extraordinaria, a excepción de los dos casos previstos por el Fuero, y son: primero, cuando una república o vecino de ella pidiese la celebración de la Junta Particular obligándose a suplir el coste que ocasione; y segundo, cuando se recibiere algún despacho u orden del Gobierno que exija pronto expediente y su resolución esceda la facultades de la Diputación, pudiendo, sin embargo, representar ésta lo que fuere conveniente en los casos permitidos por derecho.
Además de las Diputaciones Extraordinarias, motivadas por asuntos particulares de alguna gravedad, se celebran cada año dos que se llaman de invierno y de verano; aquella para examinar el estado de los negocios despachados por la Diputación Ordinaria y formal en el primer semestre foral que empieza en 13 de Julio, y ésta para igual examen de los que se han despachado en el segundo semestre y para designar, además, los puntos que han de levantarse y los que convendría remitir a la deliberación y resolución de las Juntas Generales inmediatas, y nombrar individuos de su seno que reconozcan las cuentas de la tesorería general de la Provincia, a efecto de emitir su dictamen y presentarlas con él al Congreso.
La Diputación obra casi siempre oyendo el dictamen de sus Consultores, que se procura sean abogados de primer crédito, debiendo residir el uno de ellos en el mismo pueblo en que resida la Diputación y pudiendo vivir el segundo en otro diferente. En los casos ordinarios se consulta al que esté más a mano de la autoridad provincial, pero en los de gravedad se oye el dictamen de ambos.
Con tal útil cooperación y con el celo y firme voluntad de los señores Diputados no tienen estos mas que tomar por norte y guía el Fuero para llenar cumplidamente sus deberes y atribuciones. Si se quisiera gravar a la Provincia haciendo alguna cesión de su territorio o imponiéndola la carga de satisfacer algún sueldo a quien fuese estraño en la misma, el Cap. VI, Tít. II de los Fueros le suministra razones y disposiciones legales para prevenir y evitar toda enagenación de su territorio o parte de él, prohibiéndole tomar sobre sí y a favor de todo extrangero situado alguno por merced real.
Si se tratase de pedir o exijir a la Provincia algún empréstito o alguna contribución directa o indirecta bastaría recordar el tenor del Cap. VII, Tít. II que ordena que la Magestad Real no pedirá empréstito alguno a la Provincia, ni impondrá en ella sisas, gabelas y tributos, ni enviará Corregidor, sin que la misma Provincia o la mayor parte de ella se lo suplique a S.M.
Si aún en ocasiones de guerra se quisiere enviar un caudillo militar que mandase a los tercios de la Provincia, opondríase a semejante medida la terminante disposición del Cap. XI, Tít. II por el que se reconoce a la Provincia la singular preeminencia de haber nombrado y deber nombrar siempre Coronel, caudillo y Cabo principal que gobierne toda la gente de su territorio en lo militar, para las ocasiones de guerra que se han ofrecido y ofrecieren en servicio del Estado, así en la defensa de la frontera como en las demás partes de estos Reinos donde han servido sus naturales, estando, además, declarado que la Provincia, su Coronel y tercios han de acudir y servir en las ocasiones de guerra por vía de aviso y advertimiento del Capitán General o de quien gobernare las armas de S.M., y no por orden ni mandato. El Cap. I del Tít. XXIV completa esta disposición mandando que de los límites de la Provincia no salga gente de guerra para ninguna parte, ni por necesidad ninguna que se ofrezca, por mar o por tierra, por mandato del Rey ni otro ninguno, sin que primero le sea pagado el sueldo que hubiese de haber y fuese necesario para la expedición.
El Tít. XVIII está consagrado a asegurar a los guipuzcoanos la exención de derechos de todo género por mar y por tierra, y la libertad que deben disfrutar sus naturales y vecinos para proveerse de bastimentos de reinos extraños.
El Cap. único, Tít. XXV establece la exención relativa al uso de armas a favor de los naturales y vecinos de esta Provincia.
Hay quienes atribuyen al Fuero de Guipúzcoa alguna sobriedad en todo lo respectivo a las garantías personales y reales de sus naturales y vecinos; pero es muy fácil demostrar que, en esta parte como en todo lo demás, no carece este código de las disposiciones más convenientes y acertadas.
El Cap. XXI del Tít. III ordena que si algún vecino o morador de la Provincia temiere o recelare que algún otro vecino o morador de ella le quiere herir, matar o hacer otro daño en su persona o bienes, la Provincia o los Alcaldes Ordinarios, a simple aviso de los interesados, requieran a las tales personas de quienes temiere que luego den fianzas de seguro de que a los recelosos ni a sus bienes no harán en dicho ni hecho daño ni molestia, por sí ni por interpósita persona, por ningún modo ni manera, poniéndolos bajo su amparo y protección real. Y en el caso de no cumplir con lo afianzado sean habidos por encartados y acotados y puestos en los libros de la Provincia, y que de sus bienes y fiadores se cobren los daños y costas que se hicieren.
Las disposiciones contenidas en los títulos 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35 36, 37, 38, y 39 son otras tantas garantías establecidas para la seguridad personal y real de los guipuzcoanos, pues que son dirigidas a reprimir con las más severas penas los bandos y confederaciones ilegítimas, las fuerzas, despojos y hurtos, a toda especie de receptores y encubridores de malhechores, a los vagos y mal entretenidos, a los acotados y sentenciados en rebeldía, a los testigos falsos, a los que usan de armas prohibidas, a los que quebranten treguas, pongan asechanzas y provoquen desafíos, a los que rehusaren perseguir a los malhechores, a los causantes de daños en ferrerías, a los que talan árboles y a los incendiarios. A beneficio de estas leyes y su oportuno cumplimiento se logró, aún en tiempos muy difíciles y borrascosos, infundir un saludable temor hasta en los ánimos mas díscolos y hoy es el día en que, a pesar de los desórdenes que comunmente siguen a las guerras de que ha sido teatro el País, se le cita como el modelo de las Provincias más morigeradas, no sólo de España sino de toda la Europa.
Ha cuidado, además, el Fuero de hacer en cierto modo inviolables las personas de los representantes de la Provincia disponiéndose por el Cap. VII, Tít. VIII que los caballeros Procuradores de Juntas no puedan ser presos por causa civil ni criminal a la ida, estancia y vuelta de las Juntas, a excepción de haber cometido algún delito después que salieren de sus casas y llegaren al pueblo donde se celebran aquellas. Igualmente prohíbe el Cap. XIV del mismo título hacer presos a los caballeros Procuradores que la Provincia enviase a la Corte por deuda alguna de la misma Provincia.
Los gastos ordinarios y extraordinarios de la Provincia se reparten con arreglo al Cap. VIII, Tít. IV de los Fueros entre sus pueblos por la computación de fuegos o vecindades con que se halle encabezado cada uno para las votaciones a que hay que recurrir en los casos de dudosa resolución en que se manifieste divergencia de opiniones en las Juntas Generales y Particulares.
Los repartimientos no pueden hacerse en Juntas Particulares sino exclusivamente en las Generales, y lo librado y repartido en una Junta General ha de pagarse en la subsiguiente.
En el día, a los gastos ordinarios de la Provincia, tomada en la acepción de autoridad superior gubernativa, económica y administrativa, según Fuero, se da frente con el producto de los arbitrios llamados "provinciales" sobre consumos, y los pueblos atienden a sus respectivos presupuestos con los productos de los escasos propios que han quedado después de las enagenaciones ocasionadas por las guerras o con otros arbitrios supletorios municipales.
De esta manera sólo tienen lugar los repartimientos foguerales y las imposiciones sobre la propiedad territorial, la industria, el comercio y el clero, en circunstancias extraordinarias en que la hacienda particular de Guipúzcoa no sufrague a todos los gastos que pueden ocurrir. Y en este caso forman las Juntas el presupuesto general de sus gastos y necesidades, decretan su exacción y encomiendan a la Diputación su repartimiento equitativo, según el respectivo estado territorial, y los Ayuntamientos recaudan y hacen efectiva la suma de la contribución sin descuento de un maravedí.
La organización foral de los Ayuntamientos en Guipúzcoa es de la más sencilla estructura. El derecho electoral corresponde a los vecinos concejantes inscritos en la matrícula del concejo o república que hubieren llenado el requisito del arraigo o millares que prescriben sus ordenanzas municipales y que deben estar en perfecta consonancia con el Fuero. Y los mismos vecinos concejantes que pueden ser electores podrán ser también elegidos miembros de los Ayuntamientos.
Reunidos en concejo general los vecinos de voz y voto la mañana del día 1º de Enero de cada año en la sala consistorial, después de oir la misa llamada del Espíritu Santo, en la que se invoca la inspiración y asistencia Divina para una acertada elección, se procede al nombramiento del número de electores marcado por las ordenanzas municipales y, jurando el buen uso de su cargo, elijen el Alcalde o Alcaldes, sus Tenientes y los Regidores que han de componer el nuevo Ayuntamiento, que en el momento reemplaza al saliente posesionándose, previo el correspondiente juramento. Ninguno llega a ser vecino concejante sin ser noble hijodalgo de conocido arraigo.
El Alcalde o Alcaldes presiden las sesiones de los Ayuntamientos y firman sus actas y correspondencia. Y a escepción del asiento preferente y de su voto calificado y atribución natural de hacer guardar el buen orden de las deliberaciones, no se diferencian del resto de los concejales en el ejercicio de las funciones propias de la Corporación, que se reúne a virtud de la convocación de los Alcaldes.
El día 6 de Enero, reunida la parroquia bajo la presidencia del Alcalde, nombra por medio de veinte y cuatro comisarios electores un Diputado del común y Personero para el buen manejo de los abastos públicos y evitar los perjuicios que pudieran seguirse por una mala administración en un ramo tan importante.
Su elección no puede recaer en ningún Regidor ni otro individuo del Ayuntamiento, ni en persona que esté en cuarto grado de parentesco con ellos, ni en quien sea deudor del común, no pagando de contado, ni en el que hubiese ejercido los dos años anteriores oficio de república; todo para precaver cualquiera parcialidad con el Ayuntamiento.
El Personero promueve en el concejo los intereses del pueblo, defiende sus derechos y reclama de los agravios que se le hacen.
En las poblaciones en que haya más de un Diputado del común ocupan el asiento a ambas bandas del Ayuntamiento después de los Regidores, inmediatamente y con preferencia al Procurador Síndico y Personero.
Deben ser llamados a los Ayuntamientos los Diputados y Personero siempre que en ellos se trate de abastos, y no estarán obligados a salir, aunque se trate de otras materias, por evitar la nota que esto podría producir; pero tampoco impedirán que delibere el Ayuntamiento sobre lo que sea de su peculiar inspección. Al Ayuntamiento toca en cada pueblo el gobierno civil y económico-político, y en esta esfera delibera y providencia sobre los intereses del común, correspondiéndose con la Diputación y con todas las demás autoridades en todos los casos en que se trata de remover los obstáculos que el interés de otros Ayuntamientos, corporaciones o personas particulares pueda suscitarle en el ejercicio de sus atribuciones en perjuicio de sus administrados.
Los Alcaldes Ordinarios de Guipúzcoa deben ejercer por Fuero jurisdicción preventiva y acumulativa con el Corregidor en lo civil y criminal en sus respectivos territorios, sin que los Corregidores puedan quitarles la primera instancia ni avocar las causas pendientes ante ellos, ni darles inhibición perpetua ni temporal, según se dispone por el Cap. V, Tít. III de los Fueros. Y por el solemne capitulado de la Provincia con el Gobierno de S.M., celebrado en 8 de Noviembre de 1727 y confirmado en 16 de Febrero de 1728 por el Rey, corresponde también a los Alcaldes el conocimiento de todas las causas de contrabando en primera instancia, con apelación a la Superintendencia General de rentas del Reino.
Sin necesidad de advertencia alguna de mi parte habrá observado el ilustrado lector en este examen analítico de los Fueros escritos de Guipúzcoa que ha sido preciso intercalar en él la disposición de las leyes del Reino, que en consonancia con los mismos Fueros, buenos usos y costumbres ha sido necesaria para que la organización de los Ayuntamientos recibiera su complemento con la creación de los Diputados del común y Personeros. Y si se omite por este momento ampliar aquel análisis a la planta actual de estas Corporaciones es porque así lo exige el buen orden y método que me he propuesto guardar en este opúsculo, donde oportunamente se hará especial mención de las novedades introducidas en la presente época, no sólo en el sistema municipal, sino también en el judicial y en el administrativo.
SECCION SEGUNDA
Independencia primitiva de la Provincia de Guipúzcoa.-Observó con lealtad los pactos de confederación con el Reino de Navarra desde el año de 1123 hasta el de 1200, en que se separó de ella por desafueros recibidos en sus nativas libertades.-Guipúzcoa sostuvo su independencia contra toda dominación extrangera.-Concurrieron sus naturales a la restauración de la antigua Monarquía.
Cuando se habla de los Fueros de la Provincia de Guipúzcoa no sin objeto se hace también mención de sus buenos usos y costumbres. Voy en consecuencia a manifestar el sentido que esta locución encierra.
Sin necesidad de detenerme en la poco provechosa averiguación de quiénes fueron los primeros pobladores de Guipúzcoa, ni de remontarme a aquella parte de su historia que, ocultándose en la oscuridad de los siglos más remotos, se ha sustraído a toda investigación, tengo por indudable que en su estado de independencia se gobernó por Fueros no escritos y puramente tradicionales. En su origen concurrían en ellos los tres requisitos que legitiman su introducción, a saber: la causa racional del Fuero o de la costumbre, que consistió en la necesidad de conservarse y de gobernar; el uso dilatado de su observancia puntual, y el consentimiento universal de la república.
Con muy pocos Fueros se mantuvo Guipúzcoa feliz e independiente por espacio de mucho tiempo. Sus costumbres sencillas la preservaron de la necesidad de amontonar sus Fueros porque la multiplicidad de las leyes es la señal menos equívoca de la malicia o de la corrupción de las sociedades. Su proximidad a Navarra dió ocasión a que se confederase con este Reino desde el año de 1123 hasta que, ofendida en sus más caras afecciones de independencia y menoscabada en sus nativas libertades, determinó entregarse espontáneamente a la Corona de Castilla y lo verificó el año de 1200, jurando fidelidad al Rey Don Alonso el VIII, quien a su vez prometió también bajo de juramento, conservar intactos los Fueros, buenos usos y costumbres de Guipúzcoa.
La aparición de algunos síntomas de desórdenes, bandos y parcialidades hizo pensar por primera vez en reducir estos Fueros, buenos usos y costumbres a escritura. Y el año 1335 la Provincia, reunida en la villa de Tolosa, ordenó el primer Cuaderno con leyes sacadas de aquellos principios y reglas con que se había gobernado de tiempo inmemorial, las que fueron confirmadas por el Rey Don Enrique II de Castilla en 20 de Diciembre del mismo año.
En 20 de Marzo de 1397 se formó otra colección de leyes en la villa de Guetaria, a virtud de una real disposición que Don Enrique III de Castilla comunicó al Doctor Gonzalo Moro, Corregidor de Guipúzcoa, quien, reunido en dicha villa de Guetaria con todos los representantes de la Provincia, estableció hasta sesenta que parecieron por entonces necesarias, después de reformar algunas anteriores, cuyo suplemento quedó también confirmado.
Habiendo, en 1457, pasado personalmente a Guipúzcoa Don Enrique IV de Castilla atajó con su presencia los bandos y discordias que se habían suscitado e iban tomando incremento y, después de confirmar las ordenanzas anteriores, hizo algunas de nuevo y redujo todas a un Cuaderno que firmó S.A. juntamente con los ministros de sus Consejos. Se repitió la visita al País por el mismo Monarca el año de 1463, con el objeto de allanar las diferencias pendientes con el Rey de Aragón Don Juan II, y con este motivo se formó otro Cuaderno en la villa de Mondragón en 13 de Julio del mismo año de 1463, quedando en la nueva compilación hasta 297 ordenanzas, inclusas casi todas las anteriores con declaración más extensa.
Posteriormente fueron añadiéndose otras leyes acomodadas a casos y necesidades que no se habían previsto, habiendo sido sucesivamente confirmadas por los respectivos Monarcas reinantes desde el espresado año de 1463 hasta el de 1581, en cuya época, por haber cesado los desórdenes y disturbios promovidos y restableciéndose en la Provincia el sosiego y la tranquilidad, pareció oportuno hacer una recopilación de las leyes y ordenanzas más convenientes a su buen gobierno, purgando la proligidad de algunas e insertando las particulares mercedes y privilegios ob causam que la dispensaron los señores Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel y sus gloriosos sucesores, por los costosos y distinguidos servicios que les prestó en las ocasiones más críticas de sus respectivos reinados. Esta idea se puso en ejecución en 1583 presentándose una copiosa recopilación, con el título de "Cuaderno de Hermandad", dispuesto por el Licenciado Zandategui, Luis Cruzados , el Licenciado Armendia, Doctor Zarauz y otros que se juntaron en representación de Provincia en la villa de Tolosa, acordándose pasase a la Junta General de Azcoitia para los efectos convenientes. De este Cuaderno se valió la Provincia, obervando exactamente sus leyes y ordenanzas, hasta que el año de 1696 salió a luz la Recopilación de los Fueros , buenos usos, costumbres, leyes y ordenanzas, obra del erudito caballero Don Miguel de Aramburu, impresa con licencia de S.M., y que es la que rige en el día, con el Suplemento de los Fueros, privilegios y ordenanzas, impreso con las correspondientes licencias y certificaciones de hallarse conforme con el tenor de las reales cédulas, el año de 1758.
Dedúcese de todos estos hechos que los Fueros de Guipúzcoa se elevaron a la esfera de leyes escritas, después de haber pasado por la esperiencia de muchos siglos durante los cuales se observaron como un derecho tradicional y consuetudinario, habiendo sido aceptados en 1200 por el Rey Don Alonso VIII de Castilla con promesa jurada de conservarlos intactos, a una con los buenos usos y costumbres de la Provincia, y que antes de ser confirmados sucesivamente por todos los Reyes fueron escrupulosamente reconocidos los títulos y servicios en que se fundan; pudiendo también añadirse que lo estéril y fragoso del terreno de Guipúzcoa y la necesidad en que están sus naturales de procurarse su subsistencia por medio de los productos foráneos y extrangeros, si han de conservarse en disposición de ser útiles al resto de la Monarquía, persuaden por otra parte de que los Reyes, sus Consejos, ministros y tribunales superiores procedían en todas las confirmaciones con aquel fondo de certeza que demuestran las cláusulas de cierta ciencia, motu-propio y poderío real absoluto que contienen todas las cédulas de su razón.
Las limitadas proporciones de esta obrita no consienten que me ocupe, con la amplitud a que sin duda se presta el asunto, de los hechos notables que ilustran los anales de Guipúzcoa, demostrando hasta qué punto la libertad bien entendida y una legislación acomodada a la índole y necesidades de los pueblos pueden, a pesar de las mayores contrariedades y desventajas naturales, elevar su ánimo, su valor y su importancia. Precisados, pues, a ceñirme a la mera indicación de algunos de aquellos hechos observaré que no pudiera sin injusticia negarse a Guipúzcoa en concepto de pertenecer a la Cantabria, como una de sus principales Provincias, la gran parte que le corresponde en las glorias adquiridas por los antiguos cántabros que bajo la dirección del grande Aníbal hicieron temblar tantas veces a los ejércitos romanos y aún a los muros de la misma Roma. Ellos fueron los que derrotaron al Cónsul Publio Cornelio Scipión en Francia y en Italia, formando siempre la vanguardia y arrojándose los primeros al peligro; ellos los que decidieron la victoria en la sangrienta batalla que el mismo Aníbal sostuvo contra Cayo Flaminio y en la que quedó éste atravesado de una lanza en su derrota; ellos los que deshicieron los ejércitos de los Cónsules Marco Terencio Varrón y Lucio Pablo Emilio, poniéndoles en vergonzosa fuga y matando al último; los mismos que derrotaron a Marco Minucio, resistieron a Tito Sempronio Graco y mataron a Claudio Marcelo, por cuyas proezas hizo Aníbal en todas ocasiones el mayor aprecio de sus nobles y belicosos instintos. Y si en la célebre batalla de Farsalia sucumbieron siguiendo la suerte del desgraciado Pompeyo fué después de haberse defendido valerosamente de todo el grueso del ejército de Julio César, hasta quedar todos muertos en el campo del honor, juntamente con sus amigos los celtíberos y asturianos, según su costumbre de vencer o morir.
Ni se distinguieron menos los vascongados (porque fuerza es reconocer que casi todas sus glorias son comunes a los naturales de las tres Provincias hermanas) por el heroico valor que desplegaron en defensa de la independencia de su Patria contra el poder del Emperador Augusto. Cercados por mar y tierra por las numerosas legiones que acaudillaban los Legados Caristio, Antístio, Firmio y otros, que orgullosos y ufanos con las cenizas de Numancia no cesaban de combatir la indomable energía de los cántabros, apenas quedaba a los vascongados otro amparo que la aspereza de sus montes cuando Marco Agripa, dando orden de que saltasen en tierra las tropas que arribaron a los puertos de Guetaria, San Sebastián y Pasages, las hizo juntar en los pueblos situados en la falda de Ernio precisando a aquellos a refugiarse en la cumbre de esta montaña. Desde aquella tristísima posición en la que, privados de todo humano auxilio, padecían lo indecible, lograron repeler los ataques vigorosos del formidable ejército que tan de cerca los hostigaba y allí indudablemente resonaron por primera vez los ecos de aquel himno guerrero en que los vascongados, celebrando los triunfos obtenidos sobre las legiones de la soberbia Roma, entonaban entre otras la siguiente estrofa:
Leor celayac
Beriac dituiz,
Mendi tantayac
Lausuá .
Cansado y aburrido el Emperador romano con tan heroica resistencia y desengañado completamente al ver que nuestros montañeses persistían con la más obstinada constancia en negarse a toda especie de acomodamiento, se retiró lleno de confusión a Tarragona ordenando a sus caudillos que prosiguiesen a sangre y fuego la guerra, cuya duración se prolongó todavía por cinco años más; siendo varia la opinión de los historiadores en punto a si los cántabros fueron o no sojuzgados, si bien [es] universal el concepto de que, aún dado el caso de haber sucumbido, no consiguieron los romanos establecerse en Cantabria, donde sufrieron muchos reveses y quedó abatida su altivez por el arrojo de unas pocas tropas que no poseían otro arte militar que el que les sugería su ardimiento y desesperación. Esta creencia, apoyada[da] en la tradición, está por otra parte robustecida y hasta cierto punto confirmada por los principios de la sana crítica puesto que, admitida la suposición de haberse sometido el País Vascongado a las armas romanas, sería consiguiente y lógico inferir que debió ser muy efímera su dominación, cuando no dejó en él el menor vestigio de su idioma, legislación, costumbres, idolatría ni monumentos.
Que Guipúzcoa, como Provincia de Cantabria, tuvo una parte no pequeña en la restauración de la dominación española en la Península es también un hecho irrefragable. Guarecido Don Pelayo en las montañas de Asturias y sucesivamente en las de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, donde se habían refugiado los pocos cristianos que se sustrajeron al furor de los mahometanos, hizo un llamamiento a estos pueblos leales y belicosos excitándoles a que empuñasen las armas contra enemigos tan encarnizados de la verdadera religión y de la Patria. Dóciles a la voz de aquel ilustre caudillo, los vascongados le prestaron en todas ocasiones la más eficaz cooperación, y muy especialmente en la famosa batalla de Covadonga donde se vieron rudamente acometidos por un ejército numeroso al mando de Abrahem Alzamar, General de Tarif, sin que tan considerables fuerzas ni las intrigas que puso en juego el Arzobispo Don Oppas, partidario de los moros, hiciesen flaquear el valor de aquellos intrépidos montañeses; siendo notorio que, habiéndose declarado la victoria en favor de los pocos los infieles, atónitos y llenos de espanto, huyeron vergonzosamente perdiendo casi todo su ejército, incluso el gefe que lo mandaba, y dejando en poder de los cristianos el mismo Don Oppas.
Fabulosa parecerá la fama de los guipuzcoanos a cuantos ignoren estos hechos, como también que, confederados con los Reyes de Navarra desde el año 1123 al de 1200, hicieron las mayores hazañas en la recuperación de toda la tierra hasta el Ebro antes de la muerte de Don Sancho Abarca. Acaudillados por el Conde Fernán González obtuvieron sobre los mahometanos tantos triunfos cuantos fueron los encuentros, y en los que con posterioridad tuvieron los Reyes de Navarra hasta la muerte de Don Sancho García, como igualmente en el cerco y conquista de la ciudad de Toledo en tiempo de Don Alonso el VI de Castilla. Y en las guerras que en su reinado y en el de Don Alonso el Batallador, su yerno, hubo con los moros en España, concurrieron todos los guipuzcoanos capaces de tomar las armas y se presentaron y siguieron a los Reyes a costa propia por servir a Dios sacudiendo el yugo de los enemigos de su nombre.
SECCION TERCERA
Entrega voluntaria de Guipúzcoa a la Corona de Castilla el año de 1200 bajo el reinado de Alonso VIII.-Sus servicios en las frecuentes guerras que sostuvieron los Reyes de España contra la Francia, la Inglaterra, la Navarra y en el interior del mismo Reino.-Fundación de la Real Compañía de Caracas.- Cooperación de los guipuzcoanos en la defensa de la Guaira y Puerto Cabello, y servicios para la población de la ciudad de Venezuela.
Hallábase el Rey de Navarra Sancho el Fuerte empeñado en una guerra contra el de Castilla Alfonso VIII el año de 1200 cuando la Provincia de Guipúzcoa se escusó a tomar parte por el primero en calidad de confederada, a causa de las muchas quejas que tenía de su mala correspondencia por haberle intentado más de una vez defraudarla en sus nativas libertades. Los acontecimientos de la guerra corrían con vario suceso. Alfonso VIII había formado el cerco de Vitoria, donde permanecían los navarros, y aprovechando los guipuzcoanos esta ocasión de redimir las frecuentes vejaciones que esperimentaban de parte del Rey de Navarra, determinaron constituirse bajo la protección del de Castilla, y a este fín le enviaron diputados, proponiéndole que pasase personalmente a Guipúzcoa a celebrar el tratado de su voluntaria agregación; a lo que accedió el Monarca castellano, dejando encomendado el cerco de Vitoria a la dirección de Don Diego López de Haro.
Ajustadas las bases del tratado se formalizó la posesión del territorio, quedando Alfonso VIII en extremo complacido de que sin derecho de conquista ni de sucesión, ni otro título que la franca y espontánea voluntad de la Provincia de Guipúzcoa, hubiese aumentado sus estados con tan importante adquisición, y más todavía al ver que a consecuencia de esta incorporación se retiraban los navarros abandonando a Vitoria.
Queriendo con tales motivos el Rey Don Alfonso mostrar su gratitud a los guipuzcoanos mandó reedificar las villas de Guetaria y Motrico, cercándolas con muy buenas murallas y torres para dominar el océano Cantábrico, y se extendió un solemne instrumento en 28 de Octubre de 1200 confirmándose en él los Fueros, buenos usos y costumbres de Guipúzcoa, con promesa jurada en guardarlos inviolablemente, y haciéndose al mismo tiempo una demarcación puntual de los términos y confines que separan dicha Provincia de Vizcaya, Álava, Navarra y Francia; documento que firmaron el Arzobispo de Toledo y otros veinte Obispos y varios personages de la primera gerarquía, siendo Pedro de Eguía, el Diputado Domingo de Luzuriaga y otros diez comisionados, de quienes se hace especial mención, los que en representación de Guipúzcoa prestaron juramento de fidelidad y dependencia al Rey de Castilla.
A consecuencia de estos sucesos Alfonso VIII penetró en Francia llegando hasta Burdeos, en cuya espedición participaron de sus peligros y triunfos muchos guipuzcoanos, como lo acreditan las gracias concedidas por S.A. a diferentes villas de Guipúzcoa permitiendo que las cercasen de muros y torres y que fueran guarnecidas y defendidas por solos sus naturales.
Si los guipuzcoanos en el estado de independencia y antes de su anexión a la Corona de Castilla habían sido unos poderosos auxiliares de los Reyes de España en las largas y sangrientas guerras que sostuvieron contra los moros, preciso es reconocer que sus servicios posteriores excedieron con mucho a las lisongeras esperanzas que Don Alfonso VIII fundaba en la bizarría y lealtad de sus nuevos súbditos. Enumerar con la prolija puntualidad y exactitud del historiador cada una de las pruebas que pudieran aducirse en demostración de esta verdad sería una tarea tan agena de mi propósito como inconciliable con las exigencias de un trabajo apremiante, cuya importancia, si alguna llegase a tener, desaparecería con la oportunidad que lo provoca. En circunstancias tales deberé contentarme con presentar a mis lectores una relación muy sucinta e imperfecta de los principales acontecimientos en que los hijos de Guipúzcoa tomaron parte, para trasmitir con creces de una en otra generación el renombre glorioso que sus antepasados supieron vincular en su raza.
Numerosos fueron los cuerpos de Guipúzcoa que combatieron denodadamente en la célebre batalla de las Navas de Tolosa, no escasos los que contribuyeron a la toma de Ubeda, Alcaráz y otros pueblos, y tampoco estuvo ociosa su valor en las guerras contínuas que el santo Rey Don Fernando sostuvo contra los infieles.
En todas las acciones de guerra que tuvieron lugar en Andalucía, hasta que después de un asedio prolongado se rindió la ciudad de Sevilla, fué constante la asistencia de los guipuzcoanos quienes formaron, además, una armada de bajeles de guerra tripulados con soldados y marineros de Guipúzcoa, que al mando de su gefe Don Ramón Bonifax prestaron los más señalados servicios, inutilizando completamente la escuadra de los moros y el puente de Triana y preparando y facilitando de este modo la rendición de la ciudad; resultado que dió gran fama de valientes y prácticos a los marinos guipuzcoanos por ser la primera vez que los Reyes de Castilla emplearon fuerzas navales contra sus enemigos.
La batalla de Beotíbar, memorable acontecimiento que tuvo lugar el año 1321 en un barranco situado a la inmediación de Tolosa de Guipúzcoa, ha dejado una memoria indeleble en todo el País Vascongado. Gil López de Oñez, señor de la casa de Larrea, en la villa de Amasa, tuvo la feliz idea de hacer subir a las montañas que dominan el barranco de Beotíbar un gran número de cubas que le franquearon las caserías del contorno, y aprovechando la oportunidad de la llegada del ejército que venía de Navarra a nombre del Rey de Francia Don Carlo el hermoso, con la mira de sujetar a Guipúzcoa y satisfacer los resentimientos que los navarros abrigaban contra esta Provincia desde su incorporación a Castilla, las arrojaron impetuosamente preñadas de gruesas piedras por la pendiente de las montañas, desbaratando toda la vanguardia del gobernador de Navarra. A vista del horrible estrago causado por tan inesperados proyectiles huyeron las tropas enemigas que, acosadas y atropelladas en las estrecheces del barranco por un puñado de guipuzcoanos, dejaron en su derrota un sinnúmero de prisioneros y cadáveres, muchos de ellos pertenecientes a la nobleza francesa y navarra, y perdieron hasta el estandarte real que quedó en poder de los guipuzcoanos con el alférez que lo llevaba.
Nueve años hacía que la Provincia de Guipúzcoa disfrutaba la más completa tranquilidad cuando Don Alfonso XII , con motivo de la guerra que había emprendido contra los mahometanos, solicitó en 1330 la cooperación de los guipuzcoanos, empleando un número considerable de ellos en la conquista de Thebaardales, tierras de las Cuevas y Ortexica, y recobro de las villas de Priego y Cañete.
Habiendo sobrevenido en 1335 una nueva guerra entre los Reinos de Castilla y Navarra los guipuzcoanos invadieron con la mayor diligencia la comarca de Pamplona, y a fuerza de arrojo se apoderaron del bien defendido castillo de Unza, dirigidos por su caudillo Lope García de Lazcano.
La confianza que en su lealtad depositaba el Monarca fué tan grande, y tal el aprecio que hacía de su intrepidez en todas las ocasiones de prueba, que al dar la batalla del Salado en 1340 ordenó a Don Pedro Nuñez de Guzmán, gefe de los guipuzcoanos, que siguiera siempre a la tropa de caballería encargada de la guardia de la Real Persona. A esta batalla sucedió, después de una corta interrupción, el prolijo y penoso cerco de Algeciras que duró diez y nueve meses contínuos, habiendo los guipuzcoanos prestado en él los más importantes servicios al mando de Don Beltrán Vélez de Guevara. Ellos fueron también los que conducían los bajeles surtidos de bastimentos para el ejército.
En el reinado de Don Pedro el único, señalado por las discordias intestinas que en él se promovieron, aprestó Guipúzcoa en sus puertos una gruesa armada que no cesó de hostilizar al Rey de Aragón en las costas de Valencia. Ni se mostró menos celosa y diligente cuando Don Enrique se hizo cargo del gobierno de Castilla pues, después de haber reforzado su armada con el objeto de sofocar los disturbios promovidos en Galicia a nombre del Rey de Portugal, armó y tripuló cuarenta buques de gran porte que se presentaron al mando del general Rui Díaz de Rojas delante de la Rochela, y habiendo saltado en tierra los guipuzcoanos desbarataron el campo inglés y volvieron victoriosos a su País dejando asegurada la posesión de la plaza a favor del Rey de Francia.
En 1349 los guipuzcoanos y vizcaínos, que a la sazón hacían la guerra por cuenta propia y sin auxilio de nadie, tomaron una represalia tan justa como sangrienta contra los ingleses que poseían la Guiena y sus plazas Bayona y Burdeos por haber quebrantado el tratado de treguas celebrado años antes. Heridos en su honor los vascongados, y decididos a aprovechar esta ocasión de recobrar su superioridad en aquella costa, armaron una escuadra y, saliendo al encuentro a la inglesa que conducía vinos y géneros de comercio a Gascuña, la detrozaron con gran mortandad y apresamiento de naves.
Aún duraba la guerra sobre el Ducado de Guiena entre franceses e ingleses cuando el Rey de Castilla pasó a Guipúzcoa en 1374 con gruesas tropas que aumentó con gente guipuzcoana. Entró en seguida en Francia y sitió a Bayona, y habiéndose visto en precisión de retirarse por no haber podido asistirle el Duque de Anjou, la Provincia le prestó servicios que S.A. apreció en gran manera, alojando con el mayor esmero a él y a su ejército y reforzándolo con gente escogida entre los naturales. Y como el Rey de Navarra estuviese confederado con los ingleses, penetró el Príncipe Don Juan en los estados del primero llevando una lucida y numerosas infantería y caballería de guipuzcoanos acaudillados por Rui Díaz de Rojas, y habiéndose apoderado de muchos pueblos y fortalezas, entre ellas las de Viana y castillo de Tiebas, obligó al Rey de Navarra a solicitar un tratado de paz, que se concluyó el año 1379.
En la guerra que Don Juan II movió a los moros en 1407 los guipuzcoanos cooperaron a sus triunfos bajo las órdenes del Infante Don Fernando, tío del Rey, habiéndose distinguido muy particularmente el cuerpo que al mando de Don Fernando Pérez de Ayala tomó parte en la conquista de la ciudad de Antequera el año de 1410.
En 1418 contribuyeron con su infatigable persecución contra los ingleses a que estos enviaran embajadores al Rey de Castilla proponiendo la cesación de la guerra.
En la que suscitó después de algunos años de quietud entre los Reyes de Aragón y Navarra no solamente conservaron los guipuzcoanos la integridad de su territorio sino que, apoderándose de los lugares de Arezo y Leiza en Navarra, los mantuvieron en la debida obediencia.
Con motivo del sitio que los franceses pusieron en 1450 a la plaza de Bayona, ocupada por los ingleses, la Provincia de Guipúzcoa, justamente alarmada por la aproximación de tropas, previno a todos sus naturales que estuvieran dispuestos para lo que pudiese ocurrir en servicio del Rey y en defensa propia, introduciendo además en la ciudad y plaza de Fuenterrabía una fuerza considerable. Diligencia que practicó también el año siguiente por haber entrado el Conde de Fox con algunas tropas en la Provincia de Labort a fín de reducirla a la obediencia del Rey de Francia.
Llegado el año 1474 principió el feliz reinado de los Reyes Católicos y, a pesar de la oposición del Rey de Portugal y de algunos señores y pueblos de Castilla, fueron aclamados Don Fernando y Doña Isabel por la Provincia de Guipúzcoa en su Junta Particular del campo de Basarte, celebrada en 2 de Enero de 1475 a presencia de los enviados de SS.AA. Y pareciendo poco a la Provincia esta muestra de lealtad, aumentó con más de dos mil naturales el ejército real acampado en las inmediaciones de la ciudad de Toro, donde se distinguieron mucho por su intrepidez, habiendo continuado sus servicios durante el dilatado cerco del castillo de Burgos hasta que se consiguió recobrarlo.
La unión de las Coronas de Castilla y Aragón no fué del agrado del Rey de Francia, y con la mira de secundar los proyectos del de Portugal envió en su auxilio el año de 1476 un ejército de 40.000 combatientes al mando de Amán, señor de Labrit. Creyendo estas fuerzas hallar desprevenida a la Provincia de Guipúzcoa la embistieron por la parte de Irún y se apoderaron de este pueblo indefenso, pero en los cincuenta días que permanecieron en él no se atrevieron a sitiar a Fuenterrabía, plaza que se hallaba defendida por un buen número de guipuzcoanos ansiosos de medir su valor con los franceses, cuya vanguardia tuvieron ocasión de desbaratar en una salida que hicieron, arrojándose de improviso sobre mil labortanos que andaban merodeando y cometiendo vejaciones por los alrededores de la plaza y haciendo 120 prisioneros con su gefe Purguet, después de matar a otros muchos.
Durante esta invasión sobrevinieron vicisitudes que animaron a los enemigos a formalizar por dos veces el sitio de Fuenterrabía, pero en ambas ocasiones tuvieron que desistir de su empeño al ver el arrojo y decisión de los sitiados, y se retiraron confusos después de incendiar algunos lugares. De este modo coadyuvaron los guipuzcoanos a los triunfos que los Reyes Católicos alcanzaron sobre los pueblos adictos al de Portugal, mientras los primeros conservaban la tierra conquistada y embarazaban el paso de los franceses a Castilla.
Escarmentada la Francia con los reveses que sus tropas sufrieron en esta campaña tuvo a buen partido ajustar treguas, restableciéndose en consecuencia el sosiego en la frontera por algunos años, pues si bien es cierto que un capitán francés intentó hostilizar la costa de Fuenterrabía haciendo desembarcar alguna gente que condujo en nueve bajeles, fué derrotado con gran pérdida en una salida que hicieron los guipuzcoanos y abandonando aquella costa pasó a la de Galicia. Casi al mismo tiempo se estaban armando en los puertos de Guipúzcoa treinta buques que, tripulados por naturales de la misma, no tardaron en darse a la vela con la mira de reducir, como en efecto redujeron, a la debida obediencia, combinando sus esfuerzos por mar y tierra a Vivero, Bayona del Miño, Pontevedra y otros pueblos de Galicia.
Alarmados los príncipes cristianos en 1480 con los progresos que hacía el turco se decidieron a repeler las agresiones de su común enemigo. El Rey Don Fernando el Católico, estimulado por los intereses de los Reyes de Nápoles, sus parientes cercanos, y por el grande riesgo que amenazaba a Sicilia, preparó una armada en que se contaban cincuenta navíos mayores, fuera de otros buques menores que armaron la Provincia de Guipúzcoa y el Señorío de Vizcaya, y aunque no llegaron a Nápoles hasta poco después que se rindió la plaza a Don Alonso, Duque de Calabria, sirvieron mucho aquellas fuerzas para asegurar las costas de Italia.
En el espacio de los diez años que duraron las operaciones de la conquista de Granada la Provincia de Guipúzcoa envió sucesivos e importantes refuerzos al ejército real. Y no se distinguió menos en la conquista y conservación del Reino de Nápoles en contienda con el de Francia. Algo de lo mucho y bien que sirvió Guipúzcoa a los señores Reyes Católicos en las apuradas ocasiones que se les ofrecieran hasta el año 1509 espresa la señora Reina Doña Juana en su Real Cédula y privilegio de encabezamiento perpetuo de alcabalas.
El cisma que suscitó a la iglesia Luis XII, Rey de Francia, a quien se adhirieron los Reyes de Navarra Don Juan de Labrit y su esposa Doña Catalina de Fox, obligó al Papa a privarles, por autoridad apostólica, del derecho de reinar, concediendo la investidura de Rey de Navarra a Don Fernando el Católico quien, en días muy contados y con un ejército poco considerable dirigido por el Duque de Alba, sometió aquel Reino a su obediencia obligando a Don Juan de Labrit y su esposa a retirarse a Francia.
Resentido por ello el Rey de Francia auxilió en 1512 a Don Juan de Labrit y Doña Catalina de Fox con 40.000 combatientes al mando de Francisco de Valois, Delfín de Francia. Y aunque la vecindad de tantas tropas ponía en grave conflicto a la Provincia de Guipúzcoa, hizo una leva de sus naturales, padre por hijo, para acudir a donde llamase la necesidad, proveyendo por de pronto sus plazas de gente esforzada y valiente. Entraron no obstante los enemigos quemando el pueblo de Irún, parte de Oyarzun, Rentería, Astigarraga y Hernani, y sitiaron a San Sebastián, guarnecida de dos mil guipuzcoanos resueltos a morir antes que entregar la plaza, que no tenía más defensa que un muro viejo y ruinoso. Batida vigorosamente sufrió varios asaltos pero, rechazados siempre los sitiadores, se vieron precisados a retirarse incendiando al verificarlo algunos pueblos y todas las caserías que a su aproximación a San Sebastián se habían librado de sus extorsiones. A pesar de lo bien ordenado de esta retirada la guarnición de Fuenterrabía, alcanzando a los franceses, los embistió por la retaguardia y mató un gran número de ellos, despojándolos además del botín que llevaban, según resulta más circunstanciadamente por la Real Cédula de privilegio perpetuo que posee la Provincia sobre la concesión de la propiedad de las escribanías de su distrito.
Unido el Delfín con Don Juan de Labrit marchó sobre Pamplona, donde estaba a la sazón el Duque de Alba, pero fué tal la decisión con que se defendió la plaza que, desmayados los franceses y noticiosos además de que el Duque de Nájera acudía al socorro de los sitiados, dispusieron inmediatamente su retirada.
En este tiempo el Rey Católico, que se hallaba en Logroño, manifestó a la Provincia su deseo de que hostilizase al enemigo a su salida del Reino. Y en consecuencia, habiéndose presentado más de 3.500 guipuzcoanos en la sierras de Belate y Leizondo, atacaron a la retaguardia francesa dispersándola completamente y apoderándose de su artillería, que entregaron al Duque de Alba en Pamplona para que pudiesen servir de defensa a la plaza las mismas armas que pocos días antes habían servido para batirla. Y a esta victoria hacen alusión las doce piezas de artillería que se ven colocadas en el cuartel alto del escudo de armas de la Provincia.
No por eso gozó ésta de mucha tranquilidad en los años sucesivos, constantemente amenazada por las tropas de Don Juan de Labrit que aspiraba a recobrar su perdido trono de Navarra, bien que, mostrándose siempre superior a los peligros, guarneció sus plazas y alistó, además de los 2.000 hombres que pidió el Rey de Navarra, otros quinientos sin perjuicio de prevenir, como lo tenía de costumbre, a todos los naturales que se hallasen preparados para cualquier evento.
Muerto el Rey Católico se apoderaron los enemigos de San Juan de Pie del Puerto, que les facilitaba su entrada en Navarra. Pero habiendo acudido la Provincia con 3.000 hombres bien armados, que se reunieron con otras tropas españolas, viéronse las francesas obligadas a abandonar la villa retirándose tierra adentro. Concluída esta espedición los guipuzcoanos se presentaron al Virrey de Navarra pidiéndole los emplease donde convinieran más al real servicio, después de haber dejado asegurada de toda hostilidad la frontera por medio de otras tropas.
Tan luego como se recibió la noticia del fallecimiento de Don Fernando el Católico, acaecido en 1516, la Provincia se apresuró a enviar sus diputados a Bruselas con el encargo de dar el pésame y prestar obediencia al Emperador Carlos V, que estimó muy particularmente esta demostración de lealtad por ser aquellos enviados los primeros en prestarle homenage.
Sobrevinieron en seguida las guerras civiles, llamadas de las Comunidades, y se rompió también otra exterior entre España y Francia motivada por la emulación del Rey Francisco I que, juntando un poderoso ejército, lo envió al mando de Mr. Esparroso. Estas fuerzas penetraron en Navarra, y no sólo se apoderaron en pocos días de este Reino sino que intentaron pasar a Castilla con el objeto de fomentar las disensiones de los comuneros, sitiando a este fín la ciudad de Logroño, a cuya defensa acudió el desposeído Virrey de Navarra, Duque de Nájera, y, reforzado su ejército con más de 3.500 guipuzcoanos que envió con toda presteza la Provincia, hizo levantar el sitio de Logroño. Esta fué la ocasión única en que por la premura de tiempo salieron de su País los guipuzcoanos sin Coronel propio. Pero, habiéndose juntado los capitanes en Santa María de Laguardia, eligieron por caudillo, en nombre de la Hermandad guipuzcoana, a Don Juan Manrique de Lara, primogénito del Duque de Nájera, y por maestre de campo a Juan Pérez de Ansiondo, vecino de Tolosa. Avistáronse los dos ejércitos en las inmediaciones de Noain y, embistiendo con el mayor ardor los guipuzcoanos que formaban la vanguardia, fué vencido el enemigo con crecida mortandad de su gente y prisión del General, resultando de tan favorable suceso la tranquilidad del Reino.
Este contratiempo exasperó el ánimo de Francisco I en tales términos que resolvió desahogar su cólera en la frontera de Guipúzcoa. Empezó por apoderarse de la plaza de Fuenterabía, no ciertamente por falta de su guarnición sino por la absoluta carencia de víveres; y, a pesar de las protestas que los sitiados hicieron a su gobernador Diego de Vera, juzgó éste al undécimo día que debían capitular para que no pereciese de hambre tanta gente esforzada. Poco fruto sacaron sin embargo los enemigos de la ocupación de la plaza en los dos años que permanecieron encerrados en ella pues siempre que intentaron alguna salida fueron batidos con gran mortandad, siendo el resultado de una de ellas la derrota completa de 600 hombres, con la muerte de dos gobernadores y el recobro del castillo de Behovia. Habiendo tratado de ocuparlo nuevamente el enemigo le salió al encuentro el día 30 de Junio de 1522 un cuerpo de dos mil guipuzcoanos que acometieron vigorosamente a otro de más de cinco mil alemanes y franceses, lo desbarató y derrotó matando y prendiendo a un número considerable.
A fines del año 1523 pareció conveniente recuperar la plaza de Fuenterrabía, y habiéndose formado un cuerpo de 12.000 infantes y 2.000 caballos, cuya dirección se encomendó al Condestable de Castilla, entró éste en Francia por Diciembre del mismo año y, pasando a Bearne, echó un puente de barcas sobre el río que baja por Bayona y logró la rendición de aquella plaza, en cuyo contorno se detuvo algunos días hasta que obligó al enemigo a emprender su retirada. En esta ocasión prestó la Provincia de Guipúzcoa servicios de suma importancia, pues además de haber asistido sus naturales, padre por hijo, a costa propia, proveyó al ejército de bueyes, carretas, caballerías y peones para conducir la artillería, bastimentos, bagages y el material necesario para la construcción del puente de barcas.
A su regreso formalizó el Condestable el sitio de Fuenterrabía en el año 1524, y aunque la plaza se hallaba muy prevenida para su defensa se entregó por persuasiones de Don Pedro de Navarra, que se encontraba dentro de ella resentido del escaso aprecio que sus servicios merecían al Rey de Francia, y porque también aspiraba a la gracia del Emperador para recobrar su patrimonio, según se lo ofrecía el Condestable, su pariente, y se efectuó después de la rendición. Para este sitio armó la Provincia de Guipúzcoa 2.000 hombres que combatieron a las órdenes de su Coronel Juan Ortiz de Gamboa, manteniendo, además, en la bahía de San Sebastián un buen número de embarcaciones mayores y menores con destino a proveer de bastimentos al ejército durante el cerco, y después de él hasta la vuelta de las tropas a Castilla.
Desde el año 1525 en que Juan de Urbieta, natural de la villa de Hernani, que servía a S.M. en la Compañía de Don Diego de Mendoza, hizo prisionero al Rey Francisco I de Francia en la batalla de Pavía, no ocurrió en bastante tiempo cosa digna de notarse.
En 1542 acometieron los franceses por varios puntos cayendo el Delfín con la mayor parte de sus fuerzas sobre los dos extremos del Pirineo. Y coligiendo la Provincia, por la naturaleza de las operaciones del ejército invasor, que iban a ser sitiadas las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián introdujo en una y otra la gente necesaria para su defensa, haciendo desistir de su proyecto al Delfín quien, variando de resolución, se dirigió a sitiar a Perpiñán e invadir el Condado de Rosellón. Tres mil hombres mandó Guipúzcoa en aquella misma época a las órdenes de su Coronel Don Felipe de Lazcano para la entrada que el Virrey de Navarra verificó en Labort. Socorro que, disuadiendo al Delfín de su propósito, le hizo conocer la conveniencia de retirar sus tropas del cerco de Perpiñán.
No fueron menos notables los auxilios que, tanto por mar como por tierra, prestó la Provincia de Guipúzcoa en las guerras que movió el mismo Delfín, ya Rey de Francia. Consta en documentos auténticos que los naturales de Guipúzcoa apresaron en sólo cinco años más de mil buques franceses con embarcaciones propias construídas y armadas a su costa, abriéndose paso por todos los puertos y rías de la parte occidental de aquel Reino, con el resultado de franquear a los españoles varias vías de comercio, infundiendo un gran terror al enemigo.
En la entrada que por la frontera de Guipúzcoa y por la de Navarra mandó hacer en Francia la Reina Gobernadora Doña Juana de Austria en 1558, con el objeto de incendiar el pueblo de San Juan de Luz y destruir su puerto, concurrieron los guipuzcoanos en número de 3.500 hombres, además de los bajeles que formaban parte de la espedición. Y el mismo año verificó la Provincia una leva general, guarneciendo sus plazas con la fuerza necesaria, con motivo de haberse aproximado a la frontera muchas tropas francesas que por de pronto se abstuvieron de pasar adelante al ver tales preparativos. Pero habiéndose repetido al año siguiente iguales demostraciones de hostilidad por parte del ejército francés, fué preciso que la Provincia volviese a guarnecer la plaza de Fuenterrabía a instancias del Capitán General Don Diego de Carvajal.
Al mismo tiempo mantenía la Provincia en los Estados de Flandes más de 600 hombres con Don Luis de Carvajal, General de la Armada, y a ellos se atribuyó una buena parte de la victoria alcanzada en la batalla de Gravelingas por la decisión y arrojo con que en ella pelearon.
Cuando el calvinismo penetró en Francia el Rey de España, declarándose su irreconciliable enemigo, se decidió a proteger por la parte de Flandes la causa de la fé católica y, en odio a su piadoso propósito, intentaron los sectarios de Calvino invadir a Guipúzcoa. Ningún éxito tuvo empero esta tentativa, que quedó completamente frustrada por lo bien prevenida que se hallaba la Provincia para rechazar a los invasores. Lo propio sucedió en 1579 a pesar de haberse acercado a la frontera muchas tropas de infantería y caballería de las Provincias francesas de Bearne y Gascuña, las cuales, noticiosas de la leva general acordada en Guipúzcoa, se retiraron sin atreverse a emprender acción alguna.
No fué más afortunado el Conde de Agramont en el empeño que formó de sorprender Fuenterrabía el año de 1596, pues aunque llegó a la frontera pertrechado de máquinas y con fuerzas numerosas que sacó de la comarca, sin esceptuar el hospital de Santiago, orillas del Bidasoa, no tuvo por conveniente detenerse en aquel punto y desistió de su idea con la llegada de 3.000 hombres de las Compañías de Tolosa, Hernani, Rentería y Oyarzun que vinieron oportunamente al socorro de la plaza.
Gozaba de completa paz la Monarquía española en el reinado de Don Felipe III cuando se ajustaron los matrimonios de su sucesor Don Felipe IV y Luis XIII de Francia con las Infantas Doña Isabel de Borbón y Doña Ana de Austria. Y esto se verificó el año 1612. Se difirieron las entregas hasta el de 1615 por la oposición que este doble enlace encontró de parte del Príncipe de Condé y otros poderosos, habiendo llegado tan adelante su audacia que proyectaron impedir el paso al Rey Cristianísimo en las riberas del Loira haciendo saltar los puentes. En esta ocasión encargó Felipe III a la Provincia que dispusiese a todos sus naturales para cualquier accidente que pudiera sobrevenir en el acto de la entrega de las Personas Reales en el Bidasoa, y respondiendo puntualmente a esta excitación puso la Provincia en la frontera sobre 6.000 guipuzcoanos bien armados, fuera de otras Compañías que estaban empleadas en la guardia de los Príncipes, por manera que los malcontentos tuvieron que abandonar su temeraria empresa. Fué Don Alonso de Idiáquez, Duque de Ciudad-Real, Virrey y Capitán General de Navarra, quien, instruído de las intenciones de la Provincia en la Junta de Villarreal, se encargó del mando de toda esta gente, armada y sostenida a expensas de Guipúzcoa.
Receloso Felipe IV de un rompimiento con la Francia, el año 1625 previno a la misma Provincia que aproximase a la frontera sus Tercios, y así lo verificó enviándolos a las órdenes de Martín de Aróstegui en número de mas de 4.000, que se mantuvieron en Irún desde el 28 de Noviembre hasta el 16 de Enero del siguiente año, fecha en la que se retiraron por mandato de S.M. En 1632 fué nuevamente invitada la Provincia a que aportase 2.500 hombres con destino a Fuenterrabía, sin perjuicio de tener a todos los demás naturales útiles prontos para el primer aviso. En consecuencia, se hizo también una leva general, padre por hijo, y para atender mejor a la buena defensa de la plaza se situó hacia los muros un cuerpo de guardia considerable a cargo de Don Miguel de San Millán, uno de los Sargentos Mayores.
Declarada la guerra en 1635, las armas españolas invadieron la Francia el año siguiente y con ellas marcharon 4.000 guipuzcoanos al mando de Don Miguel Sarmiento, su Coronel. Los que iban por la parte de Irún ocuparon a Endaya, Urruña y otros pueblos y, reunidos con los que entraron por la frontera de Navarra, se apoderaron de toda la tierra de Labort hasta Bayona. Y no sólo cooperó Guipúzcoa para esta espedición con la espresada fuerza sino que facilitó, además, un número considerable de bueyes y caballerías para provisiones y bagages, manteniendo también más de 600 naturales por espacio de un año en Zocoa, Ciburu y San Juan de Luz, puntos que pareció conveniente fortificar.
Vivamente resentido el Rey Cristianísimo, a resultas de esta acometida, encomendó la empresa de ocupar la Provincia de Guipúzcoa y la Navarra al Príncipe de Condé quien, puesto a la cabeza de un ejército de 20.000 infantes y la correspondiente caballería, invadió el territorio de la primera apareciendo al mismo tiempo en su costa una armada francesa de cincuenta bajeles. Sitiada Fuenterrabía en 1638 se defendió valerosamente por espacio de sesenta y nueve días de continuos ataques, sostenidos por un terrible fuego de artillería, sin que hubiera bastado a quebrantar la entereza de los defensores de la plaza ni las minas practicadas por el enemigo ni la ruina de las murallas ni los más violentos asaltos. Dos de ellos se dieron por brechas practicables y fueron generales y sangrientos, pero superior también a toda ponderación el denuedo de los sitiados que los rechazaron heroicamente. Las dos terceras partes de la guarnición se componían de guipuzcoanos, vecinos de la misma ciudad, y de las Compañías de Tolosa y Azpeitia. Auxiliados por las mugeres y los muchachos en la curación de los heridos y otras faenas concernientes a la mejor defensa de la plaza la conservaron impávidos bajo las órdenes del gobernador Eguía y del Alcalde Don Diego Butrón hasta que, llegando el ejército real al mando del Almirante Vélez Torrecusa y otros grandes, fueron enteramente derrotados los franceses, quedando en su mayor parte muertos o prisioneros y libre la plaza de sus ataques y asechanzas. Tal fué el regocijo que en Madrid causó la noticia de este gran suceso que, conmovido, el pueblo corrió a palacio con espadín desenvainado y dió la enhorabuena al Rey, quien concedió besamanos general y pasó el día siguiente a caballo a dar gracias a Muestra Señora de Atocha con un lucido acompañamiento de grandes y autoridades, habiendo también dispensado gracias de patronato y otras singulares mercedes a Fuenterrabía y sus vecinos, y concedídola los títulos de muy noble, muy leal y muy valerosa ciudad, dictados que ha sabido acrecentar posteriormente con el de siempre fiel, todos ellos bien merecidos en premio de sus heroicas hazañas.
Con la muerte de Felipe IV empezó a inquietarse el Rey de Francia a pretesto de corresponder a la Reina, su esposa, el Ducado de Brabante. Siguióse a aquella inquietud la oposición de la España y, por fín, estalló la guerra entre ambas Naciones. Hallándose a la sazón desprevenida la ciudad de Fuenterrabía fácilmente la hubieran sorprendido por la puerta de San Nicolás si las Compañías de Oyarzun, Rentería, Hernani, Astigarraga, Urnieta y Andoain no hubiesen acudido oportunamente, introduciéndose parte de las tres primeras en la plaza y situándose las demás, con la Compañía de Irún, en el puente de Mandelo. De esta manera lograron conservar la plaza por más de un mes hasta que el Virrey de Navarra envió más gente.
Siete años después el Mariscal D'Albert juntó algunas tropas con el ánimo de invadir la frontera. Pero habiendo tomado la Provincia de Guipúzcoa todas las disposiciones necesarias, tanto por mar como por tierra, para repeler al enemigo, logró conjurar la tormenta que amagaba imposibilitando la proyectada invasión.
El año 1681 volvió el Rey de Francia a amenazar por mar y por tierra a Fuenterrabía situando en los lugares rayanos más de 7.500 infantes y 800 caballos a cargo del Marqués de Boufles quien, con la agregación de varios cuerpos de milicias, completó un ejército de 16.000 hombres. Las autoridades de Guipúzcoa dieron como siempre la voz de alarma ordenando a todos los naturales que estuvieran prontos con armas y municiones para el primer aviso de la Diputación a Guerra y nombrando Coronel de las fuerzas guipuzcoanas al Maestre de Campo Don Domingo de Isasi, caballero de mucha experiencia y discreción. Las poblaciones todas respondieron con su acostumbrada docilidad a este llamamiento reuniendo bastimentos, cuidando de su oportuno transporte y ejercitándose en el manejo de las armas sin reparar en gastos, con lo que se desvaneció todo el aparato del ejército francés retirándose éste tierra adentro.
Ya anteriormente, en 1631, había enviado la Provincia a costa propia 400 hombres a las órdenes del señor Infante Cardenal, y desde el año 1649 al de 1658 sirvió con 1.240 hombres distribuídos en catorce Compañías que transportó a expensas suyas hasta Fraga, Tortosa, Lérida y otros puntos para reforzar el ejército en Cataluña. Desde 1661 a 1680 mantuvo 1.120 hombres en diez y nueve Compañías destinadas a las dos galeras capitanas reales de las Escuadras que mandaba el ilustre Don Miguel de Oquendo, hijo y digno sucesor del célebre Don Antonio de Oquendo, y Don Juan Roco de Castilla, y a los dos navíos de asiento de Don Pedro de Agüero, que salieron de los puertos de Guipúzcoa.
La misma Provincia contribuyó en 1703 con un Tercio de hombres naturales suyos para la defensa de las invadidas costas de Andalucía, nombrando por Maestre de Campo a Don Tomás de Idiáquez Ipeñarrieta, sugeto dotado de grandes prendas militares y distinguido mérito, y por Sargento Mayor a Don Francisco José de Emparán. Por este servicio y por los 2.000 doblones que Guipúzcoa aportó para el vestuario y manutención de dicha fuerza S.M. manifestó a la Provincia su especial gratitud, dignándose también confirmar sus antiguos Fueros, buenos usos y costumbres.
Los sacrificios que hizo Guipúzcoa en los años 1718 y 1719 y el amor reverente que acreditó a su Rey en la repentina entrada de un grueso ejército francés al mando del Mariscal Duque de Berwik, oponiéndole con repetidos triunfos cerca de 5.000 hombres, todos guipuzcoanos, y sobrellevando con la mayor constancia y sin ningún auxilio las vejaciones y angustias de tan inesperada irrupción, movieron a Felipe V a escribir a la Provincia desde el campo real de Alcain su carta de 24 de Julio de 1719 en que se da una idea justa del singular valor e intrepidez de los guipuzcoanos, altamente preconizados por los mismos enemigos que los mantuvieron en las más honrosas capitulaciones y en la posesión íntegra de sus Fueros y libertades.
Nada diré de las glorias adquiridas por la ilustre Compañía de Caracas, fundada en 1728 bajo los más sabios reglamentos, por ser notorios los servicios que prestó a la Corona y a toda la Nación poblando la Provincia de Venezuela y defendiendo en 1743 los puertos de Guaira y Puerto-Cabello contra una Escuadra de diez y nueve buques ingleses que se vió precisada a abandonar sus bloqueos por la obstinada resistencia del Mariscal de Campo, y después Teniente General, Don Gabriel José de Zuloaga, Conde de la Torre-alta, y del gefe de Escuadra Don José de Iturrieta, valerosos y esforzados hijos de Guipúzcoa.
En nuestros mismos días se ha distinguido la Provincia en todas las ocasiones en que se ha visto amenazada la frontera, y tanto en la guerra de 1793 con la Francia, como en la de la independencia española, se ha conducido con la heroica bizarría que acostumbra constantemente.
Nadie se ha atrevido ni podía con justicia atreverse a negar a la Provincia de Guipúzcoa el mérito eminente que con estos servicios y otros de no escasa importancia ha contribuído desde su voluntaria incorporación a la Corona de Castilla. Pero si alguno intentase disputárselo, existen en sus archivos cédulas y cartas de gracias que dan testimonio de las expresivas manifestaciones con que cada Monarca ha demostrado en su tiempo la satisfacción y gratitud que le inspiraban el valor y la lealtad de sus naturales, reconociendo y declarando que las exenciones consignadas en sus Fueros, al paso que son base de su fuerza y robustez, lo son también de sus virtudes patrióticas y de su acendrado amor a los Reyes y a la Nación a la que pertenecen. Lícito debe ser a los pueblos formar vanidad de la gloria que han sabido adquirirse a costa de tan heroicos sacrificios, y las Provincias Vascongadas podrán presentar los suyos con orgullo al examen de los que se sientan menos inclinados a hacerles la justicia que merecen.
SECCION CUARTA
Causas preparatorias de la guerra civil sobre sucesión principiada en 1833. -Influencia de los Fueros en el fomento y el desarrollo de esta discordia intestina. -Historia de la empresa de Paz y Fueros concebida y sostenida por Don José Antonio de Muñagorri, natural de Guipúzcoa. -Terminación de la guerra civil de las Provincias Vascongadas y Navarra por el convenio de Vergara.
Existían en España en tiempo de la prolongada agonía que precedió a la muerte del Rey Don Fernando VII muchos elementos de trastorno, prontos a desencadenarse en la primera ocasión oportuna. En su seno hervían diferentes partidos, asaz enconados por las reacciones y continua agitación a que estuvo entregada la Monarquía desde que terminó la guerra de la independencia, y apenas había una persona tal cual reflexiva que no se apercibiese de que bajo sus pies fermentaba un volcán próximo a estallar. La inquietud era general en las Provincias por el común peligro de ver alterada la tranquilidad pública en el momento menos pensado, pero en las Vascongadas uníase a esta ansiedad general el recelo instintivo de que en el desarrollo de tan discordes elementos podían peligrar sus instituciones, que más de una vez sufrieron amagos capaces de justificar cualquier temor. La idea del restablecimiento probable del gobierno representativo no podía ser la última que en aquellas circunstancias ocurriese, porque en la necesidad de optar entre un sistema de reformas y otro diametralmente opuesto era indudable que, así como éste buscaría su apoyo en el partido llamado apostólico, se afianzaría aquel en el liberal. Y a frustrar las consecuencias e esta temida fusión de los liberales con el gobierno de la Reina Doña María Cristina se dirigieron todos los esfuerzos del partido absolutista.
La reacción política de 1823 fué contenida en España, muy a pesar de este partido que había triunfado con el auxilio de una intervención extrangera [y] de las doctrinas liberales que dominaron durante el trienio constitucional.
Resentido, además, al ver que el gobierno de la Restauración no correspondía a las ideas de comprensión que concibió aquel partido desde el primer momento de la victoria, y alarmado en especial al apercibirse de que, pasada la primera efervescencia de las pasiones, recaía el gobierno municipal de los pueblos en sus adversarios, imaginó sustituir al Monarca reinante un Rey de sus principios y acomodado a sus miras y proyectos ulteriores.
La falta de sucesión directa presentaba la idea con todos los caracteres de la probabilidad, pero preciso era que se llenase el número de años que la Providencia tenía señalados a la vida de Fernando VII, y la impaciencia del partido absolutista se avenía mal con esta dilación.
Firme en su propósito, quiso anticipar los sucesos a los decretos del cielos y suscitó, aunque sin resultado, la rebelión en Castilla y Cataluña, en cuyos dos puntos quedaron vencidas las fracciones de 1825 y 1827 después de haber tomado un gran desarrollo por el número de seducidos, bien que, quedando también al descubierto el secreto de que su mal desplegada bandera, llamada de los agraviados, nada menos se proponía que derribar del trono a un Rey legítimamente constituído para colocar en él a su hermano Don Carlos.
El mal éxito de sus primeras empresas le hizo más cauto por algún tiempo, y sin desistir de su plan tascó en silencio el freno que le impuso la mano firme del Gobierno. Pero el cuarto matrimonio de Fernando VII con Doña María Cristina de Borbón, el nacimiento de sus dos hijas, la solemne publicación de la ley pragmática de 1789, la jura de la Princesa Isabel en calidad de inmediata sucesora de la Corona, y el testamento regio que atribuía la regencia a la Reina madre, dieron un nuevo impulso al movimiento revolucionario que tanto más violento se mostró cuanto más fuertemente estuvo comprimido.
La señal de la explosión fué la muerte del Rey, a cuya primera noticia estalló la insurrección en Bilbao, cundió por todo el Señorío de Vizcaya con la rapidez de la chispa eléctrica, se comunicó a la Provincia de Álava, inflamó Navarra y se enseñoreó de Guipúzcoa por la absoluta falta de tropas para contenerla.
Esta última Provincia era acaso la menos dispuesta en todo el Reino para dar acogida en su seno a la guerra civil, pues no sólo sus autoridades forales, sino hasta las personas particulares de algún influjo, habían denunciado con mucha anticipación al Gobierno los síntomas que anunciaban su aproximación, como que poco tiempo antes había sofocado Guipúzcoa por sí sola el levantamiento de Lausagarreta. Pero el Gobierno no dió importancia a sus avisos dejando abandonados los puntos más importantes.
He aquí reasumidos en pocas palabras el origen y los motivos de la guerra civil de 1833, que si estalló en las Provincias Vascongadas y Navarra antes que en otras fué porque estas proporcionaban, por la fragosidad de su terreno, inmensas ventajas para que, una vez concentrada entre sus breñas, sirviese de foco permanente para generalizarla por grados en el resto de la Península.
La situación topográfica de las Provincias del Norte de España, unida al abandono en que se hallaban de parte del Gobierno, decidió la elección del campo en que debía empeñarse la lucha de los principios políticos que dividían a Europa, con pretesto de una cuestión dinástica. Y sólo en este concepto podría decirse que en su origen no hubo para la guerra civil motivo que tuviese relación con el amor que los naturales profesan a los Fueros, buenos usos y costumbres, cuya observancia constituye su felicidad y ventura de tiempo inmemorial.
Con Fueros o sin ellos hubiera sido inevitable en aquellas circunstancias la calamidad de la guerra civil, pero al reconocerse esta verdad no puede admitirse la conclusión de los que sostienen que los Fueros no tuvieron ningún influjo para el alzamiento de las Provincias Vascongadas ni para el incremento de ellas en la guerra civil, ni para darla el temible y obstinado carácter que llegó a adquirir a los dos años de su explosión.
De muy leve peso sería en esta cuestión el dictamen contrario, que desde luego manifiesto, si no pudiese fundarlo en documentos que tengo a la vista y en graves razones que procuraré esplanar.
Aunque fuese cierto que en ninguna de las proclamas de los personages que se pusieron al frente de la insurrección se invocaron los Fueros para excitar a la guerra a los naturales de estas Provincias, este supuesto silencio tendría una explicación muy sencilla y natural. Nadie invoca por causa de una insurrección aquello mismo que sin la menor oposición goza de presente, y hubiera sido el colmo de la extravagancia dar por pretesto del alzamiento unos Fueros que todavía estaban enteramente ilesos.
El lenguage que emplean los autores o promovedores de una guerra civil corresponde siempre al interés general predominante en la lucha provocada, no al que es relativo al diverso régimen de administración y gobierno de cada Provincia. Si no procediesen de este modo, lejos de crear una opinión uniforme y compacta, cual se requiere en las guerras de principios, sólo formarían opiniones aisladas, debilitadas entre sí por intereses encontrados y opuestos a la unidad de acción que es necesaria para conducir a todos a un fín común.
El odio a las reformas que contrarian a las clases privilegiadas fué la base de aquellas proclamas que presentaban a los ojos del pueblo, como otras tantas innovaciones disolventes de la sociedad y destructoras de la religión, todas las mejoras que preparaba el Gobierno de la regencia de Cristina, al que calificaban de usurpador y de impío, al paso que preconizan de legítimo y religioso el de su pretendido Rey para fascinar a las masas a inspirarlas el fanatismo propio de una guerra sagrada en la que, vencedores, asegurarían la felicidad más completa en la tierra, y, vencidos, obtendrían en el cielo la palma del martirio y con ella la bienaventuranza eterna.
De nada sirven los argumentos negativos que se fundan en el silencio de algunas proclamas, comparándolos con los himnos militares, con las actas de la Diputación a Guerra y con las manifestaciones que le mismo Pretendiente hizo en aquella época contestando a las reclamaciones de las autoridades provinciales. Los estrechos límites de esta obrita no permiten insertar literalmente estos documentos que caracterizan la índole y el objeto de aquella insurrección. Pero no puedo prescindir de hacer el mérito que sea indispensable para que todo hombre de buena fé se convenza de que los Fueros figuraban en las Provincias Vascongadas como uno de los principales elementos de la guerra civil.
No es fácil consultar en el día todas las proclamas que vieron la luz pública en los primeros momentos del alzamiento, pero la mayor parte de la Provincia de Guipúzcoa oyó y aprendió de memoria el himno de una marcha militar que la música de los primeros batallones vizcaínos tocaba a su entrada en las poblaciones que recorrió desde el último tercio del mes de Octubre de 1833, alternando con la tropa que cantaba el siguiente:
CORO
Marchad, marchad, vizcaínos,
Marchad la frente altiva
Y a la inmarchita oliva
Unid verde laurel;
Juremos ante el signo
Del lábaro guerrero,
Morir por nuestro Fuero
Por Carlos y la fé.
Quien reflexione con imparcialidad acerca del espíritu que encierra la presente estrofa apenas podrá dudar que eran tres los objetos que se hacía estudio en presentar de bulto como más propios para conmover los ánimos y concitar enérgicamente las pasiones. La religión, la sucesión transversal de la dinastía de los Borbones, y la conservación de los Fueros del País.
Para confundir a los que sostienen que las Provincias Vascongadas miraban con indiferencia los Fueros, puesto que ni tuvieron Diputaciones nombradas con arreglo a sus costumbres ni celebraron Juntas Generales, al paso que toleraban las aduanas, una de las instituciones más odiadas del País, bastaría demostrar, como es fácil, que muy frecuentemente se reclamó la convocación y reunión de las Juntas Generales cuyo primer acto debía ser el nombramiento de una Diputación arreglada a Fuero y costumbre. Pero nadie extrañará que se eludiesen aquellas reclamaciones y que en cierta manera se aquietase la Provincia al reflexionar que para un estado de guerra permanente no podía convenir en las Provincias otro gobierno que el puramente militar y excepcional, pues para sostenerla era indispensable prescindir de las exenciones forales de quintas, contribuciones y aduanas.
Ni es nueva esta suspensión forzosa del régimen foral, sino que ha sido tolerada durante la guerra de independencia, y en todas las circunstancias difíciles se han resignado los pueblos vascongados a sufrir la temporal privación de los beneficios y goces de sus instituciones, como que, aspirando a conseguir el principal fín que se proponían en la guerra, toleraban por un instinto de propia conservación la interrupción de las garantías que sólo pueden tener cumplido efecto en tiempos normales.
Por otra parte, no hay mas que leer las actas de la Diputación a Guerra de Guipúzcoa de 18 y 19 de Octubre y 1º de Noviembre de 1833 para persuadirse de que los acuerdos de esta corporación provincial estaban en perfecta armonía con los gritos entusiastas de las masas armadas que invocaban el Fuero, a Carlos y a la fé, siendo sobre todas muy notable la proclama que la misma autoridad carlista publicó en 7 de Diciembre inmediato, inflamando las pasiones de los guipuzcoanos para que opusieran una resistencia desesperada en la guerra emprendida. He aquí el motivo de la publicación de esta proclama. Una autoridad militar legítima de Guipúzcoa informaba al Gobierno de la Reina del estado de la guerra civil, decadente en aquella época, y hablando de las causas que influían en ella se revelaba como una de las más decisivas la profunda afección de sus naturales hacia sus peculiares instituciones, concluyendo por manifestar su opinión de que podría obtenerse la sumisión de los sublevados utilizando aquel amor a los Fueros.
Pero por una fatalidad que apenas se concibe, al proponer dicha autoridad la confirmación de los Fueros, como medio seguro de alcanzar la paz, hubo de añadirse alguna frase con tendencia a dar a esta idea un carácter transitorio e interino mientras que pudiesen nivelarse estas Provincias con las restantes de la Monarquía. Este despacho fué interceptado y vino a manos de la Diputación a guerra, a quien fué fácil convertirlo en tea incendiaria haciendo ver a las masas armadas que las autoridades de la Reina pensaban en la abolición de las instituciones forales, y que aún en el caso de ser respetadas temporalmente abrigaban la intención de destruirlas tan pronto como se sofocase el entusiasmo de los vascongados por Don Carlos.
Es preciso saber cuán exquisita es la sensibilidad de los vascos y los navarros para imaginarse el grado de exaltación que se apoderaría de sus ánimos con la revelación del contenido de aquel malhadado despacho que hería a un mismo tiempo su amor a los Fueros y su pundonor.
Pocos meses después la parte de Guipúzcoa que se mantenía adicta al Gobierno legítimo se reunió en Junta General en la villa de Tolosa con asistencia de un Corregidor nombrado por S.M., y tratándose en aquel Congreso de la jura del Estatuto Real se dieron algunas explicaciones referentes a su natural y fácil coexistencia con los Fueros, sin mengua ni desmembración de las originarias libertades y exenciones del País Vascongado, pero combatidas como si fuesen restricciones que desvirtuaban aquel juramento mandó el Gobierno aceptar lisa y llanamente el Estatuto Real.
Esta decisión renovó la memoria del despacho interceptado y ambos sucesos hicieron presentir que se miraba por los renovadores el régimen foral como incompatible con el sistema representativo. Entonces fué cuando la guerra civil adquirió tan impetuoso desarrollo que al año preciso de las Juntas Generales de Tolosa ya dominaban los carlistas exclusivamente las tres Provincias Vascongadas y Navarra sin que los defensores de la causa de Isabel II poseyesen más que las cuatro capitales, circunscritas al interior de sus muros, el fuerte de San Antón de Guetaria y el de Behovia.
En tan apurado y grave conflicto se fijó la atención general en dos verdades igualmente irrecusables: primera, que los Fueros entraban por mucho en la guerra civil de las Provincias Vascongadas y Navarra; segunda, que esta guerra sería poco menos que interminable por los medios que hasta entonces se habían empleado para sofocarla. Y por resultado de estas convicciones tomaron las ideas nuevo giro, dividiéndose las opiniones entre la necesidad de una intervención o cooperación extrangera y la mayor ventaja de una transación puramente española y, como tal, menos depresiva de nuestra independencia.
Mientras el Gobierno de la Reina examinaba estas cuestiones, sin acabarlas de resolver, continuaba la guerra con un encarnizamiento cada vez más terrible hasta que el Conde de Luchana, hoy Duque de la Victoria, después de haber hecho levantar el último sitio de Bilbao se dispuso a penetrar en el interior de Guipúzcoa al frente de un ejército considerable reunido en San Sebastián, y publicó el 19 de Mayo de 1837 una proclama en que ofrecía a las Provincias Vascongadas y Navarra la conservación de sus Fueros. La Diputación foral de Guipúzcoa, secundando las miras de aquel General, dirigió también su voz a los pueblos en el mismo sentido, pero inútilmente, y el poco efecto que causaron estos ofrecimientos ha sido el fundamento de los que siempre han negado la influencia de los Fueros en la guerra civil.
Sin embargo, aunque la resistencia de los carlistas no fué menos tenaz después de las proclamas del Conde de Luchana, esta tenacidad no prueba otra cosa sino que los vascongados tenían poca fé en los ofrecimientos que se les dirigían porque no podían menos de acordarse de la significación del despacho interceptado en Diciembre del año 1833 y del mandato de jurar lisa y llanamente el Estatuto Real, a pesar de las explicaciones propuestas en las Juntas Generales de la villa de Tolosa el año de 1834.
«Yo os aseguro, decía el General, que estos Fueros que habéis temido perder os serán conservados y que jamás se ha pensado en despojaros de ellos».
No es posible manifestar en términos más claros que, en concepto del General en gefe, el temor de perder los Fueros era una de las causas más principales de la guerra civil y que la seguridad de conservarlos sería un medio de restablecer la paz en las Provincias Vascongadas y Navarra.
Pero es preciso no perder de vista que los ofrecimientos del General en gefe, además de no ser bastante poderosos para desvanecer los recelos que se habían arraigado ya en el ánimo de los habitantes por resultado de los dos accidentes de que se ha hecho mérito anteriormente, sufrieron la más viva contradicción de parte de un periódico de la Corte que a la sazón gozaba de una grande aceptación en el partido político dominante, llegando a tal extremo su empeño de desmentir las palabras de conciliación dirigidas por el General en gefe y la Diputación foral de Guipúzcoa que sostuvo que aquel caudillo no ofrecía ni podía ofrecer en nombre del Gobierno a las Provincias exentas otros Fueros que el régimen, las instituciones y las leyes que eran comunes al resto de la Monarquía.
Llevó aún más lejos su odiosa e inoportuna interpretación manifestando que los habitantes de las Provincias insurreccionadas podían temer la pérdida de sus Fueros en castigo de su rebelión, como sucedió a los catalanes y aragoneses en las épocas de otras discordias civiles, y que el General en gefe les aseguraba que en lugar del régimen excepcional a que fueron sometidos aquellos los vascongados y navarros lo serían al régimen de instituciones comunes a todo el Reino. Corrió aquel artículo sin que el Gobierno cuidase de impugnarlo, ni tratase de vindicar el honor y la veracidad del General en gefe, altamente comprometidos por tan osada desmentida, y aunque el autor mismo de esta obrita publicó un folleto impreso en San Sebastián refutando con fundadas razones los paralogismos de que abundaba el artículo impugnado, su débil y desautorizada voz no fué bastante poderosa para reparar el mal efecto que causó la oposición de aquel diario.
El resultado inevitable del desaire que recibieron en aquella ocasión tan importante las palabras conciliadoras del General en gefe, principalmente al ver el silencio del Gobierno que parecía confirmar los conceptos erróneos del periodista, debía necesariamente ser tanto más perjudicial al objeto de la pacificación cuanto más consiguiente era que el desengaño excitase en los vascongados y navarros la idea de habérseles querido atraer a la sumisión con falsas seguridades y frases engañosas de doble sentido, como era lógico deducir del descubierto en que se dejaba al caudillo militar que aseguraba en su alocución ser el órgano de las buenas disposiciones del Gobierno.
De todas maneras, nunca estuvieron más en boga las ideas de intervención extrangera y de transacción nacional que en la época que acabo de citar, pero se presentaban con tantas variantes como partidos políticos existían en España, y siendo por sola esta razón irrealizables todos los planes, por estar acomodados a la diversidad de los intereses parciales que los inspiraban, no era fácil combinar uno que conciliase los intereses generales de la Nación.
Era necesario que ocurriese un pensamiento que, dejando ilesos el honor y la dignidad nacional, chocase lo menos posible con las preocupaciones y susceptibilidades que más que nunca dominan en tiempo de trastornos políticos. Ni bastaba que un pensamiento de esta especie ocurriese a un hombre común, porque es bien cierto que no todos los que son aptos para concebir una idea lo son igualmente para ponerla en planta y llevarla a ejecución. El genio creador ha de estar unido al temple de alma y al prestigio de la persona que lo posee, pues su reputación es una garantía del buen desempeño de las empresas que tome a su cargo. Sus antecedentes deben ponerle a cubierto de la nota de una ambición interesada en su engrandecimiento particular de ser idóneo para reunir las voluntades y de tener una firmeza de carácter capaz de resistir a toda especie de exigencias extrañas. Hombres que estén dotados de todas estas cualidades son, por desgracia, bastante raros y difíciles de hallar, pero tenía algunas de ellas Don José Antonio de Muñagorri, y este guipuzcoano, amante de su Patria, fué el primero que concibió la idea de pacificar el País con el aliciente de la conservación de los Fueros.
Veía Muñagorri que los habitantes de la Provincia, dominados por los fautores de la insurrección, sufrían todo el peso de la guerra por las enormes contribuciones que se les exigían bajo diferentes denominaciones, por las contínuas levas que segaban su más florida juventud, y por el violento estado de opresión en que los mantenía una policía siempre recelosa, y se persuadió de que el contraste que formaba su situación presente, comparada con su pasada felicidad, les infundiría bastante corage para romper el yugo a que el terror y el hábito de ciega obediencia a las autoridades les había sometido desde un principio.
En semejante estado, la idea de atraerlos al partido de la Reina con el estímulo del goce efectivo de los Fueros y de las dulzuras de la paz era una concepción grande y fecunda, a la par que natural, y se decidió Muñagorri a adoptarla de acuerdo con el Gobierno de S.M., a quien se presentó por primera vez en 18 de Febrero de 1835 y esplicó a los Ministros de Estado y de Guerra su plan y los medios con que contaba para llevarlo a ejecución, haciéndolos presente que para conseguir la pacificación de las Provincias Vascongadas y Navarra era necesario servirse del ascendiente irresistible que ejercen en ellas los Fueros, buenos usos y costumbres con los cuales han sido regidas de tiempo inmemorial.
En efecto, la causa del Pretendiente no tenía para con las masas valor ni importancia sino en cuanto estaba sostenida por la idea general de que perecían los Fueros con el triunfo del Gobierno representativo y se salvaban con el absoluto de Don Carlos. Preciso era, pues, convencer a los habitantes de las Provincias de que era infundado aquel recelo, y asegurarles la conservación de sus instituciones.
Las vicisitudes de una lucha tan mortífera habían mermado en gran manera el número de los que servían voluntariamente en las filas de Don Carlos, componiéndose en aquella época la mayoría de los armados del producto de levas forzadas que tan profunda aversión han inspirado siempre a los vascongados y navarros. Para hacerles abandonar con gusto sus filas no faltaba más que proporcionarles medios de subsistencia en asilos seguros. Había muchos en el ejército carlista que, persuadidos de no poder retroceder ya de sus compromisos, se creían precisados a seguir su suerte hasta el último extremo. Se habían empeñado otros en la lucha en el equivocado concepto de que la universalidad de la Nación la sostendría y que, desengañados de este error, sólo deseaban que se les pusiera en estado de retirarse del abismo que veían abierto a sus pies. Atrayendo a unos y otros con la intervención de sugetos que influyesen en sus ánimos, ofreciéndoles trabajos en puntos seguros, se lograba debilitar la fuerza carlista.
Al propio tiempo, los sugetos encargados de intervenir en este sentido no deberían tener ningún carácter público y convenía, por el contrario, que obrasen con entera independencia de las autoridades a no ser que exigiesen las circunstancias su cooperación, pero prestada con la más escrupulosa reserva. Habrían también de estar autorizados para concertarse sobre los medios de aprovechar el influjo de cuantos promovían y sostenían la facción ofreciéndoles la conservación de sus destinos y grados a condición de presentarse en la frontera francesa, y cuando se lograse en ella la reunión de un número considerable de jóvenes podrían armar a los que la solicitasen organizándolos en cuerpos cuya oficialidad debería componerse exclusivamente de naturales de las mismas Provincias. De esta suerte era dable formar una bandera, titulada de Paz y Fueros, que introduciría la desunión y la desconfianza entre los prohombres del partido carlista hasta completar por grados su entera disolución bajo el peso de la opinión de las masas que a toda costa querrían libertarse de la opresión en que gemían.
Los Ministros acogieron favorablemente algunas de estas ideas pero no fué posible realizarlas de pronto a causa de la mudanza que ocurrió a muy poco tiempo en el personal del gabinete, y, entretando, llegó el mes de Junio de 1835 durante el cual, a resultas de varios reveses que sufrieron nuestras tropas, cayeron en poder de las enemigas todas las fortalezas interiores de las cuatro Provincias obligando a las divisiones que operaban en defensa de la Reina a situarse en el Ebro, después de reforzar la guarnición de alguna de las cuatro capitales.
Un acontecimiento de suma trascendencia desconcertó, sin embargo, a los carlistas en medio de estos triunfos. Murió Zumalacárregui en Cegama a consecuencia de la herida que recibió en las inmediaciones de Bilbao durante su primer sitio, y, valiéndose Muñagorri del momentáneo abatimiento a que esta pérdida redujo al ejército carlista, volvió a presentarse en Madrid a ponerse de acuerdo con el nuevo Presidente del Consejo de Ministros para continuar su plan, a cuyo fín recibió las correspondientes instrucciones pero tropezó con nuevos e imprevistos obstáculos.
La muerte de Zumalacárregui, que fué en efecto una verdadera calamidad para el partido carlista, sirvió no obstante de mucho desahogo a la Corte del Pretendiente, quien nunca pudo obrar en vida de aquel caudillo con la independencia y el imperio que habría sido del agrado de sus cortesanos. Aprovechándose, pues, éstos con avidez de la ocasión de recobrar todo aquel ascendiente que ambicionaban de mucho tiempo atrás, comenzaron a ejercerlo con una violencia que dió lugar al sistema de terror que, provocando una fuerte reacción, debía atraer más tarde sobre sus cabezas el odio y persecución suscitados contra la clase llamada de ojalateros. A causa de este sistema de terror por una parte, y de la ufanía de poseer enteramente el País por otra, vióse Muñagorri por segunda vez impedido de poner en ejecución sus planes. Y aunque por Mayo de 1837, con ocasión de disponerse el Conde de Luchana a penetrar en Guipúzcoa, fué buscado por las autoridades residentes en San Sebastián, declaró que aún no era llagado el momento oportuno y que convenía ante todas cosas preparar más de lo que estaba la opinión de las masas.
Precisamente en la misma época se aprestaba una expedición para el interior del Reino al mando del ex Infante Don Sebastián, dejando sin embargo bastante cubierto el País para que fuese difícil que nuestras tropas tomasen en él la ofensiva.
Los pueblos habían visto el año anterior que la expedición de Gómez llegó casi hasta los últimos confines de la Península recorriendo las más de las Provincias del Reino, y a pesar de que regresó en muy mal estado a las del Norte se hizo creer a la multitud que la que iba a salir de nuevo iría, vía recta y sin oposición, a Madrid a colocar en el trono a Don Carlos.
Con esta esperanza los armados se persuadieron de que tocaban ya el término de todos sus sacrificios, mientras los inermes se veían aliviados de una gran parte de las enormes contribuciones por la disminución de las tropas, deduciendo Muñagorri con mucho fundamento que en semejantes circunstancias no produciría efecto su plan de pacificación.
El término de espera que Muñagorri calculaba lo empleó en disponer el espíritu público de las Provincias en favor de la empresa de Paz y Fueros por medio de sus diarias comunicaciones con los gefes militares, los sargentos y la tropa diseminada por el País, y poco a poco fué asegurándose de que las poblaciones iban descubriendo sin rebozo la impresión que les causaba el mal éxito de las repetidas expediciones que se habían dirigido al interior, cuya retirada coincidió naturalmente con el aumento de las contribuciones que se les exigían y con las levas que motivaron las enormes bajas de los cuerpos expedicionarios. En tal estado introdujeron en el bando carlista un descontento general los arrestos y vejaciones que sufrían sus ancianos padres por el menor desvío de sus hijos, hermanos o parientes de los batallones a que pertenecían, y deduciendo Muñagorri de estos anuncios que se aproximaba el día de desplegar la bandera de Paz y Fueros se apresuró a dar sus instrucciones designando el día y la hora del pronunciamiento, que debía verificarse en diferentes puntos a la vez.
Amaneció el día 18 de Abril de 1838 y Muñagorri, al frente de trescientos hombres reunidos en la villa de Berástegui, proclamó solemnemente la bandera de Paz y Fueros. La alocución que publicó contenía ideas que podrían, sin duda, calificarse de subversivas del orden político establecido en la Monarquía si su autor no se sirviera de ellas para combatir la causa de la rebelión en su primer origen, que fué la cuestión dinástica, complicada con los principios del absolutismo y con la que después se amalgamó el recelo de que se perdían los Fueros estableciéndose en España un Gobierno representativo. Para conseguir que los vascongados y navarros renunciasen a la guerra de sucesión y al sostenimiento de los principios políticos del partido de Don Carlos era indispensable convencerles de que, no siendo de su competencia resolver la duda del derecho que los Príncipes disputaban, debían cesar los inmensos sacrificios que hacían para colocar en el trono por las fuerzas de las armas a quien proclamaban sucesor legítimo de él.
El cuadro fiel de la deplorable situación a que se veían reducidos después de cinco años de tan sangrienta como desoladora guerra resaltaba más lúgubre con el halagüeño recuerdo de la felicidad que antes disfrutaban y de la facilidad con que podían recobrarla, mirando indiferentes la cuestión de sucesión para fijarse exclusivamente en el restablecimiento de la paz y en el goze completo de sus Fueros.
No se ocultaba a Muñagorri que este lenguaje era el menos adecuado para hacerse prosélitos entre los intolerantes partidarios del Pretendiente, pero tampoco intentaba atraerlos a su bandera y sólo se proponía aislarlos dirigiéndose a las tropas, y en especial a las masas que sufrían el peso de la guerra como a quienes más interesaba el orden y reposo sin enagenarse, empero, las voluntades de los que, habiendo adquirido grados, condecoraciones y destinos, aspirasen a conservarlos en cualquier cambio.
Ni esta alocución podía instantáneamente producir todos los resultados que se prometía su autor porque, estando todavía tiranizadas las Provincias por el terrorismo, necesitaba ante todas cosas guarecer su bandera en el centro de una fuerza respetable que la apoyase, sirviendo de punto de reunión a las diferentes fracciones que debían pronunciarse según sus instrucciones. Pero desgraciadamente ni estas instrucciones se cumplieron con la debida exactitud ni permitió el recio temporal de aguas, granizo y nieve que duró muchos días la permanencia de los trescientos hombres que reunió en Berástegui, y al verse cercado por las considerables partidas carlistas que de diferentes puntos salieron en su persecución no pudo parar en despoblado y a la inclemencia. Privado, pues, de la cooperación que debía esperar y que le faltó en la ocasión más crítica se refugió en la frontera de Francia, donde tuvo la más favorable acogida, manifestándole tanto las autoridades como los particulares las simpatías que abrigaban en favor de la empresa.
Los que pretenden que el pronunciamiento de Muñagorri no encontró eco en las Provincias Vascongadas y Navarra ni causó la menor inquietud al carlismo, o hablan contra sus convicciones o con el más completo olvido de cuanto se vió y palpó en aquel tiempo. Las medidas militares y políticas que se adoptaron desde el momento en que aquel suceso llegó a noticia de las autoridades carlistas constan por las actuaciones del Comisario regio y de sus Subdelegados principales de policía que tengo a la vista, juntamente con las correspondientes minutas auténticas de las órdenes y resoluciones que dictaba el Pretendiente por el Ministerio de Gracia y Justicia, ya para formar causa en averiguación del autor, cómplices y ramificaciones del alzamiento, ya para apoderarse de Muñagorri y de sus primeros compañeros, ya para prevenir las desastrosas consecuencias que se temieron. Resultando de todo que los enemigos siempre consideraron este acontecimiento como un golpe muy trascendental para la causa que sostenían.
El mismo día 18 de Abril informaba el Comisario regio de Guipúzcoa Don Tiburcio Eguíluz, al Ministro de Gracia y Justicia, que Muñagorri había reunido gente en la ferrería de Plazaola y que, además, había tratado de seducir a varios individuos de la tropa ofreciéndoles dos reales diarios y ración con vino. Que el alzamiento de Muñagorri se verificaría el mismo día, y que contaba con fondos suficientes para dar fomento a la sublevación. Que con este conocimiento había tomado disposiciones para poner sobre las armas a los Tercios a fín de prender la misma noche a Muñagorri y sus cómplices, sin perjuicio de lo que determinase el Comandante General de la Provincia, en el supuesto de que el acontecimiento era de suma importancia.
Este informe produjo la Real Orden de 19 de Abril, espedida en el real de Estella en la que, manifestándose al Comisario regio el particular aprecio con que se había recibido esta nueva prueba de su acrisolada lealtad, se le encargó que, sin perjuicio de las medidas que adoptase el Comandante General, procediera por sí mismo a instruir una información sumaria sobre el hecho procurando adelantar cuanto fuese posible el descubrimiento del origen y ramificaciones de semejante movimiento y dictar las disposiciones de seguridad convenientes, no sólo por la parte de Berástegui sino por cualquier otra de la Provincia en que pudiese sospecharse alguna complicidad. Recomendábasele, sobre todo, la mayor precaución y prudencia para no dar al asunto más importancia que la que tenía en sí mismo.
Con igual fecha la Diputación a Guerra circuló a los pueblos otra orden para que los Alcaldes y Ayuntamientos estuviesen a la mira de cualquiera relación que Muñagorri pudiese mantener con algunas personas de las respectivas jurisdicciones, a fín de arrestar a las que inspirasen recelos de complicidad en una maquinación tan perjudicial al mejor servicio del Rey y al bienestar de los leales habitantes de esta Provincia.
El Alcalde de Sacas, como subdelegado especial de policía de la frontera, y los comisarios de vigilancia pública se pusieron en movimiento sin perder un instante y todos de consuno se manifestaron en sus comunicaciones poseídos de un terror pánico que tan pronto les obligaba a aparentar una misteriosa reserva como a exagerar las noticias que adquirían, hasta que, contenidos por las prevenciones que se les hacían desde la llamada Corte, sobre lo que se aumentaba la alarma por la importancia que se dió a aquel alzamiento, se observa que a los pocos días fingían estudiadamente ser despreciable por todos sus aspectos.
En prueba de que la Corte de Don Carlos no participaba de esta seguridad puede citarse la Real Orden de 18 de Mayo mandando que los bienes embargados en Navarra, Guipúzcoa u otra Provincia al revolucionario Muñagorri estuviesen a disposición de la comisión militar que seguía su causa, destinándose desde luego sus existencias en fierro y carbón a las fábricas de armas de Placencia y de proyectiles de Amorós, sin que el Comandante General del resguardo de Navarra ni otra autoridad o gefe hiciese más que auxiliar a dicha comisión militar.
Ya en este tiempo empezó a notarse alguna afición por la bandera de Paz y Fueros, observándose la dirección que tomaban algunos desertores a la frontera de Francia. Y cuando con este motivo se redoblaban la vigilancia y las precauciones acabó de conturbar el espíritu de los cortesanos un oficio reservado que el Comisario regio pasó al Ministro de Gracia y Justicia, con fecha 6 de Junio, remitiéndole copia de una carta de Bayona que había recibido el mismo día de persona de confianza y cuyo contenido le parecía muy interesante. Esta carta combatía el concepto de algunos que tenían por insignificante la empresa de Muñagorri, mientras su autor veía que iba a dar mucho que hacer pues que tenía dinero y protección del Gobierno francés, simpatías en los malos del País de varias clases, y la autorización del Gobierno de Madrid para conceder todo del modo más solemne y con las garantías que se exigiesen. Añadiendo que se había formado en Bayona una Junta compuesta de dos individuos por cada Provincia de las exentas y Navarra, y de la que hacían también parte el Cónsul español y el Subprefecto; que un agente del Conde de Ofalia había salido para Madrid en posta despachado por el Presidente de la Junta, Arnao, y que se le esperaba por momentos con nuevas autorizaciones e instrucciones; que entre tanto Muñagorri hacía gente a la sordina, pagándola bien; que su plan estaba trazado de larga mano y Muñagorri, de inteligencia con el Gobierno de la Reina; concluyendo que, aunque se había tratado de sorprenderle en un caserío de Sara, se erró el golpe por habérselo prevenido dos capitanes que estaban al servicio del Rey y que, informados de esta tentativa el Subprefecto y el General Nogués, dieron orden a la tropa para que velase por la seguridad de Muñagorri y persiguiese y aprehendiese a los que quisiesen incomodarlo.
Interin de esta suerte se agitaban los ánimos con semejantes avisos, cada vez menos lisonjeros a la Corte del Pretendiente, vivia Muñagorri dedicado a mantener con más actividad que nunca sus antiguas relaciones con algunos gefes carlistas y con personas influyentes de las Provincias, adquiriendo otras nuevas con el honorable Comodoro Lord Jhon-Hay, con nuestro valiente patriota general Jáuregui y otros amigos del partido de la Reina, con los Generales franceses Harispe y Nogué, con el Cónsul de S.M.C. en Bayona y otros personages que sería prolijo citar, pero a cuyos buenos oficios no puede menos de tributarse el debido homenage. Ocupábase también Muñagorri sin intermisión en el enganche de los que se prestaban a servir en su bandera, en dirigirlos a diferentes depósitos y en cuidar de su subsistencia, en términos que el cúmulo de todas estas atenciones le obligaba a reproducirse en todas partes sin el menor descanso.
Nada extraño hubiera sido que su retirada desde Berástegui le hiciese perder algún tanto del grande prestigio que le atribuía su atrevida resolución, pues que ordinariamente se juzga del valor de las empresas por los primeros resultados que producen. Pero en aquella ocasión su actividad y los progresos que se veían aseguraron más que nunca su reputación.
Sus proclamas penetraban en el País enemigo, corrían por la Europa entera y servían de materia a graves discusiones, no sólo en los círculos políticos sino también en asambleas parlamentarias, despertando un entusiasmo tan general, tan vivo y rápido que en los tres primeros meses se le incorporaron más de novecientos hombres sin que bastase a retraerles ni el revés sufrido por nuestro ejército en Morella, ni el sobreseimiento de los grandes preparativos que se hicieron para apoderarse de Estella, ni los cuantiosos subsidios que recibieron los carlistas precisamente en la época del reclutamiento.
Los miramientos y auxilios que prodigaban a la empresa las autoridades francesas confirmaron la buena disposición que el Gobierno de las Tullerías manifestó, principalmente desde el año 1835, para sostener cuantos esfuerzos intentasen los vascos y navarros a fín de contribuir a la pacificación de España con el aliciente de los Fueros. Demasiado cauto, no obstante, el Gobierno francés para aventurarse a tomar una parte activa sin estar seguro de la franca cooperación de las personas influyentes de las Provincias, trató de explorar por sus agentes si se decidirían a utilizar el espíritu público de sus habitantes en favor de la consolidación del trono de Isabel II, por la seguridad de conservar sus Fueros, y el resultado de los informes que se obtuvieron de diferentes sugetos ilustrados correspondió al verdadero interés que la Francia descubría para la consecución de uno y otro objeto.
Después de estos pasos se concertó en tiempo del ministerio de Thiers, en el año de 1836, la formación de un campo de diez mil hombre en Pau, el cual fué luego disuelto por los acontecimientos de la Granja, arrastrando en su disolución a aquel grande hombre de Estado que se propuso salvarnos y que fué reemplazado por otro que, sin ser hostil a la España, profesaba diferentes ideas respecto a la política exterior que convenía a la Francia.
El Gobierno inglés, reservado en sus ideas de intervención armada, dejó también obrar con decidido empeño a su estación naval de Pasages en favor de la empresa de Muñagorri, y bien se sabe que los funcionarios ingleses nunca proceden sino en exacta conformidad con la política del ministerio que los emplea. El noble gefe de la estación naval, Lord Jhon Hay, no perdió ocasión de acreditar el sumo interés que tomaba en los progresos de aquella empresa, concurriendo con asidua puntualidad y diligencia a todos los puntos en que fué necesaria o útil su cooperación, proveyendo a Muñagorri de fusiles, artillería, municiones y tiendas de campaña y proporcionándole la instrucción de los artilleros bajo la dirección de los mejores oficiales de esta arma pertenecientes al Batallón de la Marina Real Británica que estaba acantonado en la Provincia.
Con estos auxilios y con su infatigable perseverancia llegó Muñagorri a formar dos Batallones dotándoles de gefes y oficiales vascongados, nombró su Estado Mayor y organizó su administración militar con todas las correspondientes oficinas.
Ya se ha indicado anteriormente que para que prosperase en su ejecución el pensamiento de Muñagorri, tal como lo concibió y propuso al Gobierno legítimo, debía presentarse al público, no sólo como exclusivamente suyo sino también independiente de aquel Gobierno, y que sobre todo era una condición necesaria de su buen resultado que no se conociese la mano que suministraba los fondos. Las Provincias sólo debían ver que tenía recursos con que sostener su empresa y que recibía ésta una regular dirección. Todo lo demás debía ocultarse bajo el velo del misterio, y en tal caso no es dudoso que, fatigados los habitantes con las enormes contribuciones y vejaciones, se habrían separado de la cuestión dinástica para abrazar la bandera que les brindaba con la Paz y los Fueros. Es cierto que el temor hubiera contenido por de pronto una simultanea y general separación de la causa del Pretendiente, sostenida por su Corte y por el enjambre de parásitos que la sitiaban, pero este temor se hubiera disipado al fín a proporción del abandono parcial que harían de sus filas los mismos armados que, sin conocerlo, eran a la vez los sostenedores y las víctimas de la tiranía que ejercía aquel partido.
Los observadores perspicaces iban notando que, a medida que este partido, llamado después de ojalateros, aumentaba su preponderancia, disminuía el prestigio del Pretendiente en el ánimo de los habitantes de las Provincias. Las Diputaciones a Guerra habían dirigido en 20 de Junio, 11 de Julio y 11 de Octubre de 1835 enérgicas reclamaciones oponiéndose a las medidas anti-forales del nombramiento de un Comisario regio para su presidencia y a la autorización que concedía a este funcionario para proponer el Alcalde de Sacas, y esforzándose sobre todo en conservar ilesa la prerrogativa de sujetar al pase provincial las reales órdenes, provisiones y despachos, con el objeto de reconocer si su contesto se oponía a los Fueros. Había seguido a estas reclamaciones otra de 13 de Noviembre, repetida en 16 de Diciembre del mismo año, pidiendo con instancia la convocación de Juntas Generales, pero sólo se contestó a las dos últimas con la Real Orden de 18 de Diciembre que no se juzgaba oportuna ni política ni conveniente su reunión en aquellas circunstancias, y la Diputación a Guerra, siguiendo la costumbre que había adoptado para todos los casos en que la Corte denegaba sus justas pretensiones sobre diferentes puntos de administración o contra las alteraciones que se intentaron introducir en el régimen foral, a excepción de los artículos de subsidios de guerra, tenía que limitarse a protestar reservando su derecho a salvo. Fórmula de poco influjo para obtener más justicia aún cuando la reclamase con mayor energía en lo sucesivo.
No podían menos de penetrar los habitantes de las Provincias Vascongadas que el desaire que se hacía de las representaciones de sus respectivas autoridades tenía su origen en el predominio que ejercía la numerosa falange de ojalateros, compuesta de gente extraña al País y que sin tomar parte en la guerra consumía en el ocio y en las intrigas palaciegas una gran parte de los recursos con que se hacía contribuir a los naturales. Circunstancia que, unida al insoportable orgullo y profunda inmoralidad de que, con pocas excepciones, hacían alarde, atrajo sobre esta clase el odio más encarnizado de parte de todas las demás interesadas en el triunfo de Don Carlos.
Semejante estado de irritación se iba haciendo estensivo contra los más altos personages de la Corte que servían de escudo con su poder a las demasías de tan perniciosos aventureros, y es bien seguro que si el desarrollo de la idea de Muñagorri se hubiese abandonado entonces al instinto que la creó habría producido todo su efecto. Pero en vez de seguirse este plan empezó el Gobierno por nombrar en Bayona una Junta directiva a la que libraba fondos para reclutar, mantener y vestir a los que se alistasen bajo la bandera de Paz y Fueros, y prohijándola de esta suerte como propia, con una cooperación excesivamente franca y oficial, adulteró la esencia del primer pensamiento de Muñagorri cuya virtud consistía en aparecer extraño a las dos partes beligerantes para interesar a los naturales de las Provincias en su favor.
No se ocultaba a estos que las legítimas Diputaciones formales que administraron el País hasta Octubre de 1837 dejaron de existir a consecuencia de la Ley de 16 de Setiembre del mismo año, y nada era más público que el hecho de haber sido provocada esta Ley en odio y en pena de la enérgica lealtad con que aquellas corporaciones forales representaron al Gobierno de la Reina, no solamente su inhabilidad y falta de facultades para jurar la Constitución sino también cuán contradictorio e impolítico sería compelerles a este acto después de las recientes seguridades que a nombre del mismo Gobierno se dieron a las Provincias en la proclama del General en gefe, Conde de Luchana, relativamente a la conservación de los Fueros.
Tenían las Provincias más de una prueba de la desfavorable prevención con que se miraban sus instituciones por la prensa exaltada, y tampoco era ya un secreto que el espíritu de reforma, considerándolas como meros privilegios, se proponía abolirlas en el equivocado concepto de ser imposible la coexistencia del régimen formal con el representativo de la Monarquía. Y en tales circunstancias o era preciso que el Gobierno se abstuviera de intervenir en la empresa de Muñagorri o que combatiese con declaraciones positivas la persuasión que ya se había generalizado, sobre que miraba como incompatibles ambos sistemas. Para ésta era necesario empezar, o por restablecer las Diputaciones forales tales como existían antes de la promulgación de la Ley de 16 de Setiembre de 1837 o por autorizar, cuando menos, a sus vocales a sustituir a la Junta directiva de Bayona encargándoles de la dirección de aquella empresa.
Verdad es que el Gobierno no podía restablecer las Diputaciones forales sin una autorización de los cuerpos colegisladores, pero precisamente contaba en aquella época con una gran mayoría en las Cortes y nada habría sido más fácil que obtener aquella autorización si el Gobierno la hubiese pedido en consonancia con las excitaciones que le dirigieron los periódicos del partido moderado.
Los que viven lejos de este País y no conocen el carácter especial de sus naturales ni los elementos que dieron impulso y consistencia a la guerra civil no pueden formarse una idea exacta de lo mucho que perdió la empresa de Paz y Fueros desde que vieron cerrarse aquellas Cortes sin manifestar en manera alguna su disposición a admitir siquiera un arreglo entre la Constitución política de la Monarquía y las instituciones forales. Si a la clausura de los cuerpos colegisladores no siguió inmediatamente la disolución de la bandera de Muñagorri se debió, sin género de duda, al apoyo moral que la Francia y la Inglaterra la prestaban. Pero de todos modos se retrajeron las personas más influyentes de tomar parte en ella desde que vieron que el Gobierno, al paso que la sostenía, huía de dar las correspondientes garantías, y fué inevitable que sucumbiera en su abandono y horfandad.
Por otra parte, la fuerza de los hábitos que han contraído los naturales de las Provincias Vascongadas por su exclusiva intervención en el nombramiento de sus autoridades hacía que la circunstancia de reconocer otro origen la Junta directiva de Bayona disminuyese para con ellos la bien merecida confianza pública que gozaban sus vocales, y cuando a esta novedad se unió la de ser elegido para Presidente de aquella corporación un Delegado del Gobierno que, si bien apreciable por sus cualidades personales, carecía de la de interesado en la conservación de los Fueros por no ser ni aún natural de estas Provincias, no era extraño que la suspicacia inseparable de todos los pueblos celosos por la integridad de sus instituciones se fijase sobre este importante desvío de todos los usos recibidos y sobre la fé insegura de los gobernantes que cuidaban tan poco de captarse las voluntades con aquellas garantías que exigía la crítica situación en que se encontraba el País. De este modo los espíritus que ya fluctuaban entre incertidumbres y recelos se retrajeron de los sacrificios y peligros que era preciso arrastrar para llevar a cabo una empresa tan gigantesca, y la consecuencia forzosa de tales desaciertos fué el desaliento que se apoderó de una infinidad de personas cuyo amor a la Paz y a los Fueros no era posible poner en duda, estando como estaba acreditado con las pruebas más relevantes y positivas.
Continuaba por otra parte la Junta en sus deliberaciones sin la concurrencia del que había dado su nombre a la empresa, y perdió éste el ascendiente que gozaba al principio y que hubiera debido conservársele con creces para que no se le supusiese, como generalmente se le supuso, constituído en una especie de tutela que redujo a la inercia la fuerza de atracción que necesitaba para aumentar su partido.
Si por estas consideraciones era inevitable que se desvirtuase en el partido adicto al Gobierno legítimo la primera impresión favorable que produjo el pronunciamiento de Muñagorri, mayor debía ser la desconfianza que en lo sucesivo inspirase en el campo enemigo, porque tal era la dirección que los fautores de la guerra civil imprimieron a los ánimos que apenas podía proponérseles la Paz y los Fueros como una concesión de aquel Gobierno. Ellos consentían en una razonable transacción en el caso de que viniera propuesta por las potencias extrangeras que profesaban sus mismos principios, o negociada por la Francia y la Inglaterra; pero en el estado que entonces presentaba la guerra repugnaba mucho al partido exaltado carlista toda idea de acomodamiento con el Gobierno de la Reina. Tantas veces cantó el triunfo, tan profunda era la seguridad que concibió sobre el resultado definitivo de la lucha que esta esperanza, confundida en sus espíritus con la idea de la realidad, les hacía obstinados hasta el extremo de preferir la prolongación de la guerra al goce inmediato de las dulzuras y beneficios de una paz que no viniera acompañada del completo triunfo de la causa que habían abrazado. No dudando alcanzar este triunfo más tarde o más temprano contaban con la Paz y los Fueros como consecuencias infalibles de su desacertado pero bien sostenido empeño, cuyos resultados no se limitaban en las acaloradas imaginaciones de los más osados a solos estos beneficios, sino que se extendían (y no parezca una paradoja esta aserción) al de apropiarse de los bienes de los proscritos por medio de una ley agraria que sancionase tan irritante usurpación.
Hay primeras impresiones que nunca o muy difícilmente se logra desarraigar. Las que el País Vascongado había recibido en orden a la cuestión foral se fundaban en recientes desengaños confirmados por las doctrinas que diariamente publicaban diferentes periódicos de la Corte acerca de la necesidad de la nivelación y de la homogeneidad de instituciones en toda la Monarquía, y no solamente recelaba de las intenciones del Gobierno sino que creía, además, que aún obrando con la mayor lealtad por su parte le faltaría la fuerza necesaria para cumplir lo que prometía por la dificultad de vencer la oposición de los niveladores.
En consecuencia, la empresa de Muñagorri, que en un principio contaba con tantas y tan grandes simpatías en los Batallones carlistas, en las masas de las cuatro Provincias y dentro y fuera del Reino, fué perdiendo su mérito por no haberse acertado a darla una dirección propia de su naturaleza especial. Pero su autor, sin dejarse abatir por ningún contratiempo, estuvo cada día más firme en su propósito manteniendo vivas sus relaciones con gefes, oficiales e individuos de las tropas carlistas y con algunos curas, alcaldes y familias acomodadas de Guipúzcoa y Navarra, y aprovechando todas las circunstancias para tenerlos propicios y adictos a sus planes, de cuyo buen éxito jamás dudó a pesar de las terribles contrariedades que sufrieron y que hubieran sido insoportables para otro carácter menos perseverante.
Empezó por perseguirle la calumnia, atribuyéndole miras ambiciosas y el conato de promover la deserción del ejército de la Reina y de los cuerpos francos para aumentar la fuerza de su bandera, cuando a sabiendas nunca admitió en ella a un solo individuo de semejante procedencia. Si alguna vez se descubrían en su campo algunas muestras de descontento por un inevitable retardo en socorrer a su gente se le hacía la injusticia de no tomar en cuenta el riesgo personal que corría como gefe, y que en todo caso el descontento provenía de una causa independiente de su voluntad, cual era la falta de fondos. Si con este pretesto se le precisaba a despedir a su Brigada y a su Compañía de zapadores, no se hacía aprecio alguno de sus bien sentidas quejas, fundadas en la desconfianza que producían estas medidas. Si por aprovechar el tiempo que aún se necesitaba para atraer a los Batallones carlistas insistía con razones concluyentes en no moverse de Sara, se le urgaba con más ahínco para que a todo trance invadiese el territorio enemigo. Si en este conflicto proponía con preferencia entrar en España y formar su campo en el confín de Navarra, apoyándose en Valcarlos como punto el más a propósito para asegurar su bandera y entusiasmar los valles inmediatos que estaban perfectamente dispuestos para la pacificación, encontraba una invencible oposición de parte del gefe que mandaba aquel punto, y aún de la de sus superiores que pudieran facilitarle su posesión. Si para vencer tantos obstáculos recurría al Gobierno de la Reina y éste decidía en su favor, se escusaba el Comandante de Valcarlos a cumplir las órdenes fundándose en que no le habían sido comunicadas por el conducto inmediato del General en gefe. Si se dirigía a éste en solicitud de remover la nueva dificultad, la decisión era diferida, considerándose de la mayor consecuencia para el honor de las armas nacionales que una fuerza armada que proclamaba principios no conformes a los jurados por los españoles defensores del trono de Isabel II y de la Constitución ocupase un punto fortificado y guarnecido por tropas del ejército. Por lo demás, ofrecía S.E. a la bandera de Paz y Fueros todo el apoyo que podía prestarle sin comprometer la dignidad nacional ni el decoro de las armas.
Estas declaraciones del General en gefe eran consiguientes al carácter equívoco que la indecisión del Gobierno había dado a una empresa que, aunque sostenida con los fondos de la Nación, se aparentaba considerar como opuesta al rigor de las leyes políticas que había sancionado la Reina. Y en este concepto el General calificaba de escándalo público que llamaría la atención de la Europa la ocupación de cualquier punto fortificado y guarnecido por el ejército español.
La Real Orden de 11 de Noviembre puso término a estas contestaciones declarando que Muñagorri podía situarse en España, en cualquier punto que no estuviese fortificado o guarnecido por las tropas nacionales, y acosado por todas partes, con la amenaza de que cesarían los recursos, tuvo que tomar la resolución de emprender su movimiento hacia el alto de San Marcial, situado a la orilla del Bidasoa en jurisdicción de la villa de Irún.
No estando fortificado ni guarnecido este punto por las tropas de la Reina se persuadió de que no habría ningún inconveniente en ocuparlo y dió parte de su determinación al señor Comandante General de Guipúzcoa. Pero éste, en vez de permitirle situarse en él, comunicó orden al Gobernador de Irún para que se posesionase del mismo alto de San Marcial con las tropas de su mando, con cuyo motivo mediaron contestaciones en las que el señor Comandante General se negó abiertamente a conceder su permiso y Muñagorri se vió en precisión de elegir otro punto que, cayendo sobre la falda del monte de San Marcial, se halla casi en contacto con el Bidasoa y no deja de ofrecer ventajas para una buena fortificación y defensa.
A la madrugada del día 1º de Diciembre de 1838 verificó Muñagorri su entrada en España, atravesando el Bidasoa sobre barcas que había dispuesto la víspera el General Jáuregui, y desde entonces no hicieron los carlistas más que asomarse a las alturas más próximas, sin hostilizarle, a pesar de que se habían reunido a causa de aquel movimiento en los pueblos circunvecinos los Batallones 5º y 9º de Navarra y 2º y 3º de Guipúzcoa, de suerte que en pocos días apareció el campo de Lastaola, que era el que ocupaba Muñagorri con su gente, muy bien fortificado mediante la activa cooperación de los ingenieros y zapadores ingleses enviados por Lord Jhon Hay, quedando a cubierto de todo asalto desde que estuvo artillado con las piezas que le franqueó el mismo gefe inglés.
Este campo, sin embargo, apenas podía ser útil sino para desmembrar poco a poco las fuerzas carlistas haciendo algunas incursiones dirigidas a atraer a los que quisieran desertar de sus filas. Podía también servir para hacer extensiva la influencia de la bandera de Paz y Fueros a otros puntos de la frontera para llamar simultáneamente por diversas partes la atención de las tropas de Don Carlos, facilitar las operaciones de las de la Reina, e impedir el escandaloso contrabando de víveres y efectos de guerra que algunos especuladores hacían por la líneas de Francia contra las órdenes y vigilancia de aquel Gobierno.
Para asegurar todos estos resultados se había puesto de acuerdo Muñagorri con el General Don Diego León, Virrey interino en cargos de Navarra, para todos los casos en que sus movimientos reclamasen alguna combinación; pero el genio del mal que, disfrazado con el manto de un mentido patriotismo, perseguía la empresa y el odio que profesaba un fuerte partido a toda especie de transacción desconcertaron los planes más bien meditados, suscitando los mayores embarazos con la falta de fondos, que era el medio más espedito de desmoralizar una tropa acampada en despoblado y sujeta por lo mismo a impresionarse de todas las sugestiones de que quisiesen valerse los malévolos.
La situación del campo en un punto avanzado era la menos propia para mantener el rigor de la disciplina militar entre una gente que parecía condenada a sufrir todo género de privaciones. Sin cuarteles, sin paja, sin alumbrado, desprovistos de capotes y de calzado, era inevitable que en la rigurosa estación de Diciembre contrajesen enfermedades; y, no obstante, nadie cuidó de establecer un hospital ni proporcionarles otro alivio. En medio de tan crueles privaciones dieron, sin embargo, costosos ejemplos de sufrimiento y de constancia, prestándose a las fatigas de un servicio penoso en un punto tan próximo a la línea de los carlistas, mientras su gefe Muñagorri se ocupaba, aunque inútilmente, en dirigir las más enérgicas reclamaciones a quien debía entender a los empeños y compromisos que le redujeron al último grado de desesperación.
A principios de Enero de 1839 se disolvió la Junta directiva de Bayona en virtud de una Real Orden que trasladaba la dirección de la empresa a manos del Cónsul de S.M.C. en aquella ciudad; medida motivada por el convencimiento tardío de que la continuación de aquella Junta, a pesar del patriotismo de sus individuos, dañaba a una empresa que requería la mayor independencia del Gobierno. Pero no pudo menos de chocar por esta misma razón que la nueva dirección adoleciese de igual defecto, porque la persona que reemplazó a la Junta descubría aún más oficialmente el apoyo del Gobierno, sin que la intervención del Cónsul pudiese impedir que se presentase más activa que nunca la influencia del partido antitransaccionista que atacaba en secreto el objeto principal de la empresa.
Esta novedad privó a la causa de Muñagorri de la poderosa protección que le prestaban los ingleses, quienes abandonaron en seguida los trabajos de fortificación, llegando entonces a ser mas válida en el País enemigo la idea de que la causa de Paz y Fueros no era más que una farsa encaminada a dividir entre sí a los carlistas. Y, agregándose a estos rumores el hecho de separarse de la empresa muchos buenos patriotas por no participar de una responsabilidad inherente a la disolución que miraban como muy próxima, no sólo se hizo sentir más y más la falta de dirección y recursos sino que se pronunció también en la tropa una deserción tanto más difícil de contener cuanto era menor el influjo moral de los pocos que quedaban para sostener la empresa.
En efecto, no podía resistir la bandera de Paz y Fueros a tantos y tan reiterados ataques. Los hombres que se habían comprometido en su defensa permanecían en general fieles a ella, pero comprendían también los deberes que les imponía su respectiva posición y que no bastan el valor, la constancia y la lealtad en circunstancia tan extremadas. Sus virtudes fueron puestas a tan dura prueba que el honor era insuficiente para superarla, y, siendo ya infructuosos sus sacrificios, su misma reputación contribuía más a emanciparlos de una causa ya insostenible con elementos tan disolventes.
A pretesto de reformas mezquinas se quiso introducir una economía que rayaba en miseria. En vano representó el Consejo de disciplina y de administración que sin cubrir las muchas necesidades que aquejaban a la tropa era imposible establecer el orden debido en el cuerpo ni hacer reforma alguna que no fuese sumamente peligrosa. Los clamores del Consejo fueron desatendidos y, reconociéndose sus vocales desprovistos de los medios mas indispensables para conjurar la reacia tormenta que veían aproximarse, anunciaron la formal renuncia de sus respectivos destinos, y la hicieron en efecto convencidos de que su amor a la Patria y su adhesión a la Reina necesariamente serían estériles en la situación desesperada a que habían llegado las cosas.
La inquietud de la tropa se aumentaba a medida que iban escaseando los fondos y multiplicándose las privaciones, y al verse completamente desatendida se presentó sublevada pidiendo en masa pagas y licencias. Si por un efecto del hábito de obediencia se calmaba la irritación exponiendo los gefes su vida entre exhortaciones y esperanzas que dirigían al soldado, al primer desengaño volvían a reproducirse con más fuerza los desórdenes y, finalmente, llegó a pronunciarse en las filas una disolución de consecuencias incalculables. Siendo general la insubordinación, el rigor era imposible cuando trabajaban al mismo tiempo diferentes comisionados enganchadores para Valcarlos, para Bilbao y otros puntos, llegando a tal extremo los esfuerzos de los que intentaban el aniquilamiento de la causa de Paz y Fueros que hasta en Irún se admitían los desertores del campo de Lastaola como si fueran carlistas. El menos perspicaz conocía que todo era obra de un plan combinado para destruir un cuerpo que ya antes había sido tratado como enemigo, y reducido a fuerza de tantos ataques a la mitad de la gente que tenía por Octubre no podía resistir esta mitad al cúmulo de intrigas que se pusieron en acción para desmoralizarla y prepararla el desastroso fín que tuvo.
El Cónsul de Bayona nada ignoraba de cuanto ocurría en el campo de Lastaola, y Muñagorri le había propuesto la separación de diferentes sugetos que consideraba promovedores de desórdenes, insistiendo siempre en la necesidad de pagar a la tropa como único medio de contenerla. Pero los fondos que remitía eran tan cortos que no podía conseguirse el objeto porque la mezquindad misma de las distribuciones aumentaba la irritación de los soldados. En tal estado ordenó el Cónsul en 21 de Febrero de 1839 que se procediera a la disolución de la fuerza existente en el campo de Lastaola.
En consecuencia dictó Muñagorri la correspondiente orden del día expresando en ella que, en virtud de otras superiores motivadas muy particularmente en la falta de los recursos necesarios, se veía en la sensible y dolorosa necesidad de disolver el campo; pero que a pesar de esta medida debían persuadirse los individuos pertenecientes a su partido, y cuantos se interesasen en los progresos del mismo, que en la primera ocasión favorable volvería a tremolar la bandera de Paz y Fueros, no dudando por su parte de la cooperación que estarían dispuestos a prestar para hacer cesar los horrores que afligían a la Patria. Concluía la orden del día fijando a los soldados los puntos adonde deberían dirigirse para comunicarles su ulterior destino.
Es más fácil concebir que expresar la amargura que costó a Muñagorri dictar aquella orden del día. Estando convencido de la decisiva importancia de su bandera para conseguir la pacificación del País debió hacerse la mayor violencia al publicar y ejecutar una orden que tan profundamente lastimaba sus más caras afecciones. Retirado a Francia, continuó sin embargo correspondiéndose con el Cónsul de Bayona y logró entretener con fondos obtenidos con su crédito particular a muchos desertores de las filas carlistas y otras personas de su confianza que se habían refugiado en el pueblo de su residencia abandonando el País dominado por el enemigo. En 11 de Abril se ofreció nuevamente a penetrar en el territorio carlista si se le auxiliaba con algunos fondos, y ya en 19 de Mayo siguiente se había apoderado del fuerte de Urdax entrando en él por asalto a las dos y media de la mañana con setenta hombres que llevó, y haciendo prisioneros al Coronel Comandante General de la línea y al Teniente Coronel gobernador del fuerte con cinco oficiales y veinte y un individuos de la clase de tropa.
En esta ocupación solamente se propuso hacer un reconocimiento del fuerte y ver si su situación topográfica podía servirle de base para continuar desde aquel punto su antiguo plan. Pero observando que estaba demasiado distante del territorio francés tuvo que desocuparlo dejando en libertad a los prisioneros por no poder conservarlos, acosado por algunas Compañías del undécimo Batallón de Navarra a que pertenecían y por algunos oficiales y soldados del primer Batallón, además de otras varias partidas de guardas y aduaneros.
Si el júbilo y alborozo que la Corte del Pretendiente y empleados de policía manifestaron por la disolución de la bandera de Paz y Fueros no hubiese sido una prueba irrecusable del temor que infundió el pronunciamiento de Muñagorri, lo habrían revelado los nuevos cuidados en que entraron a resultas de la toma del fuerte de Urdax, pues desde la primera noticia de aquel atrevido golpe se renovaron las actuaciones que motivó el levantamiento de Berástegui, causando sobre todo en el País una impresión muy propia para hacer revivir las esperanzas que hizo concebir el pronunciamiento de 18 de Abril de 1838.
La sorpresa de Urdax ocurrió precisamente cuando la Corte de Don Carlos se había separado de la fuerza militar mandada por el General Maroto, habiéndose relajado todos los vínculos que existían entre ambas antes de las sangrientas ejecuciones de Estella. En el ejército y las masas de las Provincias Vascongadas había hecho grandes progresos cierto espíritu de indiferencia respecto al Pretendiente, entrando a ocupar el lugar que antes poseía el respeto a su persona la libertad de calificar y censurar las cualidades de ánimo que se le atribuían, de un modo poco favorable a su prestigio; y según se hacía más general esta crítica se fijaban todos en la necesidad de obtener la Paz y los Fueros, aunque fuese bajo el reinado de Isabel II. Todos alcanzaban que era llegado el caso de una resolución decisiva y sólo se mostraban vacilantes los que, cediendo a las exigencias de un pundonor delicado, querían dictar condiciones que cubriesen la transacción con algunas apariencias ventajosas al principio político dominante en el partido carlista. De aquí nacía la idea de la independencia de las Provincias del Norte. Pero pronto se hizo ver a los autores de ella que en la actual situación de la Europa era casi imposible semejante estado con aplicación a un País que en gran parte había debido su bienestar a las costumbres y laboriosidad de sus habitantes sin que, atendida su pobreza natural y otras circunstancias, pueda dispensarse de la dependencia y protección de los Gobiernos en medio de los cuales se halla enclavado.
Muñagorri, primer autor del pensamiento de aspirar a la terminación de la guerra civil con el aliciente de la Paz y los Fueros, intervino también para inspirar en el País el convencimiento de la imposibilidad de erigirse en independiente. Embarcándose en Pasages en 1º de Julio a bordo del vapor inglés Salamandra pasó desde Santander a Madrid, donde tuvo el 9 del mismo mes una larga conferencia con el Ministro de la Guerra a fín de concertar los medios conducentes a utilizar la buena disposición en que estaban las cosas. Su plan escrito fué examinado por el Consejo de Ministros y éste lo trasmitió al Duque de la Victoria, con quien debía entenderse Muñagorri para su ejecución. Reunióse éste con el Duque en Amurrio y, aprobadas las ideas de Muñagorri, le dejó en libertad de obrar como mejor le pareciese ya que estaba de acuerdo con el Gobierno, pero se escusó el Duque a reconocer ninguna otra bandera que no fuese la de la Constitución del año de 1837.
A su regreso a Bayona, el día 5 de Agosto se encontró Muñagorri con un confidente que le enviaban varios gefes carlistas comunicándole los vehementes deseos de asegurar la Paz y los Fueros e invitándole a que se acercara a la frontera inmediata con el fín de tratar de este importante negocio. Corrió inmediatamente adonde se le llamaba y, obteniendo el beneplácito del Comandante General de Guipúzcoa Don Miguel Araoz y la intervención inmediata del gobernador de Hernani, pasó a la línea de Urnieta donde celebró grandes conferencias con gefes influyentes de la división guipuzcoana, a quienes halló decididos a separarse de la causa de Don Carlos bajo la garantía de la conservación de los Fueros y de los grados militares que habían adquirido, manifestando, sin embargo, que en su opinión convendría establecer en estas Provincias cierta independencia del Gobierno de la Reina. En cuanto a la garantía de los Fueros y conservación de los grados militares, dijo Muñagorri que el Gobierno se prestaría a su concesión por dar fín a la guerra civil, pero que no podía proponer la tercera condición porque ya estaba calificada de quimérica y monstruosa, además de ser contradictoria con la del reconocimiento y confirmación de los Fueros.
En esta entrevista se convenció Muñagorri de que aquellos gefes, y otros que no estaban presentes, se decidían resueltamente a pronunciarse en manifiesta defección del Gobierno de Don Carlos y, aprovechándose de esta decisión, se separó de ellos aconsejándoles que obrasen de acuerdo con su General en gefe Don Rafael Maroto puesto que se decía de público que pendían algunas proposiciones en el mismo sentido entre él y el Duque de la Victoria.
Ya no quedó duda a Muñagorri de que la guerra civil tocaba a su término, como en efecto sucedió a los pocos días por medio del convenio de Vergara.
De esta suerte se preparó y llegó a consumarse la grande obra de la pacificación del País Vascongado a los diez y seis meses de haberse pronunciado en Berástegui Don José Antonio de Muñagorri dando el primer grito de Paz y Fueros; el mismo que, lanzado por mil y mil bocas, había de resonar en los campos de Vergara el memorable día 31 de Agosto de 1839.
Sería, pues, una de las mayores injusticias defraudar a aquel intrépido, tanto como desgraciado, guipuzcoano de la parte de gloria que le cupo por la concepción de la idea, por su heroico alzamiento, por esfuerzos que le costó la formación de dos Batallones, y porque, en vez de abatirse con las persecuciones de sus enemigos, continuó impávido en su plan cooperando eficazmente hasta su último y favorable resultado.
No pretendo rebajar en manera alguna el mérito de las combinaciones políticas y militares que contribuyeron a tan grandioso desenlace porque, sin perjudicar a ninguno en los títulos que cada cual hubiese adquirido en su respectiva esfera y posición, tengo por indudable que debe atribuirse tan portentoso resultado al cambio operado en el espíritu público de las Provincias por el influjo mágico del amor a la Paz y a los Fueros que, una vez excitado en los pechos vascongados, absorvió todas las demás cuestiones enlazadas con la dinástica.
Sería un error pensar que el buen efecto que causó el pronunciamiento de Muñagorri procedía tan sólo del ascendiente que siempre ha ejercido en las Provincias exentas el recuerdo de sus instituciones pues, aunque no se puede desconocer que semejante recuerdo conmueve vivamente los corazones vascos, existía por Abril de 1838 otro resorte más que ponía en acción todas sus simpatías. La Paz, esta necesidad universalmente sentida entre los horrores, las angustias y las privaciones de la guerra civil, preocupaba ya todos los ánimos y el deseo de recobrarla no era menos ardiente en las filas carlistas que entre los liberales que hacía seis años vivían diseminados en diversos puntos de refugio, sin hogar propio, sin fortuna y expuestos en todos los momentos a la más espantosa miseria. Por consiguiente, la verdadera magia del emblema que adoptó Muñagorri para su empresa consistía en la unión de los Fueros con la Paz, no pudiendo reputarse por amigos y enemigos, como un bien completo, los Fueros sin la Paz ni la Paz sin los Fueros.
Preparado una vez el espíritu público de los habitantes de las Provincias con la idea de ser interminable la guerra si no se abandonaba la cuestión dinástica para fijarse en el propósito de obtener la Paz con los Fueros, las tropas que sostenían aquella guerra dieron fácil acceso a los medios de división que emplearon otros en el campo carlista. El mismo General Maroto no era ya un gefe muy temible desde que se consumaron las ejecuciones militares de Estella, porque se creía expuesto en todos los momentos a los efectos de la reacción que se procuraba excitar contra su persona por el partido exaltado carlista, y ocupado de los medios de resguardarse de los tiros que amagaban su existencia se mostraba poco menos que apático en la resistencia que debía oponer a las operaciones del ejército de la Reina, el cual se iba internando en el centro de las Provincias con aquella facilidad que revelaba negociaciones de transacción prolongadas con arte, y hábilmente aprovechadas por el Duque de la Victoria para ir ganando terreno y disminuir el entusiasmo de las fuerzas enemigas. Interesado Maroto en precipitar el desenlace que debía salvarle personalmente se prestó a la transacción en sentido menos lato que el que deseaban los demás gefes de su partido, y el Duque de la Victoria se aprovechó oportunamente de la natural impaciencia de su adversario para decidirle a obrar en contradicción con la voluntad de sus compañeros, o de muchos de ellos, que, abandonados por las tropas que mandaban, prefirieron la expatriación y las privaciones de un destierro voluntario al sacrificio de los principios que habían propuesto como base de la proyectada transacción.
He dicho anteriormente que no tengo empeño en sostener que la causa única de la guerra civil fuese la conservación de los Fueros. La que se suscitó el año de 1820 contra la Constitución de 1812 era una guerra de principios políticos y no de sucesión a la Corona y, sin embargo, combatieron las Provincias por la conservación de los Fueros. En 1833 la cuestión dinástica fué el móvil principal de la insurrección de estas Provincias pero luego se complicó con la causa de los Fueros, y la importancia de esta causa fué siempre en incremento por las sugestiones de los mismos que tenían interés en fomentar el entusiasmo del partido carlista, no menos que por las imprudencias de una parte de la prensa que no contribuyó poco a inflamar las pasiones de los naturales inspirándoles el temor de perder las instituciones y libertades que habían sido la base de su felicidad. ¿No fué este temor el que procuró disipar el General en gefe Conde de Luchana con las seguridades que a nombre del Gobierno de la Reina daba a las Provincias en su alocución de 19 de Mayo de 1837? ¿No procedía de esta convicción la empresa de Paz y Fueros de Muñagorri, prohijada por el Gobierno hasta con una excesiva publicidad? ¿No fueron, finalmente, la Paz y los Fueros los que prepararon y realizaron el abrazo de Vergara que aseguró la pacificación general en España? Es indudable, pues, que los Fueros tuvieron el influjo más decisivo para el encrudecimiento de la guerra civil, igualmente que para su terminación.
SECCION QUINTA
Ley de 25 de Octubre de 1839, confirmatoria de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.-Debates a que dieron lugar los diferentes proyectos presentados en el Congreso de los Diputados.-Explicaciones dadas por el Gobierno, a instancia del Senado, sobre aquella cláusula, y sentido en que la votó este cuerpo colegislador.-Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839 en cuya virtud quedó completamente restablecido el régimen foral de las Provincias Vascongadas y Navarra.
Empeño superior a mis fuerzas sería describir la alegría y júbilo general que en el País Vascongado produjo el abrazo de Vergara. Baste decir que por sólo este solemne acto de reconciliación quedaron instantáneamente borrados todos los resentimientos que seis años de una lucha fratricida concentraron en aquellos dos bandos cuyos sostenedores se habían jurado un odio eterno en medio del estruendo de cien combates. Habíanse cometido en uno y otro demasías que parecía imposible olvidar. Todos habían experimentado pérdidas y quebrantos en su grande o pequeño patrimonio y apenas había una sola familia que no llorase al padre, al hijo o al hermano víctimas de la guerra civil. Y, sin embargo, después del memorable día 31 de Agosto a ninguno de aquellos valientes ocurrió una sola reconvención, ni siquiera el más leve recuerdo de sus mutuas ofensas. ¡Ejemplo sublime de tolerancia y de magnanimidad, tan digno de ser imitado como raro en los fastos de las discordias civiles!
No siendo mi ánimo hablar del convenio de Vergara sino en cuanto tenga relación con los Fueros omitiré hacer mención de los artículos que en él son extraños a este asunto, y sólo me haré cargo del primero, referente a la obligación que el Capitán General Don Baldomero Espartero contrajo de recomendar con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los Fueros.
La lealtad y sentimientos caballerosos de las Provincias aceptaron esta simple promesa y sin esperar siquiera a que tuviese efecto depusieron las armas, persuadiéndose de que en España jamás se viola una estipulación ni nadie consiente en que otro le sobrepuje en generosidad. En consecuencia, el Gobierno de la Reina, ratificando el convenio, pasó con urgencia a las Cortes un Proyecto de Ley con el siguiente mensage:
A las Cortes. «Entre los medios empleados por el Gobierno para asegurar los grandiosos resultados que tanto han de influir en la pacificación general fué uno el de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes, bien la concesión, bien la modificación de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, según se creyese más útil y oportuno, siempre que las fuerzas de las mismas accediesen a lo propuesto por el General en gefe del ejército del Norte, Duque de la Victoria».
«Sobre este compromiso se funda el artículo 1º del convenio de Vergara. Las fuerzas antes enemigas han dejado de serlo y el Gobierno, que contrajo expontáneamente aquella obligación por el inmenso interés que de ella podría reportar la Nación entera, se apresura hoy a cumplirla así como lo hará muy en breve de otras no menos sagradas, comprendidas unas en el convenio y aconsejadas otras por el reconocimiento público, según el Gobierno tuvo el honor de manifestarlo a las Cortes en su comunicación de 8 del corriente. En su consecuencia, tengo la honra de proponer a la aprobación de las mismas el siguiente Proyecto de Ley.»
Artículo primero. «Se confirman los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra.
Artículo segundo. «El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, presentará a las Cortes, oyendo antes a las Provincias, aquella modificación de los Fueros que crea indispensable y en la que quede conciliado el interés de las mismas con el general de la Nación y con la Constitución de la Monarquía.
Palacio, 11 de Setiembre de 1839.-Lorenzo Arrázola.»
Pasado a la correspondiente comisión, presentó ésta en 25 del mismo mes de Setiembre su dictamen con otro proyecto de la mayoría, reducido a aprobar por el artículo 1º el convenio de Vergara celebrado en 31 de Agosto entre el Duque de la Victoria y el Teniente General Don Rafael Maroto, confirmándose por el 2º los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra en su parte municipal y económica, y conservándose en lo demás para todas ellas el régimen constitucional que se hallaba vigente en sus respectivas capitales al celebrarse el expresado convenio de Vergara. Por el artículo 3º se proponía que el Gobierno, oyendo a las autoridades de dichas Provincias, presentase a las Cortes a la mayor brevedad posible un Proyecto de Ley que definitivamente pusiese en armonía y consonancia sus Fueros con la Constitución de la Monarquía, previniéndose en el artículo 4º que en el entretanto el Gobierno resolvería provisionalmente y con arreglo a las bases establecidas en los artículos anteriores las dudas que pudiesen ofrecerse en su ejecución dando cuenta a las Cortes a la mayor brevedad.
A este dictamen y Proyecto de Ley de la mayoría de la comisión acompañaba el voto particular de la minoría. En su artículo 1º se confirmaban los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra en cuanto no se opusiesen a los derechos políticos que sus habitantes tienen en común con el resto de los españoles, conforme a la Constitución de la Monarquía de 1837, y en el 2º se establecía que el Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permitiese y oyendo a las Provincias Vascongadas y Navarra, propondría a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados Fueros reclamase el interés de las mismas, conciliado con el general de la Nación y la Constitución de la Monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresado las dudas y dificultades que pudiesen ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes.
En la sesión del Congreso de 3 de Octubre se presentó una enmienda, en cuyo primer artículo se proponía el restablecimiento de los Fueros que las Provincias Vascongadas y Navarra tenían a fines del último reinado, en cuanto no se opusiesen a la Constitución y a la unidad de la Monarquía, previniéndose por el artículo 2º que, para que esta disposición tuviera efecto, el Gobierno propondría a las Cortes en un Proyecto de Ley, con toda la brevedad posible, las modificaciones que debiesen hacerse en los referidos Fueros para ponerlos en armonía con la Ley fundamental del Estado y conciliar el interés de aquellos naturales con el general de la Nación.
Por el artículo 3º se disponía que, entretanto y sin perjuicio de continuar subsistiendo la Constitución de la Monarquía en aquellas Provincias, lo mismo que para las demás del Reino, el Gobierno desde luego plantease provisionalmente en ellas el régimen de sus Fueros en la parte municipal y la administración económica interior, conforme siempre a la base expresada en el artículo 1º, dando cuenta de ello a las Cortes. Y últimamente se prevenía en el artículo 4º que, si antes de promulgarse la ley de que trataba el artículo 2º hubiese necesidad de reemplazar el ejército, las Provincias Vascongadas y Navarra cubrirían el cupo que les correspondiese como estimasen más conveniente, sin necesidad de hacer quintas.
Notorios son los acalorados debates a que dieron margen estos diferentes proyectos y pareceres y que, habiendo cambiado repentinamente de aspecto la discusión a consecuencia del abrazo que en la sesión del día 7 de Octubre se dieron el Ministro de la Guerra y el señor Olózaga, pronunció el señor Presidente un sentido discurso que coronó de una manera digna del Congreso español y del grandioso acto de Vergara aquella interesante escena en que todos los Diputados, cediendo de sus pretensiones, sólo respiraban patriotismo y rivalizaban en generosidad.
Terminado el discurso del señor Presidente, el señor Ministro de Gracia y Justicia, Don Lorenzo Arrázola, se acercó a la mesa de la presidencia y, después de haber conferenciado con algunos señores Diputados que se hallaban próximos, entregó al señor Secretario Caballero el Proyecto de Ley que definitivamente proponía el Gobierno y que fué aprobado por el Congreso en la misma sesión de 7 de Octubre por ciento veinte y tres Diputados, que eran los que se hallaban presentes.
En la sesión que celebró el Senado en 9 del mismo mes se leyó la comunicación que pasaba a aquel cuerpo el Congreso de Diputados, y estaba concebida en los términos siguientes:
Al Senado. «El Congreso de los Diputados, habiendo tomado en consideración las propuestas del Gobierno de S.M. relativas a los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, ha aprobado el siguiente Proyecto de Ley.
Art. 1º «Se confirman los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.
Art. 2º «El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita y oyendo antes a las Provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados Fueros reclame el interés de las mismas, conciliado con el general de la Nación y la Constitución de la Monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresados las dudas y dificultades que pueden ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes. Lo que el Congreso de los Diputados pasa al Senado acompañando el expediente para los efectos prevenidos en la Constitución. Palacio del Congreso, 8 de Octubre de 1835.-José María Calatrava, Presidente.- Fermín Caballero, Diputado Secretario.- Antonio Moya Angelen, Diputado Secretario.»
Pasado también este Proyecto de Ley, aprobado ya por el Congreso de Diputados, a la comisión nombrada por el Senado, se dió cuenta del dictamen que produjo en la sesión del día 14 de Octubre. Decía entre otras cosas la comisión:
«El artículo 1º, que se presenta a la aprobación del Senado, declara la confirmación de los Fueros a las Provincias exentas, mas sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía. Parece ser contradictorio este segundo extremo con la primera parte del artículo, y ciertamente lo sería de todo punto si no existiera el artículo 2º. Por consiguiente, el poder llevar a efecto la confirmación de los Fueros pende de la buena fé de los gobernantes respecto a esas Provincias y en la aplicación del artículo 2º.
«El artículo 2º aclara, en cierta manera, la frase de unidad constitucional pues que el Gobierno, oyendo antes a las Provincias de que se trata, ha de proponer a las Cortes la modificación de los Fueros en el interés de las mismas y de la Constitución de la Monarquía. Los intereses de los españoles son todos unos respecto a su prosperidad y a la dignidad nacional, pero para llenar estos intereses hay que cumplir con los deberes que todos tenemos, y bien pueden las Provincias Vascongadas y Navarra, conservando los Fueros o modificándolos, contribuir al bien general de la Monarquía del mismo modo que los demás españoles en donde la Constitución rija en toda su plenitud.
«En el orden judicial hoy mismo existen en España diferentes modos de administrar justicia, es decir, que la Corona de Aragón se diferencia de la de Castilla, y aún en las posesiones de ultramar rigen también leyes diferentes, y no por eso se dirá que no hay unidad en la administración de justicia, sino que hay diferentes modos de administrarla. Y entendiéndose la unidad constitucional de la Monarquía por la unidad del poder del Monarca constitucional, como se comprende por el medio de ejecución propuesto en el artículo 2º, puede decirse mediando buena fé en el Gobierno, mucho más cuando se halla templada su acción por los cuerpos parlamentarios, por la responsabilidad ministerial y por la censura de la imprenta, que la unidad constitucional no debe perjudicar a que se conserven los Fueros en las Provincias Vascongadas y Navarra siempre que con oportunidad y prudencia se vayan hermanando con el sistema general del Estado.»
A este dictamen venía unido un voto particular del señor Marqués de Viluma, uno de los individuos de la comisión, fundado en que el artículo 1º encerraba dos disposiciones contradictorias. Confirmar los Fueros sin perjuicio de la unidad constitucional era, a su modo de ver, un pensamiento que no podía realizarse y entendía que la unidad constitucional consistía en que todos los pueblos e individuos estén sujetos al régimen que la Constitución establece. Tales eran los escrúpulos, dudas y embarazos en que fluctuaba el Senado en el examen del Proyecto de Ley aprobado en el Congreso.
El Gobierno que, como autor de este Proyecto, era el que estaba en el caso de desvanecer aquellos escrúpulos, dudas y embarazos dando con sus explicaciones solución a las dificultades ocurridas a la buena fé del Senado, manifestó por el órgano del señor Ministro de Gracia y Justicia el compromiso que tomó sobre sí al autorizar al Duque de la Victoria para proponer la pacificación de las Provincias exentas bajo la base de la concesión o modificación de los Fueros, y que habiendo recomendado el General en gefe, con arreglo al artículo 1º del convenio de Vergara, el cumplimiento de este compromiso, presentaba el Proyecto de Ley no sólo como consecuencia de una obligación sagrada, a saber, el convenio de Vergara, sino como un medio de gobierno, de política y de pacificación, anunciando desde luego esa especie de justicia que confiadamente se esperaba de él y de la Nación.
Contestando a la duda de si el artículo 1º estaba o no en oposición con la Constitución del Estado dijo el Ministro que, siendo esencialmente libres las instituciones de las Provincias, no podían menos de ser conformes a la Constitución de la Monarquía, que también es libre. Por consiguiente, el Gobierno que creyó que el Proyecto no se oponía a la Constitución del Estado no pudo tampoco dejar de prestarse a aceptar la cláusula de sin perjuicio de la unidad constitucional aún cuando hubiere estado concebida en los términos expresos de sin perjuicio de la Constitución de la Monarquía, pues que la unidad de una cosa se salva en los principios que la constituyen, en los grandes vínculos, en las grandes formas características y de ninguna manera en los pequeños detalles. Que así como la Monarquía absoluta de España no dejaba de ser una porque hubiese infinidad de diferencias de provincia a provincia y de pueblo a pueblo, tampoco se alteraba su unidad por la circunstancia de ser actualmente Monarquía constitucional, porque siempre se salva la unidad reconociéndose a un solo Rey constitucional para todas las provincias, un mismo poder legislativo y una representación nacional común. Que las diferencias, que consisten en los detalles, son de un orden secundario y de modo alguno empezen a la unidad. Bajo estos supuestos, añadía que no había por qué alarmarse pues que el Proyecto del Gobierno, tal como fué presentado y tal como había sido aprobado por el Congreso de Diputados, era igualmente sostenible y debía votarse sin recelo, confiándose en la buena fé del Gobierno, y no sólo del Gobierno de aquella época sino de los sucesivos, y en la de las Provincias mismas.
Preguntando el señor Marqués de Montesa al Gobierno de S.M. si en la concesión de los Fueros se hallaban también comprendidas las Leyes de Navarra, contestó el señor Ministro de Gracia y Justicia que en la palabra Fueros estaban comprendidas todas las existencias legislativas de Navarra y Provincias Vascongadas, y, en una palabra, todo lo que constituía el sistema llamado foral.
En la sesión del día 20 de Octubre dió iguales explicaciones el señor Ministro de la Gobernación Don Saturnino Calderón Collantes, y con arreglo a ellas se procedió a la votación aprobándose el Proyecto de Ley por setenta y tres votos favorables entre setenta y nueve Senadores concurrentes.
En resumen: la cláusula sin perjuicio de la unidad constitucional, explicada según el sentido que le dió el Gobierno y el que sirvió para ilustrar la conciencia del Senado en la votación, nunca significará sino la necesidad de salvar, con la concesión y modificación de los Fueros, el dogma político de que en la Monarquía constitucional uno es el Monarca, una la representación nacional y uno el origen de la justicia. En una palabra, unidad constitucional será la conservación de todos los grandes vínculos bajo los cuales viven y se gobiernan las Provincias, sin que la concesión de los Fueros menoscabe esta unidad.
Sancionado este Proyecto de Ley en 25 de Octubre quedaba autorizado el Gobierno para organizar el régimen foral de las Provincias Vascongadas y Navarra en la forma establecida en sus respectivos códigos forales, buenos usos y costumbres. Y a este fín expidió la Reina Gobernadora por el Ministerio de la Gobernación del Reino su Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839.
Por su artículo 1º se mandaba que las Provincias de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa procediesen desde luego a la reunión de las Juntas Generales y nombramiento de sus respectivas Diputaciones para disponer lo conveniente al régimen y administración interior de las mismas y a la más pronta y cabal ejecución de la Ley de 25 de Octubre, obrando en todo sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía, como en la misma se previene, y verificándose la reunión de las Juntas en los puntos donde correspondiese según Fuero o costumbre.
Por el artículo 2º se ordenaba que los gefes políticos que entonces eran de Vizcaya y Guipúzcoa quedasen como Corregidores políticos, con las atribuciones no judiciales que por el Fuero, leyes y costumbres competían a los que lo eran en dichas Provincias.
Se establecía por el 3º que las elecciones de Senadores y Diputados se hiciesen en las tres Provincias en la forma establecida por las leyes para el resto de la Monarquía, continuando las Diputaciones provinciales, elegidas por el método directo, limitadas por entonces a entender solamente en lo relativo a este asunto, y procediéndose a su renovación total a fín de que pudiesen tener parte en ella los pueblos que no habían podido verificarlo antes por las circunstancias de la guerra.
Por el artículo 4º se disponía que la Provincia de Navarra nombrase desde luego, y por el método establecido para la elección de las Diputaciones provinciales, una Diputación compuestas de siete individuos, como se componía también la Diputación del Reino, nombrando cada Merindad un Diputado y los dos restantes las de mayor población; siendo las atribuciones de esta Diputación las que por Fuero competían a la Diputación del Reino y las que, siendo compatibles con ellas, señala la ley general a las Diputaciones provinciales, como igualmente la de administración y gobierno interior que competían al Consejo de Navarra; todo sin perjuicio de la unidad constitucional, según se previene en la citada Ley de 25 de Octubre.
Preveníase por el artículo 5º que las elecciones de Senadores y Diputados a Cortes se verificasen también en Navarra en la forma establecida por las leyes generales para el resto de la Península.
Se prescribía por el artículo 6º que la renovación de Ayuntamientos se efectuase en las cuatro Provincias según Fuero y costumbre, debiendo tomar posesión de sus destinos los nuevamente nombrados para el 1º de Enero del siguiente año 1840, y que los nombramientos de Alcaldes se expidiesen gratis en Navarra por el Virrey.
Por el artículo 7º se disponía que en las Provincias Vascongadas en sus Juntas Generales, y en Navarra por la nueva Diputación, se nombrasen dos o más individuos que unos a otros se sustituyeran y con los cuales pudiese conferenciar el Gobierno para la mejor ejecución de lo establecido en el artículo 2º de Ley de 25 de Octubre.
Y, finalmente, prescribíase por el artículo 8º que cuantas dudas ocurriesen en la ejecución de dicha Ley se consultasen por medio de la autoridad superior del ramo de que se tratase.
SECCION SESTA
Inesperada e inmotivada abolición del régimen foral de las Provincias Vascongadas a consecuencia del Decreto espedido en Vitoria por le Regente del Reino en 29 de Octubre de 1841.-Refutación de las causas alegadas por su Ministro responsable en la exposición que precede al Decreto intentando justificar aquella abolición.
El Decreto orgánico de 16 de Noviembre se puso en plena ejecución en las Provincias Vascongadas y Navarra y quedaron de este modo reintegradas en la posesión de sus Fueros, buenos usos y costumbres, continuando en el mismo estado hasta que los movimientos principiados en la Corte y seguidos en algunos puntos aislados de las Provincias Vascongadas y Navarra por Octubre de 1841 en favor del Gobierno de la Reina Madre y contra el Regente del Reino dieron ocasión a que éste expidiera en Vitoria, con fecha 29 del mismo mes y año, un Decreto en que, estableciéndose el supuesto de haber llegado el caso de ser indispensable reorganizar la administración de las Provincias Vascongadas del modo que exigía el interés público y el principio de la unidad constitucional sancionado en la Ley de 25 de Octubre de 1839, se ordenaba por el artículo 1º que los Corregidores políticos de Vizcaya y Guipúzcoa tomaran la denominación de Gefes Superiores Políticos.
Por el artículo 2º se determinaba que el ramo de protección y seguridad pública estuviese cometido en las tres Provincias Vascongadas exclusivamente a los Gefes Políticos y a los Alcaldes y Fieles bajo su inspección y vigilancia.
Por el artículo 3º se prevenía que los Ayuntamientos se organizasen con arreglo a las leyes y disposiciones generales de la Monarquía, verificándose las elecciones en el mes de Diciembre de aquel año y tomando posesión los elegidos en 1º de Enero siguiente.
Se prescribía por el artículo 4º que hubiese Diputaciones provinciales, nombradas con arreglo al artículo 69 de la Constitución y a las leyes y disposiciones dictadas para todas las Provincias, que sustituyesen a las Diputaciones generales y particulares de las Vascongadas, verificándose la primera elección tan luego como el Gobierno lo determinase.
Se mandaba por el artículo 5º que para la recaudación, distribución e inversión de los fondos públicos, hasta que tuviera efecto la instalación de las Diputaciones provinciales, hubiese en cada Provincia una comisión económica compuesta de cuatro individuos nombrados y presididos con voto por el Gefe Político, siendo también consultiva esta comisión para los negocios en que el Gefe Político lo estimase conveniente.
Se disponía por el artículo 6º que las Diputaciones provinciales ejerciesen las funciones que hasta entonces hubiesen desempeñado en las Provincias Vascongadas las Diputaciones y Juntas forales, y las que para las elecciones de Senadores, Diputados a Cortes y de Provincia y Ayuntamientos les confían las leyes generales de la Nación, y que hasta que estuviesen instaladas desempeñasen los Gefes Políticos todas sus funciones, a excepción de la intervención en las elecciones de Senadores, Diputados a Cortes y Provinciales.
Por el artículo 7º se mandaba que la organización judicial quedase nivelada en las tres Provincias con la del resto de la Monarquía, llevándose en Álava a efecto la división de partidos prevenida en orden de 7 de Setiembre del mismo año, y haciéndose inmediatamente para la de Vizcaya la demarcación de partidos judiciales.
Por el artículo 8º se ordenaba que las leyes, las disposiciones del gobierno y las providencias de los tribunales se ejecutasen en las Provincias Vascongadas sin ninguna restricción, así como se verifica en las demás Provincias del Reino.
Por el artículo 9º se dispuso que desde 1º de Diciembre del mismo año, o antes, si fuese posible, se colocasen las aduanas en las costas y fronteras, a cuyo efecto se estableciesen, además de las de San Sebastián y Pasages donde ya existían, en Irún, Fuenterrabía, Guetaria, Deva, Bermeo, Plencia y Bilbao.
Examinemos ahora los motivos de un cambio tan radical en la organización de las Provincias Vascongadas, tomándolos de la exposición misma del Ministro que lo sometió a la aprobación del Regente.
En la citada exposición hacía presente aquel Ministro que se estaba en el caso de que tuviese entero efecto la aplicación del principio de la unidad constitucional, y de que a él se sometiesen cuantas instituciones se le opusieran en virtud de las atribuciones que la Constitución de la Monarquía da al poder ejecutivo y las especiales que le fueron conferidas por la Ley de 25 de Octubre de 1839, siguiendo libre de obstáculos opuestos antes legítimamente, y que ya habían desaparecido, respecto a que las Diputaciones de las Provincias Vascongadas, desmintiendo sus continuas protestas de lealtad, levantaron la bandera de la insurrección para después abandonar al País que querían comprometer, llevando la convicción de que los vascongados no hacían causa común con los rebeldes.
Continuaba el Ministro manifestando «que el Gobierno encargado de la conservación del orden público no podía abandonar este cuidado a agentes que se jactan de una independencia absoluta que había llegado a ser rebelde, y que, si bien no profesaba el Gobierno los principios de una centralización extremada que ahogase los intereses provinciales bajo el peso de la mano fiscal, proclamaba la unidad administrativa y la dependencia efectiva de sus agentes, creyendo necesario confiar esclusivamente a los del mismo Gobierno el ramo de protección y seguridad pública.
«Que recibiendo la acción del poder ejecutivo, y aún el legislativo, un veto en el hecho de sujetar al pase foral las leyes y providencias del poder judicial que no eran del gusto de los partícipes del mando, y considerando que este pase conspiraba contra la armónica división de los altos poderes del Estado contra la dignidad de la Corona y de las Cortes, contra las atribuciones del Gobierno y contra la independencia judicial y la autoridad de la cosa juzgada, debía cesar como incompatible con la ley fundamental de la Monarquía.
«Que mediante a que el artículo 69 de la Constitución prevenía que los Diputados de provincia fuesen nombrados por los mismos electores que los Diputados a Cortes; que en las Provincias Vascongadas el derecho de elegir se limita a muy pocos y estos no representan al País; que en la de Vizcaya se confía a la insaculación y a la suerte, y que lo absurdo de semejantes sistemas vincula en castas y familias los cargos públicos; que para aspirar a los de Ayuntamiento no basta ser español y vecino sino que es necesario ser hidalgo y vecino concejante y vizcaíno originario para tener el derecho electoral activo y pasivo; que los métodos de elección son tantos como pueblos y hay diferentes formas de organización municipal, venciendo por regla general el privilegio y quedando hollado por estos motivos el artículo constitucional que hace a todos los españoles admisibles a los empleos y cargos públicos; creía el Ministro ser obligación del Gobierno que se realizasen los artículos 69 y 70 de la Constitución para que se salvase la unidad constitucional y quedase emancipado el pueblo de privilegios que le abrumaban.
«Que la organización judicial había tenido notables mejoras a pesar de la obstinada resistencia de las Diputaciones; que en Álava se estaba por ejecutar la formación de partidos ya decretada; que Vizcaya, donde la división y atribuciones de los juzgados eran un caos, ofrecía la anomalía de tener alcaldías de fuero patrimoniales, es decir, un derecho que se compra y que se trasmite como las cosas que constituyen la propiedad de los particulares; y que en consecuencia era una exigencia social que ya no podía dilatarse la creación de los partidos judiciales.
«Que el establecimiento de las aduanas en las costas y fronteras había sido siempre considerado como conveniente; que los buenos principios de administración y de economía le recomendaba; que la agricultura, la industria y el comercio le reclamaban también siendo, además, una exigencia de la unidad constitucional; que en el reinado de Felipe V y en la anterior época constitucional tuvo efecto, y que por consiguiente convenía restablecerlo consultando el bienestar de estas Provincias y el de todas las de la Nación.
«Que mientras se reorganizase la administración del País era preciso crear otra provisional; que la elección de una comisión económica y consultiva debía hacerse estensiva a las Provincias de Álava y Vizcaya puesto que había probado bien el ensayo hecho en Guipúzcoa, para que de este modo se asegurase la recaudación, distribución e inversión de los fondos públicos y pudiese consultarse a las necesidades políticas y materiales de los pueblos».
Con suma repugnancia, y sólo cediendo a las exigencias de una imprescindible defensa, pudiera abordarse el análisis de estas consideraciones con que el Ministro responsable del Regente intentó justificar las mutilaciones del Fuero contenidas en el Decreto de 29 de Octubre. Empezaba por sentar que era preciso pensar en la reorganización del País y que después de una meditación detenida había creído que se estaba en el caso de aplicar completamente el principio de la unidad constitucional, salvado en la Ley de 25 de Octubre de 1839. ¿Y en qué razones fundaba el Ministro aquella necesidad y esta aplicación? En que las Diputaciones de las Provincias Vascongadas, «desmintiendo sus continuas protestas de lealtad, levantaron la bandera de la insurrección para después abandonar al País que querían comprometer, llevando la convicción de que los vascongados no hacían causa común con los rebeldes». Hasta aquí no parece sino que el Ministro del Regente quería proteger a las Provincias en su horfandad y proporcionarles la misma organización que recibieron a virtud del Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839, intención benéfica que no habrían dejado de apreciar las Provincias y cuya ejecución estaba marcada en la Ley de 25 de Octubre, de que no era más que un corolario el Real Decreto orgánico.
Esta era la única senda legal que se podía seguir, pero el Ministro, al aconsejar las medidas que en aquella ocasión debían adoptarse, se desvió del camino legal para entrar en el más cómodo de la arbitrariedad poniendo al propio tiempo en evidencia toda la odiosidad de aquel desvío con el reconocimiento que hizo, de que los vascongados no hacían causa común con los rebeldes. Esta confesión de la inocencia de los vascongados forma un contraste singular con la idea de borrar con un rasgo de pluma los Fueros, buenos usos y costumbres a cuyo goce habían sido restituídos dos años antes. ¡Cuánto más conforme hubiera sido a los antecedentes del mismo Regente y a las reglas de la justicia y de la estricta legalidad haberle aconsejado que, pues los vascongados eran fieles a sus juramentos de sumisión a la Reina y a todos los deberes que habían contraído en virtud del convenio de Vergara celebrado con S.A., no era justo arrebatarles en premio de su lealtad las instituciones veneradas, cuya concesión o modificación había recomendado a las Cortes!
Recordando las atribuciones que la Constitución de la Monarquía da al poder ejecutivo y las especiales que le fueron conferidas por la Ley de 25 de Octubre de 1839 se hacía más notable su falta de autorización para allanar los obstáculos que la Constitución y la Ley que invocaba habían opuesto antes legítimamente, y que, muy lejos de haber desaparecido estos obstáculos, se unía a ellos en aquella ocasión la gratitud debida a la lealtad de los vascongados. La Ley de 25 de Octubre fué votada previa la declaración de que la unidad constitucional, salvada en su artículo 1º, no se oponía a la reintegración plena de las Provincias en el goce de sus Fueros, buenos usos y costumbres. El Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre estaba en completa consonancia con esta Ley, y por lo tanto no era en manera alguna ni podía ser llegado el caso de aplicar el principio de la unidad constitucional, de un modo tan contrario al sentido en que fué votada dicha cláusula, y según el cual sólo significaba aquel principio la unidad y comunión en los grandes vínculos en las grandes formas características.
Ni las Diputaciones forales ni los vascongados han dejado de reconocer jamás, ni por un momento siquiera, a un Rey único constitucional para toda la Monarquía, un mismo poder legislativo y una representación nacional común. Por consiguiente, no tenía la menor oportunidad la aplicación del principio de la unidad constitucional, ni el poder ejecutivo estaba autorizado por la Constitución ni por la Ley para alterar el sentido de la organización dada a las Provincias conforme a esta misma Ley, que de todas manera fué además conculcada en el hecho de faltar la audiencia prescrita por su artículo 2º.
Confiando exclusivamente a los agentes del Gobierno el ramo de protección y seguridad pública se despojaba a los Corregidores políticos de las atribuciones no judiciales que les competían con arreglo al artículo 2º del Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre, y la única satisfacción que puede darse para explicar esta novedad es que por el artículo 1º del Decreto de 29 de Octubre de 1841 se disponía que los Corregidores políticos de Vizcaya y Guipúzcoa tomaran la denominación de Gefes Superiores Políticos, siendo por lo mismo limitada a un cambio de nombres. Pero no por esto es más disculpable aquella novedad, pues que pudo evitarse respetando la Ley de 25 de Octubre y el Real Decreto de 16 de Noviembre que formaban el estado legal de aquella época.
Es una exageración atribuir al pase foral la fuerza de un veto impuesto a la acción de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. El objeto del pase foral y su uso se han limitado simplemente a evitar los ataques que se dirijan contra los Fueros y, supuesto el derecho de conservarlos, es una consecuencia necesaria de este mismo derecho cuya integridad y carácter de perpetuidad no se concebirían sin aquel medio de defensa u otro análogo. Por otra parte, mientras no se derogue o se modifique el capítulo foral que lo consigna es preciso respetarlo, porque la confirmación declarada por el artículo 1º de la Ley de 25 de Octubre, sin perjuicio de la unidad constitucional, comprende, según las explicaciones dadas por el señor Ministro de Gracia y Justicia, todas las existencias legislativas y todo lo que constituía el sistema llamado foral.
Cuanto expresaba la exposición del Ministro responsable del Regente para justificar la medida de uniformar con los artículos 69 y 70 de la Constitución el nombramiento de Diputados provinciales y los Ayuntamientos está anticipadamente refutado por las manifestaciones que el Gobierno hizo en las sesiones relativas a la discusión y votación de la Ley de 25 de Octubre de 1839. La diferencia en las formas electorales, así como en las calidades de los electores y elegibles, en nada altera la unidad constitucional porque son accidentes que en manera alguna pueden afectar la esencia de ninguna Constitución perteneciendo, como pertenecen, al orden reglamentario. Y en este supuesto no necesita una especial impugnación el cúmulo de objeciones que se amontonaron para encomiar la organización municipal y judicial modernas a expensas de la que corresponde a las Provincias Vascongadas con arreglo a sus Fueros, buenos usos y costumbres. Supuesta su confirmación, y supuesto también que la unidad constitucional es muy compatible con la coexistencia de aquellos, es extemporánea toda intervención del poder ejecutivo hasta que tenga lugar la modificación de que habla el artículo 2º de la Ley de 25 de Octubre.
No bastaba que el Ministro considerase conveniente el establecimiento de las aduanas en las costas y fronteras. Semejante opinión ha sido combatida por otras muy respetables. Tan distante está de ser recomendado por los buenos principios de administración y de economía que las Provincias Vascongadas han resuelto el problema en sentido contrario. Verdad es que en el reinado de Felipe V y en la anterior época constitucional tuvo efecto aquel establecimiento, pero lo es también que en una y otra acabó el Gobierno por reconocer la inconveniencia de su traslación a las costas y frontera, retirándolas a los puntos que ocupaban anteriormente.
Por Decretos de 31 de Agosto de 1717 y 31 de Diciembre de 1718 mandó Felipe V colocar las aduanas en la frontera de Francia y en los puertos marítimos. Con esta novedad coincidió la invasión francesa de principios de 1719, la que duró hasta el año de 1721, y ya en 16 de Diciembre de 1722 ordenó el mismo Monarca que volviesen a los puntos anteriores. El Gobierno absoluto jamás repitió aquel ensayo habiéndose convencido de que no producía los efectos que se había prometido. Conoció que la frontera y la parte litoral de estas Provincias estarían abiertas al contrabando aunque se destinase para evitarlo un ejército de guardas. Los Pirineos, que parecen inaccesibles, descubren para los que han nacido y se han criado entre sus asperezas muchos desfiladeros, y las costas presentan ensenadas que en todos los tiempos del año dan fácil acceso y proporcionan abrigo a las pequeñas embarcaciones que desde los puertos de Francia conducen todo género de artefactos extrangeros y los descargan y ocultan entre los peñascos. Acostumbrados los naturales de estas Provincias al trabajo de todo un día por un escaso jornal es muy peligroso proporcionarles la tentación de optar a una ganancia cuadruplicada siempre que se presten a trasportar géneros, cuyos derechos desproporcionados provocan el fraude; y una vez desmoralizado el País no sería posible impedir el contrabando ni evitar los males consiguientes.
Si es cierto que la industria necesita protección lo es también que nunca debe dispensársela con tan grave perjuicio de la generalidad de los habitantes de un País en que, sea por la casi absoluta carencia de primeras materias o por otras causas, sólo pueda sostenerse en fuerza de los sacrificios del consumidor y a expensas, sobre todo, de otras especulaciones anteriores a ella y más en armonía con los intereses morales y materiales del mismo País. Ni la agricultura ni el comercio han tenido necesidad de aduanas en el País Vascongado para llegar al mayor grado de prosperidad. Sin ellas se han roturado hasta los huecos de las peñas aprovechando todo el terreno susceptible de vegetación que presenta el suelo de Guipúzcoa. Sin ellas se han sostenido las ferrerías que labran el mejor fierro que se conocer en el mundo, y sin ellas recibió el comercio el gran desarrollo que llegó a tener hasta que la mano fiscal vino a sofocarlo con sus destructores reglamentos, prohibiendo el comercio interior de los frutos coloniales y de todas las producciones de las Provincias exentas con la escusa de que se confundían con los extrangeros. El objeto de tan ruinoso sistema era, sin duda alguna, obligar a las Provincias a que voluntariamente pidiesen la traslación de las aduanas del Ebro a las costas y fronteras, y si bien nunca llegó este caso tampoco pudo evitarse la formación de partidos que debilitaron la unión y fraternidad de los naturales, dando margen a sensibles escisiones. Las Provincias Vascongadas han sido felices con su libre tráfico y comercio, y no sería prudente aventurar un bien conocido sin más seguridad de mejorar que la que se funda en opiniones que, aunque muy respetables, están en contradicción con otras que tienen en su favor la experiencia de siglos enteros. Y en todo caso, sean cuales fueren las opiniones y doctrinas destinadas a prevaler definitivamente en el terreno, así de las teorías como de los hechos, lo que no admite duda ninguna es que el libre comercio en el País Vascongado era uno de los derechos solemnemente confirmados por la Ley de 25 de Octubre y que, por consiguiente, el acto que lo suprimió fué una arbitraria infracción de Ley.
La idea de nombrar una comisión económica hasta la organización que se proponía el Decreto de 29 de Octubre de 1841 fué consecuencia forzosa de la misma desorganización que introdujo en el régimen foral afianzado en la Ley confirmatoria de los Fueros y Real Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839, en los que debió buscar el Ministro responsable los medios de reemplazar a las autoridades que salvaron sus vidas en el extrangero a resultas de los movimientos de aquella época. Compuestas dichas comisiones de honrados y hábiles vascongados procedieron con la pureza y desinterés que les caracterizaban, pero este hecho no justifica el exceso de haber constituído a las Provincias en un estado excepcional.
Cuando el Regente no era más que un súbdito de la Reina de España, aunque merecidamente condecorado con el título de Duque de la Victoria, de Capitán General de los reales ejércitos y su General en gefe, tuvo ocasiones de acreditar el respeto que se debe a la Constitución y a las leyes. Tratando de un interés tan vital como era la pacificación del Reino, dependiente de la sumisión de las Provincias Vascongadas y Navarra, no quiso excederse ni un ápice de la autorización que le confirió el Gobierno de la Reina para negociar la paz con la garantía de la concesión o modificación de los Fueros, limitándose por el artículo 1º del convenio de Vergara a una simple recomendación. Pero sea efecto de desacertados consejos o de los vértigos a que está expuesto el hombre elevado a la última altura, es lo cierto que su conducta posterior no estaba en consonancia con aquellos miramientos y que fué verdaderamente lastimoso ver que, siendo Regente, obraba con la más absoluta independencia de toda ley y de toda regla de justicia al subvertir y trastornar con un rasgo de pluma el estado legal de unas Provincias cuya inocencia reconocía y confesaba él mismo.
Semejante proceder, y el extremado rigor que a su nombre desplegaron algunas autoridades en el País, provocaron quejas sordas que poco tiempo después llegaron a ser un clamor público y general, y aún no eran cumplidos dos años cuando el mismo personage aclamado en 31 de Agosto de 1839 como pacificador de España y restaurador de los Fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra, se vió forzado a optar por el ostracismo privado de sus honores y grandeza. ¡Triste, pero importante lección que nunca deben olvidar los hombres de Estado para no dejarse arrastrar del espíritu de partido y desviarse de la senda legal!
SECCION SETIMA
Reclamación de las Provincias Vascongadas contra el violento e ilegal estado que creó el espresado Decreto del Regente del Reino.-Incompleta reparación obtenida por el Real Decreto de 8 de Julio de 1844.
Restituída la España a su estado normal el año de 1843 se inauguró el nuevo Gobierno con una declaración general de que su sistema de administración sería de legalidad, de orden, de justicia y de paz. Notorios eran los agravios sufridos por las Provincias Vascongadas a consecuencia del Decreto del Regente. Despojadas violentamente de la posesión de sus Fueros, buenos usos y costumbres parecía que semejante estado no podía tener más duración que el Gobierno que lo creó. Las Provincias exentas no podían ser las únicas desatendidas puesto que nadie podía dudar que ante la Ley de 25 de Octubre de 1839, decretada por las Cortes y sancionada por la Corona, debía quedar ipso jure aniquilado el Decreto de 29 de Octubre de 1841. Pero el Real Decreto de 8 de Julio de 1844 es la mejor prueba de que, si bien la cuestión, considerada legalmente, no ofrecía duda, los Gobiernos frecuentemente obran por consideraciones de diferente orden. Los intereses creados al abrigo del Decreto del Regente merecieron más respeto que la Ley de 25 de Octubre. La lealtad con que por su parte habían observado las Provincias las estipulaciones del convenio de Vergara que puso término a la guerra civil de seis años, la sangre vertida tantas veces por sus naturales en defensa de los derechos y de la independencia de la Nación, la confianza con que los Batallones de las Provincias depusieron las armas sin aguardar a la concesión de los Fueros, no se consideraron títulos bastantes para que se las otorgase la subsanación del despojo causado reintegrándolas en el estado interino que les aseguró aquella Ley. Todos tuvieron que ceder ante la conveniencia general que, sin duda, debía consistir en el sacrificio de las Provincias Vascongadas.
El establecimiento de las aduanas en las costas y frontera, el ramo de protección y seguridad pública, la institución del pase foral y la organización judicial quedaron en el mismo estado y bajo el mismo pie que se fijó por el Decreto del Regente de 29 de Octubre de 1841. Las únicas variaciones que se hicieron se reducían a que los Gefes Políticos de las Provincias Vascongadas, con el carácter de Corregidores políticos, presidiesen las Juntas Generales pero sin permitirlas ocuparse de otras cosas que las designadas en el mismo Real Decreto, que son el nombramiento de las Diputaciones forales y el de dos comisionados que expusiesen al Gobierno cuanto juzgasen oportuno en punto a las modificaciones forales prevenidas en el artículo 2º de la Ley de 25 de Octubre de 1839. Podían, sin embargo, permitirlas que se ocupasen de los demás negocios que no estuvieran en oposición con el expresado Real Decreto, según el cual subsistirían también las Diputaciones provinciales con arreglo al Decreto orgánico de 16 de Noviembre de 1839 y a la Ley de 5 de Abril de 1842, aunque sólo para entender por entonces en los asuntos designados en el artículo 3º de dicho Real Decreto y en el 56 de la Ley vigente sobre libertad de imprenta.
En cuanto a Ayuntamientos, se dispuso que interin se hacía el arreglo definitivo de los Fueros tuviesen las atribuciones que gozaban antes del Decreto de 29 de Octubre de 1841, en lo que no fuese opuesto a él, exceptuando los Ayuntamientos de aquellos pueblos en que, a petición suya, se hubiese establecido o se estableciese la legislación común.
Bien pronto se vió que este último artículo relativo a los Ayuntamientos estaba destinado desde su origen a ocasionar una disolución inmediata porque dependían las atribuciones antiguas de los Ayuntamientos de una condición incompatible con el Decreto del Regente. Así sucedió en efecto, pues ha llegado el caso de haberse planteado la nueva organización municipal que la Ley de 8 de Enero de 1845 da a todos los Ayuntamientos del Reino. La forma de elección, la calidad de electores y elegibles, la formación y rectificación de listas, la época del nombramiento de sus vocales, la divergencia de las facultades de los Alcaldes y de los Regidores, y hasta la manera de ejercerlas, se resienten en esta Ley del sistema de centralización llevado al último extremo en términos que, dependiend
Última modificación: sábado, 22 de octubre de 2011, 12:18